jueves, 30 de julio de 2009

gestos


Miércoles 29 de julio, 19.00 hs. Biblioteca Nacional. Silvia Dabul presenta su cd Parajes junto a Víctor Torres, Graciela Oddone y Susanna Moncayo. Parajes incluye canciones sobre poemas de la propia Silvia, compuestas por Gerardo Gandini, Marcelo Delgado, Julio Viera, Marta Lambertini, Julián Panisello, Juan María Solare, Andrés Giménez Noble y el mismísimo -genial- Víctor Torres. No voy a decir mucho sobre el concierto, apenas registrar una imagen, fugaz pero, a su modo, indeleble. Fue en "Inclinación" de Julio Viera, ya cerca del final del concierto. Supongo que, pasadas la mayoría de las obras, con una respuesta del público sumamente calurosa, lo que podrían haber sido nervios en un comienzo ya se habían convertido en otra cosa. Energía, por ejemplo. O algún tipo de controlada emoción, esa que despliegan los artistas con un pudor ambiguo. Curioso, porque eso mismo decían las palabras que Susanna Moncayo cantaba en ese preciso momento:
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podría olvidar el pudor
las precauciones literarias
y escribir
por una vez
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Y entonces, el momento del que hablaba: Silvia cantó. Yo no sé si se habrá dado cuenta, si esa misma reacción se repitió en cada ensayo, o si fue apenas un impulso, de esos espontáneamente irresistibles (¿o es al revés?). Su voz era casi imperceptible, pero sus labios acompañaban claramente cada palabra, mientras Susanna cantaba:
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sólo esta noche
un lugar
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Y sí, eran sus palabras, pero a la vez uno no puede dejar de pensar en que ese, precisamente, es el sentido en el que debería hablarse, en las canciones, de "acompañamiento".
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Ese mismo miércoles 29 de julio, 20.30 hs. Teatro Avenida. Actúa el ensamble apropiadamente bautizado Les goûts-réunis con María Cristina Kiehr como solista. Somos varios los que llegamos tarde, provenientes de otros parajes. Entro en la segunda parte, cuando el Ensamble ataca la Trio-sonata en Re mayor para flauta dulce, oboe y bajo continuo de Handel. Todos mis reparos contra la música de Handel desaparecieron en los diez minutos que duró la obra. Para cuando María Cristina Kiehr entró para la cantata Tra le fiamme, yo ya era un handeliano converso. Sentado, además, en la primera fila, pude alcanzar a ver las miradas que se dirigían Manfredo Kraemer y Juan Manuel Quintana para mantener la perfecta maquinaria de la cantata en movimiento. También pude ver, al fondo del escenario, durante las arias en las que su instrumento no participaba, al oboísta... cantando. Y todavía faltaba lo mejor, un bis dedicado al joven Handel de Aci, Galatea e Polifemo: OK, es cierto, es una obra napolitana y la voz debe ser lo primero en lo que uno debe reparar, y eso está muy bien. Pero si lo de MCK fue extraordinario, no hay palabras para describir lo que logró el ensamble en esta obra. Además de una musicalidad exquisita -habitual en Kraemer, Quintana & co.- pocas veces escuché a un conjunto sonando de ese modo, como un organismo vivo, latiendo en cada nota. Manfredo Kraemer, incluso cuando no tocaba, acompañaba la respiración de la cantante. Otra vez: yo no sé si esos movimientos son conscientes. Ni siquiera estoy seguro de que uno deba reparar en esas cosas, o que sean una señal de algo relevante. Pero esos mínimos gestos también son, a su modo, elocuentes.
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La música también está ahí.

miércoles, 29 de julio de 2009

la luna, parte 1


De todas las teorías conspirativas que rodean la llegada del hombre a la luna, mi favorita es la que sugiere que la misión Apolo XI fue exitosa, pero no en el sentido en que nos hicieron creer. Es decir, Armstrong, Aldrin y Collins llegaron a la Luna, pero las imágenes que dieron la vuelta al mundo son, sin embargo, una producción hollywoodense filmada en el desierto de Arizona: lo que el gobierno norteamericano oculta no es el fracaso de su misión, sino las verdaderas y escalofriantes imágenes que el Eagle envió a la Tierra la noche del 20 de julio de 1969…

La insaciable imaginación paranoica se atrevió a sugerir que, un poco a la manera del incidente de Roswell y la célebre Área 51 –o Área 52 ya que, puestos a ser verdaderamente paranoicos, deberíamos aceptar, como sostienen algunos, que el Área 51 es apenas una cortina de humo–, los tripulantes del Apolo XI encontraron pruebas irrefutables de vida extraterrestre. Están los que sugieren la percepción de una intangible presencia, la sensación de los astronautas de sentirse observados –acaso se debiera a su escasa familiaridad con las cámaras de televisión–, y los que afirman lisa y llanamente que Armstrong mantuvo una conferencia con los embajadores selenitas, que exigieron que todo el asunto se mantuviera en secreto, puesto que la humanidad aún no estaba preparada, en plena era nuclear, para enfrentar semejante revelación.

La variante soviética del asunto afirma que los norteamericanos no quieren revelar sus contactos con seres extraterrestres puesto que, en tanto esas civilizaciones son mucho más avanzadas que la de la Tierra, todas ellas adoptaron el régimen comunista. En aquellos años, la superioridad de los rusos se manifestaba incluso en el mejor aprovechamiento de la tecnología: mientras los norteamericanos gastaban fortunas en diseñar la lapicera capaz de escribir en el espacio ingrávido, los rusos equipaban a sus cosmonautas con lápices.

Había, desde ya, variantes más disparatadas. Una sugería que los primeros en pisar la superficie lunar fueron los vikingos, pero que no dejaron testimonio de ello. Otros afirmaban que, como en todos los demás ámbitos del conocimiento, el primero que había logrado pisar la luna había sido Leonardo Da Vinci. Finalmente, estaban los que aseguraban que los norteamericanos habían hallado todo tipo de riquezas en la superficie lunar, pero imaginaron que si distribuían imágenes lo suficientemente aburridas, nadie más querría molestarse en viajar a la luna, y ellos podrían usufructuar esos tesoros en soledad. Los jerarcas de Hollywood aceptaron filmar el video apócrifo con la condición de que parte de las riquezas selenitas se utilizaran en la producción de películas de Spielberg, que nadie estaba dispuesto a financiar con dinero terrestre. La idea era enviar después esas películas al espacio, para despistar a los verdaderos dueños de los tesoros. Los extraterrestres jamás sospecharían de los terrícolas, al deducir, después de haber visto esas películas, que en la Tierra no había vida inteligente.

Por mi parte, logré enterarme de la verdad del asunto casi de casualidad. Un amigo había estado en la NASA como resultado de un proyecto de intercambio con la Universidad de Buenos Aires y, apasionado por todo lo que tuviera que ver con las misiones al espacio, se dedicó a visitar todas las instalaciones a las que estaba autorizado a ingresar y a intentar entrar en todas aquellas a las que tenía prohibido siquiera acercarse. En estas últimas, desde luego, no pudo entrar, pero se las ingenió para entrevistarse con personas que lo hacían con regularidad, o que al menos lo habían hecho alguna vez. Mi amigo siempre fue un científico en toda regla y jamás suscribió a ninguna de las teorías conspirativas que ya en ese entonces –eran los trágicos años ’90– circulaban masivamente. Sólo lo movía el genuino interés por conocer los secretos del espacio, a los que había dedicado todos sus años de estudio en la Universidad.

En cualquier caso, en una de sus numerosas entrevistas informales, mi amigo dio con un viejo director de una oficina perdida en los laberintos burocráticos de las agencias gubernamentales norteamericanas que le invitó una copa en un bar de mala muerte en las afueras de Houston. Mi amigo aceptó, un poco a regañadientes. Ya se había entrevistado con verdaderas personalidades del ambiente espacial de los Estados Unidos, y había logrado recabar información muy valiosa y bibliografía de primerísima mano para continuar seriamente sus estudios. Una conversación con un hombre gris como el que ahora lo invitaba a subirse a su auto no podía agregarle nada de verdadero valor. Sin embargo, mi amigo estaba tan contento con los resultados de su viaje que unos tragos de despedida antes del regreso, sobre todo si no iba a ser él el que los pagara, le parecían una propuesta atractiva. Supongo que ignoraba hasta qué punto esa decisión, aparentemente inocente, le habría de cambiar la vida. Un pequeño paso para un hombre, pero un pisotón fulminante para las aspiraciones científicas de la humanidad.

Cuando, a su regreso, me contó los pormenores de su conversación con ese hombre gris, mi amigo ya era otra persona. No se había producido ningún cambio brusco, ninguna modificación alarmante o repentina, pero había algo en su voz, una cierta melancolía, o el eco lejano de una cierta melancolía, que delataba que mi amigo había cambiado de una manera definitiva y, tal vez, fatal. Como si las palabras fueran suyas, pero ya no le importara nada de lo que decían. Después de escucharlo, estuve tentado de insinuar que las grandes cantidades de alcohol que enmarcaban su relato lo volvían escasamente confiable. En primer lugar porque, borracho, el hombre gris podría haber puesto en palabras una alucinación o un delirio. En segundo lugar porque mi propio amigo podría haber escuchado cualquier cosa después de tres o cuatro tequilas. Finalmente no dije nada. Creo que asentí en silencio y pedí un trago más para los dos. Acompañé la mirada de mi amigo, que se había detenido en una pelirroja que se inclinaba sobre la barra para pedirle algo al oído al barman. Sonreí al pensar que la misma frase, con sentidos diversos, cruzaba en ese instante por nuestras cabezas. Una mujer de otro planeta, nuestros ojos fuera de órbita.

Supongo que sentí una fuerza invisible que me atraía hacia ella. Me levanté con cierta gravedad y empecé a caminar hacia la pelirroja como un asteroide en curso de colisión. Sabía que me esperaba un choque duro al final del recorrido, pero no podía evitarlo. Ya estaba caminando hacia ella, y mientras me acercaba repasaba en mi mente el relato que mi amigo me había hecho un rato antes. Pensé en las curvas de la pelirroja, en la música de las esferas. El verdadero secreto oculto del otro lado de la luna…

martes, 21 de julio de 2009

Ítaca revisited


Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Poseidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.

Ítaca ya fue, alguna vez, tema de comentario en este blog. En esa ocasión, no mencioné a Kavafis, que algo sabía decir al respecto, como lo prueban esos primeros versos de su poema. Sí mencioné, entonces, la ópera de Monteverdi que en estos días se presenta en el Teatro Avenida. Son dos visiones muy diversas de una misma ciudad, de un mismo destino, entendido este último como el punto de llegada de un extenso viaje, no necesariamente determinado de antemano.
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El Ulises de Monteverdi no es en absoluto el mismo que partió a la guerra con Troya. Ese Ulises, el de las muchas mañas, el ideólogo de todo el asunto del caballo, el guerrero inescrupuloso, el Don Nadie que supo engañar a Polifemo, asoma fugazmente en el baño de sangre del final del segundo acto. Pero es apenas una ráfaga, el último destello de una furia demasiado antigua y, al decir verdad, agotada. El tercer acto es una alabanza a la fidelidad conyugal, una escena conmovedoramente doméstica, muy alejada de los tonos heroicos del primer acto, de las discusiones de los dioses y sus pactos demasiado humanos.
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Es rara la ópera de Monteverdi. A diferencia del Orfeo, cuyos personajes son relativamente unidimensionales –su profundidad, en todo caso, está dada por la perfección con la explotan una única gama de expresiones–, los personajes del Il ritorno d’Ulisse in patria tienen varios rostros. De todos ellos, Telémaco probablemente sea el que más se parece a los anteriores personajes de Monteverdi, los de la corte de Mantua. Ulises, Penélope y hasta los mismos pretendientes son, en ese sentido, más “venecianos”. El manejo de la tensión dramática, por caso, es ejemplar. Uno a uno, los nudos se van desatando (algunos más violentamente que otros), hasta que finalmente queda, como único lazo, el que une a los dos protagonistas, que terminan cantando al unísono.
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Pero Ulises y Penélope no se parecen a otros matrimonios. Leonora y Florestán, otra célebre pareja operística de cónyuges fieles, no pasan del trazo grueso, a pesar de la extraordinaria música de Beethoven. Con igual falta de sutileza, Jude the obscure de Thomas Hardy es poco más que un panfleto incendiario contra la institución matrimonial. El Ulises que, disfrazado, escruta los designios de los pretendientes y las respuestas de su esposa se parece bastante al Wakefield de Nathaniel Hawthorne. Y en el tercer acto, la desconfianza de Penélope acerca de la identidad de su marido se parece mucho a la de Laurel Sommersby en la película de Jon Amiel con Jodie Foster y Richard Gere. Como Sommersby, como Mambrú, Ulises también se fue a la guerra y cuando volvió ya no era el mismo.
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Un último comentario respecto de la versión del Ulisse que se puede ver por estos días en Buenos Aires. Lo de Víctor Torres es, como podía imaginarse, extraordinario. Lo mismo vale para el Telémaco de Franco Fagioli. Evelyn Ramírez, como Penélope, sorprende por la profundidad que logra transmitirle a su personaje. Pero hablar sólo de las voces sería injusto para una orquesta de lujo, con Manfredo Kraemer a la cabeza y dirigida por Juan Manuel Quintana con una riqueza expresiva deslumbrante. Es difícil imaginar mejores intérpretes para esta ópera. Y si parecen demasiados elogios, créanme que son pocos. Es la primera vez que esta ópera se presenta en Buenos Aires, y teniendo en cuenta que no se cumple ningún aniversario (de su autor o de su estreno), la propuesta es doblemente elogiosa en una ciudad que, de un tiempo a esta parte, fue perdiendo gran parte de su potencial creativo. Ya saben, el Colón sigue cerrado, pero tenemos jefe de policía.
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Y hablando de policía, yo sé de algunos que, si escucharan esta versión de la sinfonia de Il retorno d’Ulisse in patria por Il Giardino Armonico, no dudarían en pedir prisión preventiva para Giovanni Antonini y su banda milanesa.
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"Señor Montonero Antonini, RENUNCIE!"

miércoles, 15 de julio de 2009

el mensaje de las urnas

“Hay que escuchar el mensaje de las urnas” dicen quienes ayer anunciaban un inminente fraude o un voto cautivo del endémico clientelismo oficial. Y el gobierno, tal parece, tiene un déficit de interpretación. ¿Qué debe hacer la presidenta para demostrar que entendió ese mensaje que consagró ganador en Buenos Aires a Francisco de Narváez? ¿Privatizar todo, como dijo el candidato el martes? ¿O estatizar todo, como dijo el miércoles? ¿Devaluar, como piden las cámaras industriales? ¿O seguir el modelo exitoso de la Ciudad y abrir tintorerías y prostíbulos, como pregona el Jefe de Gobierno porteño? Acaso, si el gobierno insiste en su sordera, sea necesaria otra jornada gloriosa como la de la 125, con la gente saliendo a la calle con las cacerolas y las pancartas de “yo estoy con la devaluación”, “Cristina, congelá los salarios o andate” o “¿Qué me importa a mí Honduras?”
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Todavía se pueden ver en las calles de la ciudad los afiches de Unión Pro, esos que sólo muestran una flechita que apunta a la derecha. Ese parece ser el inequívoco mensaje de las urnas. Lo notable de una campaña en la que prácticamente ningún candidato esbozó una idea o un programa (con la excepción de la propuesta de Narvaéz de elevar la expectativa de vida de los argentinos, algo que ya se habría logrado si lo hubiesen dejado a Adolfo Rodríguez Sáa plantar sus 100.000 árboles) es que después de las elecciones el ganador puede reclamar libertad de acción. O al menos, la libre interpretación del mensaje de las urnas. Así, el “clima destituyente” de 2008 se transforma, en 2009, en “hermenéutica destituyente”, como en el caso de los recientes cambios en el gabinete. Se le reprocha al gobierno que se trata de cambios cosméticos. Todo es “más de lo mismo”: hay Fernández por todos lados. La lógica detrás de esa crítica es irreprochable: cualquier cambio de gabinete es realizado por la misma persona, por lo tanto, es más de lo mismo. Se fue el Ministro de Economía, pero sigue el Secretario de Comercio. Mañana se va el Secretario de Comercio, pero sigue el Ministro de Planificación. Pasado mañana se irá el Ministro de Planificación, pero todo sigue igual, porque sigue la misma presidenta...
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Y el mensaje de las urnas, tal parece, pide cambios. Se eligió a un candidato que es dueño de canales de televisión, una señal inequívoca de que se espera un urgente tratamiento en el Congreso de la Ley de Radiodifusión. Se piden cambios de fondo en el Poder Ejecutivo. Acaso haya sonado la hora de la despedida para el vicepresidente.

sábado, 11 de julio de 2009

prepárense


Acabo de terminar Piazzolla. El mal entendido, el libro de Diego Fischerman y Abel Gilbert que Edhasa distribuye por estos días. Iba a dejar este comentario en el blog de Diego, pero como sé que él pasa cada tanto por acá, prefiero dejar anotadas algunas primeras impresiones, para que funcionen, a la vez, como urgente y calurosa recomendación de lectura.

Ante todo, una aclaración, y es mi más que tangencial relación con la figura de Ástor Piazzolla, alguien de quien escuché poco –pocas obras, que nunca me despertaron mucho entusiasmo–, y a la vez mucho –infinitas opiniones, lecturas, menciones, entrevistas, críticas–, todo lo cual cristalizó en una figura que dejaba bastante que desear, en términos musicales y humanos. Esa imagen musical se empezó a modificar en conversaciones con Diego: aprendí a escuchar esas grabaciones con otra atención –la humana, en todo caso, no se modificó demasiado–. La lectura del libro, en cualquier caso, pone cualquier tipo de consideración previa en perspectiva, y abre nuevos horizontes para abordar cuestiones musicales, bastante más allá del mero "acontecimiento Piazzolla". Me explico.

Hace algunos años, me tocó reseñar el libro Federico II. Ragione e fortuna de la medievalista italiana Mariateresa Fumagalli. Lo que allí sorprendía era, además de la brillante escritura de Fumagalli, el tipo de libro que era Federico II: la vida y la obra del personaje como nudo en el que convergen los diversos hilos que conforman el entramado de una época, en aquel caso, el siglo XII europeo. Al finalizar la lectura no estaba del todo claro si la comprensión de la época había iluminado la comprensión del personaje, o si el caso era precisamente el inverso. Toda biografía conlleva el primer riesgo de superar el límite convencional de la cronología, y el segundo, más grave, de recortar una figura sobre un fondo. En ese caso, la historia personal del biografiado corre el riesgo de convertirse en un mero producto determinado por el entorno, o bien el de convertir ese entorno en un simple telón de fondo, más o menos pintoresco, sobre el cual se despliega la acción individual. Y Piazzolla... sortea ambos peligros con maestría. Y, hasta podría decirse, con elegancia.

Lo dicho: acabo de terminar el libro, de modo que no sé si me animo tan pronto a elaborar una crítica completa, pero sí a señalar algunas cuestiones puntuales que pueden dar una idea de el tipo de mirada –“mirada” aquí quiere decir también “lectura” y “escucha”– que los autores despliegan a lo largo de contundentes cuatrocientas páginas. Piazzolla y Perón, por ejemplo. Hay capítulos que se dedican, especialmente, a reconstruir esa etapa por lo menos ambigua de Piazzolla en los años que van del ’45 al ’55. Están al comienzo del libro, pero es inevitable sentir su presencia fantasmal ya en las páginas finales, cuando Piazzolla y Perón ya son otros, unas décadas más tarde. Los autores no lo explicitan, pero es inevitable trazar un cierto tipo de correspondencia entre esas dos figuras patriarcales, cuyo nombre era invocado por una juventud en estado de ebullición, en términos políticos y musicales. Piazzolla llega a llamar “imberbes” a los músicos de su sexteto, pero es aún más interesante su ambigüedad a la hora de valorar a los músicos de rock que lo reclaman como inspiración cuando él ya se encuentra, claramente, en otro lado. Puede reconocerlos como interlocutores o simplemente ningunearlos: lo que se juega en cada caso es la palabra de Piazzolla para diseñar su propio derrotero. Cuando Abel y Diego escriben “el bandoneonista avalaba para diseñar genealogías y alianzas” es difícil no evocar la similar estrategia discursiva de Perón, tal como se la analiza en otro libro, tan distinto y a la vez no tanto a este Piazzolla..., como el Perón. Reflejos de una vida de Horacio González. Perón, el mal entendido. Piazzolla, reflejos de una vida.

Creo que ese es el rasgo más valioso de Piazzolla. El mal entendido: su capacidad de proponer una mirada poco habitual –por la profundidad, por la sutil ironía de algunas observaciones, por la amplitud de su espectro– para el ámbito cultural de aquí y ahora. En ese sentido, eso es lo que más me afectó de su lectura, lo que les agradezco a sus autores: la invitación a escuchar.

Por mi parte, lo que puedo hacer es invitarlos a leerlo. Así que ya saben: visiten su librería amiga, pregunten por el libro, siéntense tranquilos a recorrer sus páginas.

Y prepárense.

sábado, 4 de julio de 2009

Cassandra


El problema de Cassandra era que tenía razón. Nos quedó su imagen despeinada, de mujer fuera de sí que, en una de las versiones del mito, recibe del mismísimo Apolo el don de conocer el futuro pero, al mismo tiempo, la maldición de que nadie le creyera. "Ese caballo porta en su vientre a nuestros enemigos", dijo. El único que le creyó fue Laocoonte y así terminó, devorado, él y sus hijos, por dos enormes serpientes. Al día siguiente, Troya era destruída, y Cassandra tomada por Agamenón como su esclava. "Yo te avisé / y vos no me escuchaste", tarareaba Cassandra en la nave que la llevaba a Grecia para morir allí, en tierra extraña, lejos de su patria.

Y cuenta Platón en su Fedro -probablemente uno de los textos más perfectos que nos llegó de la Antigüedad, por su profundidad pero, sobre todo, por lo exquisito de su escritura- que en una época se pusieron de moda las interpretaciones racionales de los mitos. Justamente él, Platón, uno de los padres fundantes de la razón occidental, se queja de aquellos que le quieren restar al mito toda su fuerza evocativa. No; los mitos son lo que son y dicen lo que dicen del único modo en que pueden decirlo. Será Aristóteles, años más tarde, el que le reproche a su maestro haber hablado demasiado poéticamente. En cualquier caso, nadie puede negar la fortaleza de ciertos mitos, su perdurabilidad aún en culturas tan distantes, su capacidad de operar incluso allí donde ya nadie los recuerda.

Cassandra, entonces. La distancia que separa la verdad de la persuasión. Cassandra decía la verdad, pero no convencía a nadie. Como en la versión infantil de Juanito y el Lobo, la crítica tradicional enseña a matar al mensajero. Juanito es el culpable por mentiroso y Cassandra algo habrá hecho para que nadie le crea. Lo que se suele obviar en ese tipo de interpretaciones tranquilizadoras, que colocan la responsabilidad en un individuo para barrer debajo de la alfombra las responsabilidades colectivas, es que el lobo no se comió a Juanito, sino a todas las ovejas del pueblo. Y que, con todo lo trágico que haya podido resultar el destino de Cassandra, Troya entera fue la que se hundió entre las llamas. Como si fuésemos capaces de tolerar el Apocalipsis si nos aseguramos de contar con alguien a quien hacer responsable del desastre.

Pensaba en estas cosas ahora que una proto-paranoia recorre la Argentina, cortesía del virus de la gripe A. Porque, claro, en los últimos años se desgastó de tal modo la autoridad presidencial que en momentos en los que es necesario un liderazgo fuerte, el pánico lo invade todo, los dioses nos castigan por la hýbris de nuestros representantes. Sálvese quien pueda y a otra cosa, yo no les creo nada, si dicen que se murieron cincuenta es porque se murieron cincuenta mil, y ahora dicen que Moreno es el encargado de recorrer los hospitales con una escopeta amenazando de muerte al que se le ocurra morirse de gripe, para mantener las estadísticas en un nivel razonable.

Y seguramente tendrá el gobierno su cuota de responsabilidad, pero la oposición que se proclama tan republicana debería reconocer que, de un año a esta parte, estuvo jugando con fuego. Que atacar salvajemente a un gobierno democrático no significa simplemente desgastar a una persona o una pareja. Porque lo que abrieron las últimas elecciones se parece más a la Caja de Pandora que al Caballo de Troya. Lo que alguna vez fue el pánico económico es ahora el pánico sanitario, y otra vez la figura fantasmal de Duhalde aparece en el horizonte como el sacerdote encargado de los sacrificios necesarios para aplacar a los dioses.

A mí todo esto me suena más al Aprendiz de Brujo, qué quieren que les diga.

miércoles, 1 de julio de 2009

la verdadera música que le gusta a la gente


El título de esta entrada le rinde homenaje a un reciente best-seller del periodismo deportivo. Y no porque pretenda aplicar una metáfora de corte futbolero a la crítica musical (aunque algo de eso supongo que habrá, también), sino porque algunas reflexiones en blogs ajenos me invitaron a re-elaborar algunas opiniones previas vertidas aquí. Más exactamente, aquello del crítico que hace pogo, un aforismo desafortunado.

Pero primero el fútbol.

Hace poco volví a un estadio para asistir a un espectáculo deportivo, después de mucho, mucho tiempo. Curiosamente, en los últimos diez años mis visitas a las canchas fueron por motivos musicales (hacer pogo, entre otras cosas) y no para disfrutar de un partido. Y la verdad es que no sé si disfruté de un partido esta última vez... Argentina-Colombia fue más sufrimiento que goce, aunque tuvo también unos pocos momentos de magia. El tema es que tantos años de asistir a conciertos, óperas y recitales, alejado del verde césped y el ambiente futbolero, dejaron su huella. Por ejemplo, cuando Johann Sebastian Verón bajó una pelota imposible con un gesto técnico exquisito y el estadio entero se puso de pie para aplaudir; y yo grité, totalmente alienado y mientras me sumaba a los aplausos de la platea San Martín, un estentóreo "¡Bravo!". Y, claro, me sentí un pelotudo. ¿Quién grita "bravo" en la cancha? Obviamente, un tipo que no está demasiado acostumbrado a lo que los medios llaman "el folklore del futbol". Y, ya que estamos, me pregunto a qué clase de equipos habría que gritarles ahora aquello de "¡Al Colón!"... (Independiente es el candidato ideal: el Orgullo Nacional de pasado glorioso y presente lamentable, que hoy ni siquiera puede jugar de local y alquila canchas que en tiempos pretéritos le habrían quedado chicas pero que hoy le quedan demasiado grandes. Pero bueno: al menos Independiente no mandó a sus jugadores a atender al público en los hospitales de Avellaneda. "Doctor, tengo el paladar negro"...)

En cualquier caso, imaginé la situación inversa, la del público que en la sala de conciertos desconoce el "folklore de la sala de conciertos" y aplaude entre los movimientos de una sinfonía. Como todo el mundo sabe, el público entendido prefiere ofrecerle a los artistas, mientras pasan del allegro al adagio, una salva de flemas y estornudos, en lugar de aplausos, que evidentemente son de mal gusto. Así, los defensores de las buenas costumbres contrarrestan la espontánea manifestación del público dilettante con chistidos defensores de lo sagrado del arte. Un verdadero andante con moco.

Y, OK, se entiende que la prescripción de no aplaudir entre los movimientos busca no alterar la atmósfera de la obra, la concentración del artista y del público, la no tan descabellada idea de esperar a que verdaderamente termine la obra para manifestar las emociones, y todo eso. Pero no veo por qué un aplauso debería ser más disruptivo que el catarro. Y eso ni siquiera es lo peor, sino que, mediante la represión de la explosión genuina que a veces puede significar un aplauso a destiempo, se condiciona el aplauso final, que muchas veces parece más una señal pavloviana para levantarse e ir a buscar el abrigo al guardarropa que un saludo a los artistas.

Y hace poco lo escuché a Horacio Pagani afirmando que las entrevistas no tienen sentido. Que preguntarle algo a un futbolista es una pérdida de tiempo, porque sólo dirá alguna que otra frase de ocasión ("es un partido duro", "tenemos que dejar todo", "ellos tienen un gran equipo"), una excusa para rellenar un espacio sin tener que pensar demasiado. Un amigo, que en esto sigue involuntariamente a Pagani, opina algo similar respecto de los artistas. Que es mucho más interesante el esfuerzo de decir algo, aunque sea algo equivocado, descabellado o fuera de lugar, que simplemente presionar rec, play, copy & paste. Otros, en cambio, que confunden meterse entre el público con meterse con el público, se lanzan a pontificar. Son los que esperan algún tipo de reconocimiento, la célebre estatua al crítico que, según Sibelius, no puede encontrarse en ninguna parte. Lo dicho, pues: no se trata de censurar los prejuicios ajenos, sino de exponer los propios...

... Pero ahora advierto que acabo de romper mi propia regla, porque, al defender al público que aplaude no hice sino criticar al público que carraspea. Supongo que será la pandemia de paranoia que parece afectar sobre todo a la clase media y que nos hace tener miedo, mucho miedo, cuando alguien tose. Dicen que ahora los terroristas pueden subir a los aviones con sus bombas, siempre y cuando no estornuden, aunque cada vez son menos los fundamentalistas dispuestos a tirar abajo un artefacto que para venirse abajo se las arregla muy bien solo. "Bienvenidos a Newton Airlines, soy el Capitán Ballard, gracias por volar con nosotros".

Y ahora entiendo por qué la gente aplaude cuando el avión aterriza, pero nunca antes, nunca durante el movimiento.

Propongo que, antes de cada función, los acomodadores muevan los brazos hacia delante y hacia los costados, y señalen dónde están las salidas de emergencia en caso de que el concierto no sea todo lo bueno que esperábamos y se precipite al vacío. Y entonces sí, el crítico que finalmente descubre que al dia siguiente podrá publicar la crónica del concierto en la página de policiales (su más profundo y secreto deseo), las máscaras de oxígeno que caen sobre la platea, el público que aplaude, aplaude, no deja de aplaudir.