miércoles, 17 de febrero de 2010

invasión

Es una sensación nueva. No quiere llamarla nostalgia, aunque hay algo de eso en todo el asunto. Z está sentado en el lugar de siempre, en el café de todos los días. Le cuesta concentrarse. Y, de acuerdo, lo que tiene entre las manos son las páginas de un diario de la capital, no una disertación acerca de los universales en el Medioevo tardío, o un paper que demuestra la velocidad exacta a la que se expande el Universo. Pero es difícil mantener la concentración entre las interjecciones de los abogados que les gritan a sus teléfonos celulares. Z a veces piensa que las llamadas telefónicas tienen lugar de una mesa a la otra. Que lo único que existe es ese café, esas mesas, comunicadas entre sí por los teléfonos celulares de los abogados que a esa hora de la mañana, cerca de los Tribunales –pero ¿qué Tribunales si sólo existen ese café, esas mesas?– se ocultan detrás de la cortina de humo del salón fumador.

Z es un habitante reciente del salón fumador. Un exilio forzado por la música insoportable de los cafés de Buenos Aires, que obliga a los clientes a hablar a los gritos. Z no necesita hablar a los gritos porque siempre está solo en el café de los Tribunales, pero los gritos de los demás lo incomodan. Ahora, en el salón fumador, descubre –cortesía del método científico, ensayo y error– que los gritos de los clientes no eran causados por la música, ausente en esa habitación. Aun así, piensa Z, es más sencillo tolerar los gritos que la combinación de gritos y música de alcantarilla.

No es la primera vez que Z se pregunta, en la mesa de siempre, en el café de todos los días, por qué no hay música en el salón fumador. Por qué hay, como única decoración, un televisor sintonizado en un canal de noticias, precisamente en la habitación en la que casi nada puede verse a causa del humo de los cigarrillos. A veces, Z piensa que así deben mirarse los canales de noticias, a través de una espesa cortina de humo. Otras veces piensa que el humo proviene de la pantalla y que los cigarrillos son pequeñas antenas que reciben la información con la que el público, poco a poco, se envenena. Mala sangre.

No es nostalgia, pero a Z lo asalta a veces, en esa mesa de un café de los Tribunales, el recuerdo de los antiguos cafés de Buenos Aires. No se trata, desde luego, de un recuerdo propiamente dicho, al menos no en el sentido de que Z guarde en su memoria una impresión de un antiguo café de Buenos Aires, en el que nunca, por razones cronológicas, pudo haber estado. Se trata, en todo caso, de otro tipo de recuerdo, no de algo vivido en el pasado, sino de algo leído, una nota a pie de página en la memoria. Ni siquiera se trata de un recuerdo puntual, una escena de algún cuento, un diálogo o un escenario en una novela argentina. Es el recuerdo vago de una atmósfera, de un Universo paralelo, que es o que fue parte de éste, un Universo en el que los cafés eran una clave secreta, una contraseña, o la puerta de entrada a la propia literatura. En esos tiempos, piensa Z, no existía el salón para fumadores o, mejor aún, todo el café era un gran salón para fumadores. Sólo después se inventaron nombres diversos para lo que constituía una única realidad compacta, indisoluble, entre cigarrillos, café y literatura. Así, piensa Z, funcionan hoy los Aparatos Represivos del Estado: puesto que no se pueden quemar los libros, se prohíben los cigarrillos, y el fumador es estigmatizado como aquel Alonso Quijano al que las novelas de caballería lo habían llevado al borde de la muerte. Los fumaderos de opio de las novelas victorianas, las bibliotecas de Borges, los prostíbulos de los simbolistas franceses, todas etapas de una conspiración universal para recobrar la libertad perdida. La Resistencia.

Ahora Z dirige su mirada hacia la pantalla de televisión y ve, o cree ver, un rostro –o algo que parece un rostro– salido de una mala adaptación cinematográfica de un relato de ciencia ficción. Un rostro extraterrestre. La primera reacción de Z, totalmente involuntaria, es pegar un salto en la silla, cerrar los ojos y escuchar el ruido de su taza de café estrellándose en el piso, arrojada por su espasmo de terror. Z intenta tranquilizarse pensando que su imaginación le jugó una mala pasada, que las imágenes de la televisión mezcladas con el humo y los gritos del ambiente le hicieron ver algo que no estaba allí. Abre los ojos lentamente, alcanza a ver a Julia, la camarera de todos los días en aquel café de los Tribunales, limpiando el charco de café en el piso, recogiendo los pedazos del pocillo que se mezclan entre sus piernas con las migas de pan, con las cenizas. Ve a los abogados que continúan imperturbables sus monólogos con sus celulares y se tranquiliza. No hay forma de que todo el salón fumador prosiga con sus rituales si el canal de noticias estuviera transmitiendo realmente, en vivo y en directo, los detalles de una invasión extraterrestre. Reprime una sonrisa y vuelve a mirar la televisión.

Z demora unos segundos en interpretar lo que ve, a través del humo cada vez más espeso del salón fumador. Inclinando un poco la cabeza hacia la derecha, lo comprende. La cámara del canal de noticias está filmando desde el suelo, como en esas tomas de los corresponsales de guerra en las que el camarógrafo es abatido por una ráfaga de ametralladora y el equipo continúa transmitiendo desde las manos muertas o apunto de morir de un nuevo mártir del periodismo. Z distingue las piernas de hombres y mujeres que corren, y ve otras piernas –o lo que parecen piernas– de seres que su imaginación relaciona inmediatamente con el rostro de unos segundos antes. Z entiende entonces que antes no había alucinado, o que, en todo caso, no ha dejado de alucinar. El videograph, al pie de la pantalla, es apenas una palabra en letras mayúsculas: “Invasión”.

Z se lleva las manos a la cabeza, como si ese gesto le permitiera determinar si conserva todavía algún rastro de cordura. Vuelve a mirar a su alrededor y constata que todo el mundo –los abogados, Julia, el hombre que pasa por las mesas ofreciendo lapiceras o anillos o estampitas de San Cayetano– sigue adelante con su rutina. Z siente ganas de gritar, de señalar desesperado la televisión y esperar una respuesta de los ocupantes del salón fumador, pero se detiene al pensar lo que podría ocurrir entonces: o bien el pánico generalizado, o bien el terror personal e intransferible de saberse loco sin remedio ante los ojos de los demás. Ninguna de las dos opciones lo tranquiliza. O bien las imágenes son ciertas, y el mundo tal como lo conoce está llegando a su fin, o bien no lo son, y entonces... Bueno, entonces también, de alguna manera, un mundo –el suyo– desaparece irremediablemente.

Pero Z no quiere adelantarse a los acontecimientos. Dedica los siguientes minutos a analizar en detalle el comportamiento de la gente, a intentar percibir si alguno de los ocupantes del salón fumador dirige su mirada a la pantalla del televisor, que ahora muestra imágenes llegadas de otros países, de otras ciudades en las que se repiten los rostros inexpresivos de los extraterrestres recortados sobre fondos familiares: la Torre Eiffel, el Taj Mahal, la Estatua de la Libertad. Postales del fin del mundo. Z se pregunta por qué en las invasiones extraterrestres –las de las películas de ciencia ficción y ahora también esta, verdadera o no– siempre transcurren en lugares fácilmente reconocibles, como si los alienígenas planearan su ataque con una guía Michelin en la mano.

En el salón fumador del bar de los Tribunales todo continúa como de costumbre. Nadie parece afectado por las imágenes de las capitales del mundo bajo fuego extraterrestre. Z decide que el mejor modo de determinar si todo forma parte de una alucinación es pagar y salir a la calle. Dejar en suspenso, por un momento, las imágenes que transmite la televisión y presenciar, en vivo y en directo, lo que ocurre ahí afuera. Z está tentado de preguntarle a Julia, mientras busca el cambio en su billetera, si ella ve lo mismo que él en el televisor, pero finalmente decide no hablar. Deja una propina generosa y atraviesa la cortina de humo.

Para llegar a la calle hay que pasar por el salón principal del café. Z tarda en advertir que el salón está curiosamente vacío. Alcanza a ver unas tazas desparramadas por el piso, ve a Martínez, el cajero del café, llorando sobre el mostrador. Ve a Julia salir de la cocina llevando un café hacia el salón fumador mientras él, Z, sigue avanzando hacia la puerta de salida. Afuera se ve gente corriendo, se escuchan gritos, disparos, sirenas. No hay extraterrestres a la vista, pero Z comprende que están allí, en alguna parte.

Z se detiene antes de llegar a la puerta. Hay algo de nostalgia en sus pasos cuando se dirige nuevamente hacia el salón fumador y se acomoda una vez más en su mesa de siempre, rodeado del humo, de los gritos de los abogados todavía conectados a sus celulares. Con algo de satisfacción, advierte que su teoría era cierta: los abogados tienen que estar hablando entre ellos, de una mesa a la otra, puesto que afuera ya no hay nada. El hombre de las lapiceras está ofreciendo ahora encendedores. Z compra uno y lo usa. Después, con el cigarrillo en los labios, ordena otro café y, con un gesto de fastidio, le pide a Julia que apague el televisor.

jueves, 11 de febrero de 2010

big bang

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Primero, hay que cerrar los ojos. Así, dicen, se escucha la buena música. Bloquear los sentidos, para que el espíritu pueda iniciar sin obstáculos el ascenso. Un procedimiento cartesiano.

Recostado en su butaca, los ojos cerrados, el Dr. César Ameghino intenta concentrarse en la música que le llega desde el foso, en las voces de Fausto y Mefistófeles merodeando en el jardín de Margarita. Pero aun obedeciendo todas las reglas de la etiqueta, resulta difícil mantener la concentración. Desembarazarse del mundo. El Dr. Ameghino no es Descartes.

Las imágenes, al principio, son fugaces, casi incomprensibles. Gérmenes de pensamientos que no llegan a desarrollarse, retazos de objetos más o menos familiares. El olor del café del desayuno, la textura del diario La Nación entre las manos, hojas de periódico grandes como tapices del Oriente, ideales para ocultar el mundo, para ofrecer la ilusión de que nada hay más allá de esas páginas. Que son, sí, difíciles de maniobrar, pero precisamente porque el Universo es una máquina compleja, sólo comprensible para manos nobles y grandes espíritus.

Ese sábado, 25 de junio de 1910, el diario anunciaba que por la noche los porteños podrían observar al “temido cometa” Halley. La ilustración que acompañaba el anuncio, una vista del cometa desde un telescopio, parecía una de esas fotos con las que la policía difunde los rostros de los delincuentes peligrosos. El Dr. Ameghino no le prestó atención. Había decidido pasar una noche en la ópera, y no tenía interés –ni mucho menos miedo– en pasar la velada en un balcón, escrutando el cielo.

Con los ojos cerrados, recostado en su butaca, el Dr. Ameghino percibe un murmullo que comienza a expandirse por la sala. Al comienzo es difuso –“como la cola de un cometa”, piensa–, pero poco a poco cobra una presencia, esta vez sí, amenazante. Como si la estela gaseosa del cometa dificultara la respiración de los que esa noche están, como él, más interesados en los complicados espejismos de una ópera que en los prodigios que sacuden al Universo al otro lado de las puertas del teatro. La orquesta deja de tocar cuando las voces que llegan desde la platea superan las de los cantantes en el escenario. El Dr. Ameghino abre los ojos, como si despertara de un sueño. Las voces suenan como una maldición wagneriana, o como el grito anónimo que anuncia la muerte del compare Turiddu. “Ha volado el Colón”, dicen.

Rápido de reflejos, el director de orquesta da la orden de iniciar el Himno Nacional Argentino. Son pocos los que se quedan en el Teatro Ópera para cantarlo. La mayoría –el Dr. Ameghino entre ellos–, se dirige al nuevo Teatro Colón para presenciar la catástrofe o el milagro. En las cuadras que lo separan de la escena del atentado, el Dr. Ameghino recuerda que, esa noche, el Colón ofrecía la Manon de Massenet. Un espectáculo mediocre, para el que tenía reservada su butaca habitual –platea, N° 224–, pero al que había decidido, a último momento, no asistir. El Mefistofele de Boito le había parecido una apuesta más segura.

Al llegar, finalmente, al Colón, comprobó aliviado que el edificio no había volado por el aire, como había temido en un principio. Había, sí, algunos heridos, pero no había que lamentar víctimas fatales. La bomba había estallado en la platea, y había destrozado dos butacas que, por fortuna, esa noche estaban vacías. Una de ellas –pero esto el Dr. Ameghino recién lo supo al día siguiente, al leer indignado el diario La Nación– era la N° 224.

Nada se decía allí del cometa.

miércoles, 3 de febrero de 2010

la resistencia



Por esas cosas del cambio de horario o de hemisferio (cerebral), recién ayer pude ver Inglorious Basterds. El capricho bélico de Tarantino se había estrenado en los cines argentinos el día de mi partida, y estaba bajando de cartel cuando llegué a Italia. Y no, no es que mi viaje haya sido tan largo. Ocurre que, como de costumbre, los estrenos locales responden a una lógica extraña, un algoritmo complicado cuyas variables son la cantidad de espectadores previstos por las distribuidoras, multiplicado por la cantidad de salas, dividido por el número de granos de pochoclo que caben en un tablero de ajedrez. Paenza, ¿estás ahí?

Y, claro, imaginé que, al regresar a Buenos Aires, después de cinco meses, la película habría ya bajado de cartel. Y no. O sí, pero no tanto. Porque hay un cine, a pocos metros de mi casa, que todavía mostraba -aunque, más que mostrarlo, casi debería decir que lo ocultaba- el afiche con Brad Pitt, al lado de otro, mucho más grande, que anunciaba una banda de mariachis, o algo así. Es que de un tiempo a esta parte, algunos cines de la calle Corrientes sobreviven montando espectáculos en vivo, y proyectan películas con una resignación estoica. Como prisioneros de guerra.

Y ahora pienso que Bastardos Sin Gloria es un muy buen nombre para una banda de mariachis.

Lo cuento porque la sensación de mirar esa película en ese cine, un cine en avanzada etapa de descomposición, fue una experiencia extraordinaria. Nada de 3D, ni de Dolby 5.1, ni otros fetiches hi-tech por el estilo. Un cine de otro tiempo, en éste. Y no es nostalgia, porque podría decirse que la época de los cines-de-la-calle-Corrientes nunca fue mi época. Ni tampoco se trata del fundamentalismo retro de los defensores de vinilos -que, de acuerdo, suenan mucho mejor que el iPod, pero que a mí me hacen pensar en La naranja mecánica... ¿y ahora qué pasa, eh?-.

Quiero decir, que no pretendo elevar esa experiencia a máxima. No me interesa firmar un petitorio exigiendo que no desaparezcan los cines de la calle Corrientes. Éramos tres los que vimos, ayer por la tarde, Inglorious Basterds en el primer piso del Premier. Y fuimos felices, ahí y entonces. Por la película, claro. Pero sobre todo porque ese cine parecía, él mismo, a punto de estallar en una combustión instantánea.

El cine ideal, pensé, para que el FBI te espere a la salida, en una emboscada demasiado anunciada y por eso mismo irresistible.