viernes, 23 de octubre de 2009

venecia sin quién


Un miércoles, a las siete de la mañana, la Piazza San Marco está vacía. Amanece, y la sensación es la de estar presenciando un ensayo secreto. Como si la playa, en silencio, se estuviera concentrando antes de la llegada del público para la misma función de todos los días.

Una amiga me dice que Venecia le parece un enorme museo, constantemente plagado de gente apurada, de retazos de todas las lenguas posibles. Que hay que adivinarla detrás de la marea de turistas. (Mi amiga dice que Venecia la exaspera con su permanente ilusión de movimiento. Que los rostros parecen cambiar cada segundo, pero todos siguen el mismo recorrido, y hasta las góndolas trazan senderos imaginarios sobre un agua que parece muerta. Círculos perfectos y concéntricos. Un cementerio marino.)

En unos minutos, la plaza va a estar colmada de gente y yo voy a entender lo que quiere decir mi amiga: no hay lugar para lo sagrado, para el misterio, si todo el mundo camina sobre las aguas. La ilusión se completa unas horas más tarde, al caer la noche, cuando se encienden las luces de la playa pero San Marco permanece a oscuras. La commedia è finita, cae el telón y los actores descansan hasta la función del día siguiente. Apenas van a quedar un par de rezagados, alguna mujer que busca a su hijo y que yo juro -y quiero decir: lo juro; no es licencia poética o un guiño a las resonancias literarias de la ciudad- que escucho llamarlo "Tadzio".

Pero ahora, a las siete de la mañana, la ciudad está vacía, y todavía falta un poco para que comience el ritual que mi amiga imagina eterno como el recorrido de los condenados en un infierno de agua.

O acaso sea al revés y seamos nosotros los que desfilamos, inconscientes, para que la ciudad nos vea cuando no nos damos cuenta. Y, de acuerdo, ya es un lugar común lo del observador observado y todo eso, pero es que Venecia misma se convirtió en un lugar común. Un poco a la manera de esas estrellas del entretenimiento de las que se dice que "en la vida real" son tal o cual cosa -como si hubiera algo de real en las vidas de esas personas o, a la inversa, no fuera real, a su modo, el espectáculo-, Venecia puede ser la ciudad exasperante que vio mi amiga durante el día, o puede ser la ciudad serenísima que vi a las siete de la mañana, antes de que el día comenzara.

No se quién de los dos vio la ciudad verdadera.

1 comentario:

Gustavo Fernández Walker dijo...

Personalmente, me resultan problemàticas las dos graandes reacciones que la vida en Europa les suscita a los argentinos (o al menos a algunos argentinos que conozco): uno consiste en señalar a cada minuto còmo cada aspecto de la vida en Europa es mejor que la vida en la Argentina, una especie de sobreexcitaciòn permanente (la comida es màs rica, la gente es màs amable, los trenes son màs ràpidos). El otro, igualmente insoportable, es el ningueo constante, un poco a la Virulazo ("pero què me van a decir a mì, si la pizza de Gûerrin le pasa el trapo a la italiana").