viernes, 23 de octubre de 2009

hablemos de langostas


En la Marktkirche de Hannover, el Bachchor y la Bachorchester locales acaban de interpretar Israel en Egipto de Georg Friedrich Händel. Confieso que mi conversión al credo handeliano es más bien reciente -durante años desprecié su "ultraprofesionalismo" con la misma furia adolescente con la que se desprecia a esas bandas diseñadas por empresarios y se venera, en cambio, la autenticidad del rockstar desafinado, puteador y rebelde-. Mi predisposición hacia el bueno de Jorge Federico comenzó a cambiar después de escuchar a Manfredo Kraemer, Juan Manuel Quintana, Mará Cristina Kiehr et al. interpretando unos pasajes de sus oratorios tempranos. Tenían razón los amigos que me recomendaban escuchar con atención a Händel para no dejar pasar la oportunidad de disfrutar de algo verdaderamente especial.

Y sí, no hay vuelta que darle: Händel era verdaderamente grande, y ahí está la segunda parte de Israel en Egipto, por ejemplo, para demostrarlo. Está también todo el resto de la obra, para demostrar que el componente "ultraprofesional" también está presente, y puede ser igualmente rutinario.

Quiero decir: que el lamento del pueblo de Israel y la enumeración de las plagas en Egipto son deslumbrantes desde todo punto de vista -la descripción del descenso de las tinieblas es particularmente sobrecogedora-, pero todo lo demás, a excepción de algunos coros y del aria para alto -y parte del mérito es, en este caso, del contratenor Franz Vitzthum-, parece música escrita en piloto automático. Que, de acuerdo, es el piloto automático de Händel y no el de Afo Verde, pero es automático al fin. Aunque bien podría tratarse de algún resabio de aquellos prejuicios de juventud y el pobre Händel no tenga la culpa.

O tal vez sea hora de sugerir un verdadero historicismo en las interpretaciones con instrumentos de época y aplicarle al propio Händel su propio procedimiento de cut & paste y reciclaje. Algo así hizo hace poco el sello Virgin con su reciente Un'opera immaginaria, creada a partir de arias, coros y dúos de varias óperas de Händel, respetando una suerte de progresión dramática -y con el atractivo extra de contar con voces como las de Philippe Jaroussky, Joyce DiDonato, Natalie Dessay e Ian Bostridge-, a modo de original celebración del aniversario handeliano. ¿Por qué, entonces, no inventar un mini-oratorio de Händel que consista únicamente en la segunda parte de Israel en Egipto, para sumarse a las celebraciones, efemérides y onomásticos?

Ahí viene la plaga, se puede llamar.

venecia sin quién


Un miércoles, a las siete de la mañana, la Piazza San Marco está vacía. Amanece, y la sensación es la de estar presenciando un ensayo secreto. Como si la playa, en silencio, se estuviera concentrando antes de la llegada del público para la misma función de todos los días.

Una amiga me dice que Venecia le parece un enorme museo, constantemente plagado de gente apurada, de retazos de todas las lenguas posibles. Que hay que adivinarla detrás de la marea de turistas. (Mi amiga dice que Venecia la exaspera con su permanente ilusión de movimiento. Que los rostros parecen cambiar cada segundo, pero todos siguen el mismo recorrido, y hasta las góndolas trazan senderos imaginarios sobre un agua que parece muerta. Círculos perfectos y concéntricos. Un cementerio marino.)

En unos minutos, la plaza va a estar colmada de gente y yo voy a entender lo que quiere decir mi amiga: no hay lugar para lo sagrado, para el misterio, si todo el mundo camina sobre las aguas. La ilusión se completa unas horas más tarde, al caer la noche, cuando se encienden las luces de la playa pero San Marco permanece a oscuras. La commedia è finita, cae el telón y los actores descansan hasta la función del día siguiente. Apenas van a quedar un par de rezagados, alguna mujer que busca a su hijo y que yo juro -y quiero decir: lo juro; no es licencia poética o un guiño a las resonancias literarias de la ciudad- que escucho llamarlo "Tadzio".

Pero ahora, a las siete de la mañana, la ciudad está vacía, y todavía falta un poco para que comience el ritual que mi amiga imagina eterno como el recorrido de los condenados en un infierno de agua.

O acaso sea al revés y seamos nosotros los que desfilamos, inconscientes, para que la ciudad nos vea cuando no nos damos cuenta. Y, de acuerdo, ya es un lugar común lo del observador observado y todo eso, pero es que Venecia misma se convirtió en un lugar común. Un poco a la manera de esas estrellas del entretenimiento de las que se dice que "en la vida real" son tal o cual cosa -como si hubiera algo de real en las vidas de esas personas o, a la inversa, no fuera real, a su modo, el espectáculo-, Venecia puede ser la ciudad exasperante que vio mi amiga durante el día, o puede ser la ciudad serenísima que vi a las siete de la mañana, antes de que el día comenzara.

No se quién de los dos vio la ciudad verdadera.

miércoles, 14 de octubre de 2009

rachas


Hasta hace muy poco, el último tenista argentino en ganar el US Open era Gabriela Sabatini, en 1990.

Cuando me fui de la Argentina, hace poco más de un mes, Independiente no le ganaba a River por partios oficiales desde el 20 de septiembre de 1998.

Antes, en los primeros años del retorno de la democracia, habían comenzado a circular proyectos para una nueva Ley de Servicios Audiovisuales que reemplazara la entonces vigente, promulgada en plena dictadura y luego "perfeccionada" en los '90. (A propósito, es curioso cómo algunos legisladores se quejan de que "no hubo tiempo" para discutir la ley, un poco a la manera de esos chicos traviesos que le dicen a la "seño" que el perro se comió la tarea... O tal vez los diputados y senadores hayan querido dejar constancia de su conocimiento de las enseñanzas de Séneca, la brevedad de la vida y todo eso. ¿Qué son 26 años en la larga marcha de la Humanidad? Un suspiro, un viento idiota. So much to do, and so little time, como decía el Guasón en la primera Batman de Tim Burton...)

Como sea, en este mes que llevo en Italia, Juan Martín del Potro ganó el US Open, Independiente goleó a River en el Monumental y se votó la nueva Ley de Servicios Audiovisuales.

No me digan que ahora van a abrir el Colón...

martes, 6 de octubre de 2009

dialogus in musica


En 1981, la editorial italiana Laterza publicó un diálogo entre Luciano Berio y Rossana Dalmonte con el título de Intervista sulla musica. Fue reeditado en 2007, cuatro años después de la muerte del compositor, y, que yo sepa, no tiene edición castellana -aunque sí brasilera-. A menos que haya sido editada con el título de Musical obsesión, por cuestiones de marketing, un poco a la manera de las películas norteamericanas (para las cuales las palabras “obsesión”, “tentación” y sus derivados parecen ser de mención obligatoria) o de los propios libros sobre música que, como todo el mundo sabe, nadie en su sano juicio compraría si no fuera por los sagaces operadores de las casas editoriales, que saben que lo importante es un título atractivo y que todo el resto es ruido.

Como sea, la lectura del librito en cuestión depara unos cuantos placeres. En parte, gracias a una serie de extraordinarias boutades de Berio, que después de contar su fascinación juvenil con La bohème, lanza un categórico: “comparado con Puccini, Mascagni era un troglodita”. O que, casi al pasar, puede calificar de “insensatos musicales” a Morton Feldman y Steve Reich: “uno escribe todo pianissimo, el otro produce gags (...) con escuálidos patterns sonoros que poco a poco se van desfasando”. Por no hablar del pobre Hanns Eisler, cuyo nombre, cada vez que aparece en la conversación, viene seguido de una serie de epítetos a cual más violento.

Pero, por fuera de estos arrebatos, interesantes más como chismes que como observaciones rigurosas, hay algunos párrafos más densos conceptualmente, que invitan a pensar con cierto detenimiento algunas cuestiones. Uno de ellos, por caso, es el que hace referencia a la proliferación de discursos musicales y a la escasa comunicación entre los compositores. Un tópico, dicho sea de paso, que una y otra vez aparece en conversaciones con músicos argentinos. Dice Berio:

Junto al entusiasmo por un mundo musical pluralista, múltiple y centrífugo (...) falta la aceptación del hecho elemental de que también los lenguajes musicales se transmiten, y falta la visión utópica de un lenguaje común que le permita a la música y a los músicos hablar y ser hablados universalmente. Sin este ideal, secretamente implícito y acaso irrealizable, la música no se mueve, pierde una de sus razones dialécticas (...) Es útil buscar las cosas que sabemos que no podremos encontrar.

domingo, 4 de octubre de 2009

las vacas de Wisconsin van al matadero


Un par de programas atrás, en ensayo de día, comentamos con Pablo Gianera algunas de las hipótesis –deliberadamente polémicas, las más de las veces– que Alessandro Baricco lanzaba en su libro El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin. Amén del capítulo dedicado específicamente a la Nueva Música (así, con mayúsculas), que es una lisa y llana provocación –en el mejor sentido de la palabra–, el pasaje que más reparos le generaba a Pablo era el del final, en el que se concluía que la espectacularidad era el futuro de la música que quisiera seguir siendo nueva.

En efecto, es una hipótesis discutible pero, a la vez, digna de ser considerada. Por lo pronto, por el sentido que se le da a la noción de espectacularidad, que no es sino una nueva forma de decir lo que ya se dice hasta el hartazgo de la época actual: la imagen como medida de todas las cosas. En eso, Baricco es etimológicamente riguroso, y su espectacularidad exige ser así entendida. En cualquier caso, las raíces de una estética eminentemente visual se hunden por lo menos hasta la Enéada VI de Plotino y su definición inicial: “Lo bello reside principalmente en la vista”.

Lo interesante del caso son los ejemplos que Baricco propone como puntos de partida de esa nueva tradición de lo espectacular que definiría el curso de la Nueva Música a partir del siglo XX. Uno es, previsiblemente, el modelo de Puccini, especialmente en su inconclusa Turandot –a la que, dicho sea de paso, Luciano Berio se encargó de escribirle un nuevo final para reemplazar la demasiado respetuosa solución de Franco Alfano–. El otro modelo es el de un exacto coetáneo de Puccini, aunque de vida, tradición y proyecto estético muy diversos: Gustav Mahler.

Para el caso de Mahler, Baricco acuña el concepto de “inmigración clandestina”: elementos que el compositor deja filtrar en el tejido musical –cantilenas triviales, danzas populares, rondas infantiles, fanfarrias– para después describir el proceso mediante el cual esos elementos incorporados desde fuera reaccionan en el ambiente esterilizado del laboratorio de la música culta, corrompiéndolo. Para Baricco,

...la reflexión crítica a menudo prefiere negar este procedimiento: temiendo expulsar a Mahler más allá de los tranquilizantes confines de la tradición culta, prefieren atribuirle la capacidad de rescatar cualquier material de su propia imperfección y elevarlo a la órbita de una superior inspiración musical y moral. Semejante postura (...) se resiste a percibir los más fascinantes pasajes mahlerianos: aquellos en los que este proceso alcanza su radical y clamoroso cumplimiento. Aquellos que dejan atrás las huellas de la tradición y se internan en la modernidad.

Me pregunto cuánto de lo que dice Baricco no puede hacerse extensivo a una obra como la de Mauricio Kagel, por ejemplo. O cuánto de aquella “inmigración clandestina” hay en el “contrabando hormiga” del que alguna vez hablaron Martín Liut y Marcelo Delgado para definir la música del autor de El matadero. Un comentario. En cualquier caso, me parece acertada la propuesta de evitar caer en la tentación de afirmar que lo que hacen los compositores es “rescatar” materiales populares para transfigurarlos, a la manera de Pigmalión o a la de Madonna, que adopta niños africanos para insertarlos en la Civilización Occidental.

Personalmente, ahora que volvió la moda de los vampiros, la metáfora de Nosferatu me parece más apropiada: es el cuerpo antiquísimo del venerable Conde el que adquiere nueva vida gracias a las regulares transfusiones de sangre caliente extraída del cuello de impuras jovencitas.

La sangre muerta sólo sirve para hacer morcillas.

viernes, 2 de octubre de 2009

I read the news today, oh boy


Informan las agencias de noticias que murió Lucy O'Donnell. Ama de casa, vivía en el sur de Inglaterra y, hace 43 años, era la compañerita de colegio de Julian Lennon, que la dibujó en el cielo con diamantes. Los diarios no pensaron mucho a la hora de titular la noticia. De hecho, recurrieron a los archivos del 2005 y reflotaron el encabezado del anuncio de la muerte de Lucy Richardson, otra compañerita de Julian Lennon que, durante un tiempo, fue considerada la verdadera Lucy detrás de la canción. Por suerte se hizo justicia, y Lucy O'Donnell se hará acreedora de su merecido lugar en las notas al pie de página de la historia de la música popular del siglo XX.

En cualquier caso, la información es un poco más dramática -enfermedad autoinmune incluida: it's lupus- que otro cable de último momento que anuncia que Spencer Elden, el bebé de la tapa de Nevermind de Nirvana, cumplió 18 años. Y otra vez a la pileta (esta vez con traje de baño; parece que, para ciertas cosas, la prensa todavía conserva algo de pudor) con un billete de un dólar como anzuelo. Dieciocho años después, la nueva imagen es aun más elocuente que la original.

Dicho de otro modo, los músicos que crearon las canciones que todavía hoy seguimos escuchando llevan varios años en el cielo, mientras los que los sobrevivieron se pelean por sus diamantes.

Y me pregunto cuántos serán, al día de hoy, los que reclaman para sí ser los verdaderos médicos que inspiraron el personaje de House, MD. Y cuántos más irán apareciendo.

Yo no les creo.

Everybody lies.