sábado, 30 de mayo de 2009

(risas)

Interesante lo que comenta el Gianero Solitario en su nueva entrada, respecto del proverbial humor de Haydn. Desde mis primeras lecciones musicales, a cargo de profesoras que hablaban de "Ricardo" Wagner, "Federico" Chopin pero, vaya a saberse por qué, eludían los más escabrosos "Luis de" Beethoven y "José" Verdi, la forma en la que los docentes abordaban el tema del humor en la música me parecía cuando menos exótico. Casi paternalista, diría.

No se avanzó mucho en ese sentido, parece. A nadie se le ocurriría explicar que "el cine también puede conmover" o que "la poesía puede ser reflexiva" o que "la pintura puede ser desestabilizadora". Pero sí parece necesario advertir, antes de escuchar la sinfonía El distraído, que los violinistas se van a poner a afinar el instrumento en el medio del Prestissimo final (risas). A propósito, no puedo dejar de olvidar a cierto ex-director del Colón que afirmaba que L'elisir d'amore era una experiencia divertidísima para cualquier adolescente, y que negarle a la juventud la posibilidad de disfrutar de comedia tan desopilante era equivalente a "castrarlo" (sic). Una frase que podría mover a risa, si semejante bufonada no hubiera terminado tan, pero tan mal. A menos que el susodicho, erudito él en cuestiones de cantantes olvidados, se estuviera refiriendo a la triste historia del pobre Anthony Bates.

Quiero decir: que la música puede provocar risas, sonrisas, carcajadas obscenas o muecas de espanto, y tener que pedirle al que la escucha cómo reaccionar a cada paso parece ser decididamente reaccionario. Como bien dice Pablo, "tenemos un sentido del humor distinto", y cada uno sabrá cuáles son sus bromas musicales preferidas. Haydn es, en ese sentido, uno de los mejores, y mi ejemplo favorito es, haciendo memoria rápidamente, la entrada del fagot en el final del Largo cantabile de la Sinfonía 93. Lo que se dice una boludez, pero que a mí me divierte.

Y, dicho sea de paso, si alguno todavía dudara de la importancia del humor en la música, ahí está "My wife's home town", uno de los puntos más altos del nuevo disco de Dylan (para mí, el más alto, lisa y llanamente), con esas risas escalofriantes y casi tomwaitsescas del final. Y hace tanto que anuncié el comentario de ese disco, que todo parece un (mal) chiste. Pero no, prometo que la próxima entrada será la ya largamente debida a Together through life (risas).

Ahora estoy abocado a ver, leer y escuchar los contenidos de Andrés, la caja también conocida como las Obras incompletas de Calamaro, que me compré esta semana.

En serio. Me la compré.

No es broma.

No se rían.

sábado, 23 de mayo de 2009

il complesso barocco


En su estudio Loveable Freaks. An Anatomic Approach for the Appraisal of the Performing Arts, el célebre neurólogo croata Ivu Pirač le dedica unas pocas líneas a la figura del contratenor Anthony Bates. La historia que en el libro de Pirač ocupa apenas una escueta referencia en una nota a pie de página fue recientemente reconstruida casi en su totalidad por el musicólogo indio Poop Cornh, quien la reprodujo in extenso en el suplemento semanal que un pequeño periódico de Mumbay les dedica a las minorías sexuales. Navegando por diversas páginas de musicología, me encontré de casualidad con la increíble historia de Anthony Bates, lo suficientemente interesante como para que intente una traducción directa del marathi, que reproduzco a continuación.

“Esta es la historia de Anthony Bates, y es una historia triste. Fue uno de esos contratenores capaces de conmover hasta a los melómanos más escépticos, esos que todavía se resisten a la idea de que un tipo cante así de agudo, gritando como una loca [brahma puthra en el original, N. T.]. Inútil explicarles que no es que esos hombres canten como mujeres, sino que ellos son, paradójicamente, los responsables de manifestar del modo más acabado el artificio mismo que gobierna todo ese lenguaje todavía misterioso al que llamamos música. Que los tipos son unos fenómenos, qué duda cabe, en el sentido de bicho raro, de freak, de atracción de feria. Que hay, en la música escrita para esas voces casi sobrenaturales, algo que las demás voces no pueden capturar del todo. Y así como los adictos a ciertos tipos de prácticas sexuales perversas saben bien que es precisamente en esas perversiones en donde es posible descubrir el auténtico placer que se les escapa a los espíritus templados en los tímidos hábitos naturales, así también las voces delicadamente monstruosas de contratenores como Anthony Bates son las que esconden el verdadero secreto de la música, el misterio en su forma más pura.

Claro que, como también saben los adictos, no basta con la perversión; también es necesario el virtuosismo. Y Anthony Bates era un virtuoso. Podía cantar como ninguno, desde las arias más dramáticas de Handel hasta los pasajes de bravura vivaldianos. De los palacios neoclásicos de Gluck a los jardines mágicos de Britten, Bates demostraba que podía ser uno de los principales cantantes de su tiempo. Pero, claro, para llegar a la cima hay que tener ganas de iniciar el ascenso, y Anthony Bates no tuvo ganas. O, si las tuvo, las sacrificó en aras de otros valores que él consideraba más importantes que la fama, que el prestigio, el dinero o la inmortalidad del Parnaso. Anthony Bates descuidó su carrera musical, rechazó invitaciones y contratos suculentos para cantar en los principales teatros del mundo, y decidió quedarse en su Vindobona natal para cuidar a su madre.

Algún despistado todavía se pregunta si los contratenores son aquellos famosos castrati que tuvieron su apogeo en el siglo XVIII. Una y otra vez, es necesario explicarles que no, que la práctica de intervenir quirúrgicamente las gónadas de los jóvenes para interrumpir el proceso de maduración de la voz se dejó de usar hace mucho tiempo y que ya no existen más castrados. Claro que el caso de Anthony Bates les ofrecía a ciertos críticos la posibilidad de descargar sus ironías sobre su figura andrógina, debido al férreo control que su madre ejercía ya no sobre su carrera, sino sobre todos y cada uno de los aspectos de su vida. De allí que esos críticos se refirieran a Anthony Bates como il castrato, y que sugirieran, no sin malicia, que acaso por algún extraño mecanismo psicológico-musical, extraía de la enfermiza relación con su madre la fuerza para identificarse con esos papeles imposibles de las óperas barrocas que podía cantar como nadie.

El caso es que la sombra de su madre realmente interfería con la carrera musical del joven Anthony Bates. Rechazó tantas invitaciones para actuar en el extranjero que eventualmente dejaron de llamarlo, y debió limitarse a cantar alguna que otra cosita en un pequeño teatro de pueblo, cerca de su casa, no muy lejos de su madre, a la que podía cuidar todos los días y todas las noches, incluso esas noches en las que había función y Anthony Bates salía a cantar con una musicalidad conmovedora, algo que, de todos modos, muy pocas personas pudieron apreciar: el público que asistía a esas salas de mala muerte era escaso y no necesariamente educado en los secretos del Barroco y el Clasicismo de las cortes del siglo XVIII.

Por una circunstancia fortuita, pude conocer a un testigo directo de las actuaciones de Anthony Bates. No fue fácil lograr que accediera a contar la historia tal como él la recordaba, pero una dosis adecuada de tequila finalmente me permitió conocer un poco más de este personaje elusivo y ciertamente trágico. ‘Yo tuve la suerte de escucharlo’, recordó el testigo, cuya identidad pidió mantener en secreto, ‘una noche en que un error de alguna secretaria distraída me obligó a pasar más tiempo del estrictamente necesario en las olvidadas calles de Vindobona. Entré en lo que pensé sería una especie de mesón en el que tomar algo que le devolviera algo de vida a mi espíritu, que venía volando más bien bajito. El vaso de ginebra fue reconfortante, pero lo que verdaderamente me transformó fue escuchar la voz de ese pibe flacucho, pálido y ojeroso, cubierto de lentejuelas y cantando un aria de Il Giustino de Vivaldi, acompañado al piano por alguien o por algo, no se podía determinar qué era exactamente lo que se escondía debajo de esa maraña mugrienta de rulos azabache que se desplegaba sobre un teclado incompleto, como la dentadura de unos cuantos parroquianos. La escena era propia de Buñuel, porque a ese piano sólo le faltaban unos caballos muertos para completar la imagen, y porque la decoración del lugar me inspiraban ganas de cortarme los ojos con una gilette.’ [Aquí sigue un pasaje incomprensible, en el que posible identificar algunas palabras sueltas, pero cuyo sentido no queda del todo claro. Parece que en un momento se hace referencia a los mosquitos. N. T.]

Cuando recuperó el conocimiento, continuó el relato donde lo había dejado, todavía ebrio. ‘Pero, ¡cómo cantaba ese pibe!’, gritó. Luego, bajó la voz y se acercó, como confiando un secreto: ‘Cuando terminó el espectáculo me acerqué al escenario. Quería saber más de él, de su vida, de su formación musical, de sus proyectos. Entendí muy rápido que nada de lo que le decía le importaba en lo más mínimo, porque lo único que le preocupaba era volver a su casa para cuidar a su madre. Esa noche lo seguí, sin que me viera. Cancelé mi pasaje de regreso para el día siguiente y me quedé un mes entero en Vindobona, siguiendo subrepticiamente los pasos de Anthony Bates. De a poco me fui ganando su confianza, le hice saber que compartía su idea acerca de la importancia de la familia en la vida de una persona, pero que uno también tenía la necesidad, si no la obligación, de forjarse un camino propio, de independizarse de la voluntad de los padres, no importa cuánto uno los quisiera. A mí me parecía claro que Anthony Bates disfrutaba de un modo extraordinario al cantar, que en esa actividad radicaba la verdadera fuente de su felicidad. Al cabo de unos meses, logré convencerlo para que iniciara terapia, con el objetivo de analizar la relación con su madre, superar ese sentimiento de castración que lo ataba a Vindobona y que le impedía desarrollar todo su potencial en el mundo. Hasta le propuse hacerme cargo yo mismo de los honorarios de los mejores psicólogos, sólo por el placer de que su voz pudiera ser disfrutada por más, por muchos hombres más que los tristes parroquianos de aquel mugriento mesón de Vindobona.’ Hizo una pausa dramática, y se cubrió el rostro con las manos. ‘Nunca me lo voy a perdonar.’

Aquí el relato se volvió más entrecortado y un tanto incongruente, salpicado por sollozos y por el tequila que se escapaba del vaso cada vez que mi testigo gesticulaba con una mezcla de desesperación y remordimiento. Lo que alcancé a entender es que Anthony Bates aceptó la propuesta, y comenzó terapia. Y, al parecer, fue un éxito: cuando los psicólogos le dieron el alta, Anthony Bates había dejado atrás su complejo de castración, pero en el proceso su prodigiosa voz de contratenor se había convertido en la de un mediocre barítono. Quiso iniciar una nueva carrera, pero sólo acumuló fracasos. No más Handel o Vivaldi. Britten estaba decididamente fuera de sus posibilidades. ‘La última vez que lo vi’, me explicó el testigo a cambio de un último tequila, ‘cantaba tangos en el mugriento mesón de Vindobona, cada vez con menos parroquianos y con un piano al que le faltaban tantas teclas que apenas si podía acompañarlo con una línea de bajo desnuda y fría. La madre de Bates murió al poco tiempo, y su hijo la enterró con el vestido de lentejuelas que usaba para cantar el aria de Vivaldi con la que alguna vez me había hipnotizado.’”

sábado, 16 de mayo de 2009

BC / AD

Una amiga me dice que no tiene sentido comparar a Calamaro con Bob Dylan. Yo le digo que, en todo caso, no se trata de una comparación caprichosa, sino que es el propio AC el que ha señalado en más de una oportunidad que el horizonte en el cual le gustaría ver recortada su figura -aun cuando se trate de un horizonte lejano, casi inalcanzable- es precisamente el de BD. Andrés, la nueva caja de seis discos y dos dvd's vendría a ser entonces un intento por ponerse al día con las Bootleg Series de Dylan, un proceso similar de exposición de archivos perdidos, versiones alternativas, canciones inéditas y toda la flora y la fauna que pueblan los jardines privados de los artistas trashumantes.
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Para confirmar la (a)simetría, mayo fue el mes en el que Dylan y Calamaro fueron tapa de la Rolling Stone, en sus respectivas ediciones norteamericana y argentina. Y en la tapa de la edición vernácula, Andrés Calamaro se parece cada vez más a ese Hankdrés Calamaro que imaginaron junto a Rodrigo Fresán para la época en que se editaba esa genialidad que es Honestidad brutal, justo unos años antes de que Dylan escribiera "Honest with me", con esos versos casi calamarescos:

I'm not sorry for nothing I've done
I'm glad I fought... I only wish we'd won.

Otro amigo me dice que no entiende cómo puede existir algo así como un fanatismo por Dylan. Es decir, OK, es un gran artista, un compositor notable, responsable de algunas de las letras y las melodías fundamentales de la música popular del último siglo, pero... ¿de dónde sale eso de dedicarle la vida a la exégesis de las Sagradas Escrituras dylanitas? ¿Elevar a la estatura de mito a un muchacho judío que no era hijo de un zapatero, pero que lleva el apellido de uno, y que murió y resucitó (artísticamente) unas cuantas veces? Y la verdad es que a mí nunca me convenció la militancia religiosa, la necesidad de convertir a los infieles y todo eso. O sea: no voy a hacer ningún tipo de apología de Bob Dylan, aunque sí me animaría a establecer un par de pautas para que tampoco se crea que los conversos somos algo así como fanáticos que siguen ciegamente (y sobre todo sordamente, según los detractores de la voz que carga sobre sí una corona de espinas) a su falso ídolo.

Una es que, como en más de una vez se ha señalado (y es, por otra parte, la razón por la que año a año se menciona el nombre de Dylan como candidato al Nobel de literatura), la fuente de la poética dylanita es prácticamente la totalidad del canon literario occidental. Con la salvedad de que la riqueza no se encuentra únicamente en la habilidad para entretejer citas populares y eruditas, sino, y sobre todo, en la construcción de algo así como una Enciclopedia, en el sentido en el que se habla de Enciclopedia para referirse a los poemas homéricos. En una cultura eminentemente oral como la griega de los siglos VIII-VI AC ("Antes de Cristo", no "Andrés Calamaro"), Ilíada, Odisea y en cierta medida Teogonía de Hesíodo, constituían las bibliotecas vivientes de la Antigüedad. "Vivientes" porque, lejanos aún los días en que la escritura podía oficiar de mecanismo de producción y conservación del conocimiento, esas obras sólo existían en el momento en el que se las cantaba. Y ese, me animo a sugerir, es el antecedente directo del Never Ending Tour.

Y la otra es, una vez más, la Voz. Tantas veces se dijo que Dylan y Calamaro no saben cantar, que ya parece ser hora de reconocerles que las cosas que ellos cantan así tienen que ser cantadas. Que hay, en esas voces, un intento por capturar algo que está un poco más allá de la Belleza. Algo así como "voces platónicas" que buscan la Verdad, de la cual la Belleza puede o no ser un efecto colateral. Todo parece indicar que Dylan está cada vez más cerca de ese ideal que parece haber perseguido desde siempre: llevar en su voz la sangre de la tierra, como canta en una de las canciones más inclasificables de su cada vez más inclasificable Enciclopedia.

Y yo prometí un comentario de Together through life, y todavía no cumplí.

¡Judas!

miércoles, 13 de mayo de 2009

!!!

Hay algo de justicia urbano-poética en el hecho de que Ornette Coleman se presente en una ciudad tramada por diagonales. La gramática del sonido de Coleman es tan singular como el trazado de las calles de La Plata, en las que tantos desprevenidos se perdieron, confundidos por esos números que parecen aludir a un orden infalible, pero que en realidad son la cifra de una ecuación caprichosa y elusiva.

Lo de Ornette Coleman en el Teatro Argentino fue sencillamente deslumbrante. Dicen que lo del Gran Rex fue fabuloso. Es muy probable, y ya circulan los videos pluricelulares en YouTube para intentar lo imposible: capturar algo de esa magia que se produjo allí y entonces. El cuarteto de Coleman sonó en La Plata como si así hubiera sonado la música -toda la música- desde siempre. La referencia a Bach reforzó incluso esa sensación de atemporalidad, y el contrabajista Tony Falanga se llevó una ovación memorable después de su ataque de la Suite para cello N° 1. Al McDowell hzo que todos se preguntaran cómo había hecho para esconder una o dos guitarras en su bajo. Y lo de Denardo Coleman fue, de principio a fin, demoledor. Fue el segundo Coleman más aplaudido de la noche.

Es imposible señalar puntos sobresalientes en un recital tan extraordinariamente parejo, pero el comienzo de "Sleep talking", con su cita a La consagración de la primavera, la mencionada aparición de la Suite de Bach o el conmovedor bis de "Lonely woman", con un Coleman imponiendo su fragilidad en el centro del escenario, tocando de pie por primera vez en la noche, serían, en cualquier caso, los candidatos ideales.

El secreto -dicen- está en el puchero que preparan en Benavídez.

lunes, 11 de mayo de 2009

realismo III


Los viajes largos invitan a la lectura (siempre y cuando no sea uno el conductor del vehículo en cuestión), y la elección de los libros que uno debe llevar en el viaje es una decisión tanto o más importante que la correspondiente al vestuario. La pregunta más acuciante pasa de ser "¿Cuánto frío hara del otro lado?" a esta otra, no menos sujeta a los avatares del clima: "¿Qué leer durante el viaje? ¿Qué leer una vez llegado a destino?" Algunas personas optan por dejarse tentar por el best-seller de moda en el momento de la partida, o de la llegada: leen lo que encuentran a mano. Personalmente, siempre preferí asegurarme de tener en el equipaje los libros adecuados y, llegado el caso, recurrir a la primera campera, bufanda o traje de baño que encuentre. (Y ahora que lo pienso, ¿a qué clase de lugares viajo si necesito esas tres cosas?).

Lo que me preocupa, en mi caso, es que este tipo de decisiones no sólo valen para los viajes extensos, esos que incluyen un paso obligado por un Free Shop (ya sea el glamoroso de los aeropuertos o el más popular de las terminales de Retiro, Mar del Plata o por qué no Constitución... ¿Son o no son "duty free", también y al fin de cuentas, esos impúdicos despliegues de mercaderías dudosas?). Incluso cuando tengo que recurrir al subte, aunque sea por cinco míseras estaciones, me pregunto qué tipo de lectura es la más apropiada para la circunstancia. Por lo general, diarios y revistas son las que mejor se prestan a ese tipo de ámbito, pero a veces un buen libro puede ser más estimulante. Recuerdo que en los viajes diarios a mi trabajo en una disquería, hace ya casi diez años, fui leyendo por entregas el Lord of the Rings de Tolkien. Era un evidente intento por evadirme de la sensación alienante de tener que llegar cada día a marcar la tarjeta de ingreso antes de la hora señalada, pero eso no lo hacía menos efectivo. Confieso que cuando Gandalf cayó al abismo arrastrado por el Balrog, miré incrédulo, casi entre lágrimas, a mis compañeros de vagón. Otro de esos momentos de realismo en la literatura en los que me sentí un pelotudo.

Aún así, sigo creyendo que la posibilidad de enfrascarse en la lectura en medio de condiciones adversas (una suerte de epojé literaria, considerada por muchos como el punto más intenso de sugestión al que se puede llegar mediante la literatura antes de desbarrancarse en el delirio á la Alonso Quijano) es incluso superada por un ejercicio acaso más riesgoso, pero que puede redituar experiencias más intensas. Es decir: el ideal, en este caso, no se trataría tanto de abstraerse del entorno para sumergirse en el universo del libro en cuestión, sino de incorporar ese entorno, de convertirse en el medium, el vórtice que une esos dos universos, el que está encerrado en las páginas del libro y el que se desplaza a una velocidad más o menos vertiginosa en el vehículo que nos contiene, al libro y a nosotros, a condición de que ninguno de esos dos universos pierda su relativa autonomía, por supuesto. De lo contrario, ya saben: los gigantes, los molinos de viento, y todo eso.
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Piensen, por ejemplo, en la siguiente escena.
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Autopista Buenos Aires-La Plata. Un viaje en micro de una hora y media, aproximadamente. Voy leyendo Crash sentado junto a una adolescente completamente atravesada por piercings. Algunos que puedo ver a primera vista, y otros que puedo solamente imaginar, y más cuando es el libro de Ballard el que tengo entre mis manos. ¿Notaron cómo a veces es posible adivinar el tema que están escuchando los pasajeros con iPod cuando llevan el volumen al máximo? Algo así me produjo ese viaje a La Plata, en el que temía, o esperaba, o las dos cosas, que mi lectura de Crash fuera lo suficientemente intensa como para que mi compañera de asiento percibiera los estímulos que Ballard me transmitía por unos auriculares invisibles. Ese viaje, de pronto, adquiere una nueva dimensión. Y la chica de los piercings tiene su iPod a todo volumen...

Imaginen, unos días después, aún con el libro de Ballard (unas páginas más adelante respecto de aquella vez en la ruta). Ahora en el subte, en uno de esos viajes en horarios centrales, rodeado de cuerpos que buscan ensamblarse del modo menos humillante posible en una suerte de Tetris perverso, en tres dimensiones. Probablemente camino a trabajos mucho menos estimulantes que un viaje subterráneo rodeado del sudor de extraños, de respiraciones entrecortadas que se agarran a uno como las garras gaseosas de los zombies victorianos. La imagen más inquietante es la de las mujeres que, con una mueca de dolor, intentan cerrar los oídos para mitigar el espanto del chirrido de los trenes rozándose en los túneles. Bienvenidos a Metro-Centre.
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Acto tercero. Ahora en un colectivo, desde Barracas hacia el Centro. Tranquilo, sentado, leyendo ya los últimos capítulos de mi primer Ballard. Pensando que es muy posible que esta Buenos Aires modelo 2009 no tenga nada que envidiarle a la Londres de Crash. Claro que, en esta oportunidad, pasa tan poco arriba de este colectivo que no puedo concentrarme. Estoy a punto de dejar de leer, hasta que me sobresalta el ruido ominoso de una frenada brusca. El colectivo sufre un espasmo violento y caigo hacia adelante, el libro protegiéndome de un golpe seguro contra el respaldo del asiento de enfrente. Es casi un segundo, pero el sonido de las bocinas, inmediatamente después de las frenadas, me parecen un canto de alabanza, una celebración de la belleza del mundo.
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Todo vuelve a la normalidad.

domingo, 10 de mayo de 2009

Karttunen Network


Dicen que entre el tango finlandés y el argentino hay más afinidades de las que se creen. Ahí están, para demostrarlo, figuras bálticas de la talla de Ommerö Maanssi o Attiliö Stampponen. Pero lo que ayer sucedió en Villa Ocampo no fue precisamente tango, aunque algo de eso hubo...

Anssi Karttunen comenzó su recital para violoncello solo con la Ciaccona de Giuseppe Colombi que, cuenta, inauguró la literatura para su instrumento. La extraordinaria habilidad de Karttunen, eso que lo convierte en, seguramente, uno de los principales cellistas de la actualidad, es su capacidad para convertir la música que interpreta en algo que, a falta de una mejor definición, calificaría de "vivo". La sensación es que su sonido es un organismo que está naciendo en ese preciso instante. Y ahora que lo pienso, esta metáfora más bien pobre tiene la ventaja de sugerir hasta qué punto pueden considerarse "hermanos" compositores tan lejanos como Pablo Ortiz, Kaija Saariaho, Magnus Lindberg y, claro, Johann Sebastian Bach.

Ahí, sin dudas, reside otra de las virtudes de Karttunen: el diseño de los programas. El recital de anoche comenzó con la Ciaccona de Colombi, y continuó con una pieza breve, Etincelles, que Kaija Saariaho escribió para el propio Karttunen el año pasado. Fueron dos miniaturas que, de alguna manera, expusieron en cinco minutos el germen de lo que vendría después. Entre esos dos extremos, Karttunen desplegó una musicalidad fuera de lo común, con puntos culminantes en la segunda parte del recital, en los que interpretó la Suite en re menor de Johann Sebastian Bach y las asombrosas Sept papillons de Kaija Saariaho, compuestas en 2000, apenas la compositora finlandesa concluyó su notable ópera L'amour de loin. Entre una y otra, Nostalgias de Pablo Ortiz fue un intermezzo exquisito. Antes, En cada verso, también de Ortiz, ya había insinuado en la primera parte del programa que la velada tendría su cuota de arrabal sublimado. En Villa Ocampo no podía esperarse menos...

Terminado el recital, entre ovaciones de una euforia genuina y, uno intuye, inesperada -creo que todos los que asistimos sabíamos que escucharíamos algo muy bueno: probablemente no imaginábamos que sería, además, algo tan estimulante- Karttunen arremetió con una improvisación a modo de bis, que poco a poco se fue fundiendo con la Ciaccona que había iniciado todo. La noche había completado su revolución, aunque hubo tiempo para otra alemanda de Bach, como para terminar de demostrar que es alrededor de él que orbitan todos los demás compositores.

Karttunen se presentará el próximo jueves junto a la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Lamento que responsabilidades académicas me marginen del acontecimiento, pero recomiendo fervientemente asisitir para escuchar a este músico extraordinario. El programa incluye el Concierto en Do mayor de Haydn y una par de piezas breves del crédito de Finlandia, Jean Sibelius. Vale la pena.
En la anterior visita de Karttunen, para el espectáculo Transcripción en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (ver la foto de arriba mientras se escucha, una vez más, Nostalgias), un amigo me dijo que estábamos escuchando "a Jimi Hendrix con un violoncello". Puede ser. Lo de anoche, en todo caso, fue una demostración más de la Anssi Karttunen Experience.

viernes, 8 de mayo de 2009

palcos

Los suben al micro temprano.

Hay sonrisas, alguna broma soez, un gesto obsceno y risotadas de esas que obligan a llevarse por lo menos una mano a la barriga, mientras la cabeza se inclina hacia atrás, como si esperara algo del cielo, o quisiera evitar que algo valioso, algo vivo, se pudiera escapar por la boca, la salida bloqueada por el dique hermético de las carcajadas. Y hay música, claro. Mucha música.

Música a todo volumen. La cumbia mestiza del conurbano bonaerense, preferentemente, aunque algún solitario rolinga se haya atrevido a manifestar su descontento. Pero incluso esas pequeñas diferencias resultan insignificantes si todos los que son subidos al micro, a esas horas tempranas de la mañana, se saben llamados a una causa mayor, que los trasciende. Hay miradas cómplices en esos rostros morenos, todavía radiantes porque el sol recién se asoma, y porque todavía falta para que esos cuerpos sean arrojados al lugar previsto para el roce, para el sudor, para celebración de un ritual pagano que puntualmente se renueva, cada vez que su presencia es reclamada por intereses superiores, por estructuras de poder disfrazadas de la voluntad, de la pasión de un pueblo.

Detrás de esos ojos, oscuros como los tatuajes que acentúan los rasgos tribales de los congregados, se agolpan los recuerdos de infancias difíciles, los hermanos todavía con un futuro incierto, a la espera de ser ellos, alguna vez, llamados para subir a un micro como ese, para recibir, después de la tarea cumplida, la recompensa por el acto de presencia, por el sudor y, sí, los huevos. Por resistir con la violencia necesaria el ataque de algún otro grupo de hombres recios, que no escatiman golpes, que gritan consignas con acentos extraños.

El micro escupe su presencia intimidante en el lugar indicado. Los reciben gritos, gestos ambiguos que esconden un dejo de desprecio. Otros rostros, desconocidos, las máscaras de los espíritus y las almas elevadas que, como las de Aristóteles, son, ellas sí, responsables de su propio movimiento.

Esos nuevos rostros los provocan, les hacen saber que ese suelo que pisan no les pertenece. Que son ellos, los autoconvocados, los verdaderos dueños de ese terreno casi mágico, sagrado, que fue repartido en un tiempo lejano, y que ahora poseen por el derecho que les concede su fortuna sin memoria.

Así dicen que pasa cada domingo, pero yo nunca fui a la Bombonera.

martes, 5 de mayo de 2009

"feel a change comin' on"


Este blog está por cumplir un año.

Si les parece una innecesaria e insignificante muestra de autorreferencialidad, esperen a leer lo que sigue.

Hoy cumplo 30.

Acaso por ambas razones -y por otras que, ahora sí, sería un abuso de autorreferencialidad el exponer- habrá algunos cambios menores en el sitio. A eso alude el título de esta entrada, que es además el nombre de una de las mejores canciones del último disco de Bob Dylan, Together through life. (A propósito, ya tengo en mi poder la copia original del cd, legalmente adquirida, que pasaré a comentar en detalle en el transcurso de la semana.)

Verán, entre otras cosas, que el blog profundiza una tendencia de los últimos meses, y se independiza de su programa homónimo en AM 1110 -programa cuya escucha, en cualquier caso, se continúa recomendando desde estas líneas-. Habrá igualmente algunos cambios en la descripción del perfil, pero nada eso es importante. Bah... en rigor, nada de lo que se diga en un blog es tan importante, como bien apunta Diego Fischerman en su entrada inaugural al universo blogger, acontecimiento que se celebra incorporando el link en un lugar privilegiado de los "anónimos y enmascarados" de aquí al lado.

Curioso lo que allí señala Diego, porque, si mal no interpreto sus palabras inaugurales, los blogs -al menos algunos blogs: el de Martín Liut, el de Pablo Gianera, el de él mismo ahora y, en la medida en que se puede, también éste- parecen ocuparse de esas discusiones que quedan por fuera de los espacios que los medios les dedican a discusiones relativas al terreno del arte como campo de batallas culturales. Y digo "curioso" porque todos los bloggers mencionados -¡cómo me gustaría verles las caras cuando vean que se les aplica ese nombre!-, incluído un servidor, escriben/ieron/imos en medios de circulación relativamente masiva. O sea: no seríamos de esos bloggers que hacen oír sus voces en complemento o abierto enfrentamiento con las voces "autorizadas" o legitimadas por los medios, sino que esas mismas voces recurren al blog para canalizar inquietudes relacionadas con su propia práctica, que no pueden ser desarrolladas en sus respectivos espacios "oficiales". Parafraseando a Diego: ninguno de los blogs mencionados hablan de cocina oriental o futbol (bueno, tal vez la lamentable excepción sea éste, pero se entiende lo que quiero decir:) todos abordan la cuestión de la crítica musical o literaria de modos que serían impensables en medios "masivos", en donde se supone que esa discusión ya debería haber sido saldada. Y esto, me animo a sugerir, vale incluso para el de Pablo, enmarcado en el sitio de uno de esos medios: hay una mayor libertad, una idea de work in progress, que sólo es posible en el universo del blog.

En cualquier caso, la existencia misma de esos blogs (y su mayor interés, me parece), pasa por el hecho de que la crítica no es una cuestión saldada, ni mucho menos. Lo cual me lleva entonces a poner entre paréntesis la afirmación respecto de la superficialidad de los blogs. Hace tiempo que el reflejo de la actualidad argentina pasa más por la Revista Barcelona que por los diarios de circulación masiva, por no hablar de la televisión, cuya autorreferencialidad hace parecer mis "confesiones de 30" una verdadera niñería.

Y a veces se necesita un blogger para demostrar las (peligrosas, nada inocentes) niñerías de los medios. Aunque sea un blogger sin computadora, en el medio de África.

Con ustedes, Alfred Sirleaf.

Pasen y lean.