sábado, 26 de marzo de 2011

los cachorros


Algunos libros se leen con desconfianza. Las causas de esa desconfianza pueden ser varias, pero en todo caso eso le otorga al libro una suerte de salvoconducto: si uno no lo disfruta, bien puede deberse a ese preconcepto, lo cual excusaría al libro y trasladaría la culpa al lector. Y si uno acaba por disfrutarlo, el libro puede declarar, orgulloso, que superó uno de los obstáculos más firmes a la hora de cautivar a un lector: el prejuicio.

Menciono esto porque pocos libros me despertaron más desconfianza que Bolaño antes de Bolaño. Diario de una residencia en México de Jaime Quezada (Catalonia, 2007), volumen que encontré de casualidad en una librería de Santiago, debajo de La Moneda. A primera vista, con ese collage en cubierta que muestra a un Bolaño adolescente mezclado con estampitas, recuerdos de la primera comunión y reproducciones de cartas enviadas al autor, el libro parece un intento flagrante por aprovechar la estatura de mito que en estos últimos años parece haber ganado Bolaño en el mundo de las letras. Oportunismo puro, y poco más. Y sin embargo...

... Sin embargo, y no tan curiosamente, lo que parecen ser las mayores debilidades del libro son las que le confieren su particular encanto. Porque no se trata de un esfuerzo por recordar al viejo amigo hoy consagrado, repasando los momentos vividos en compañía en una ciudad de México que en las propias páginas de Bolaño adquirió el status de lugar legendario, sino que se trata de la edición actual (allí sí, en todo caso, podría encontrarse el costado oportunista del asunto) de un diario escrito en el preciso momento en el que se desarrollaban los hechos que allí se describen. Quezada escribía este diario mientras vivía en la casa de los Bolaño entre 1971 y 1972. Él tenía 27 años, Bolaño 18. Y la primera, inevitable imagen que nos ofrece de Bolaño es la de un adolescente que no deja de leer ni un instante. Y lo que Bolaño lee, en esas primeras páginas del diario de Quesada, es el Retrato del artista adolescente. Por qué no.

El problema es que, claro, se trata del diario de Jaime Quezada, no del diario de Roberto Bolaño. Y no hay aquí nada de esa escritura bastarda del Borges de Bioy Casares, otro diario mitológico de dos cabezas. Bolaño aparece como un personaje central del diario de Quesada porque era el freak que convivía con el autor, el que usaba de noche la única máquina de escribir que había en la casa (Quezada la usaba de día: los dos cachorros de poeta habían llegado a ese acuerdo, que era el que mejor se ajustaba a los hábitos de uno y otro), el que disparaba el tipo de ocurrencias y definiciones que se volverían marca de fábrica en Los detectives salvajes o Prosa del otoño en Girona. Bolaño lee y escribe, y cuando habla, habla de libros. Hasta cuando habla de música (la descripción de una canción de The Who) lo hace por sus valores literarios, por contar una historia que, bien mirada, resulta ser una invención de Bolaño a partir de los sonidos de un idioma que confiesa desconocer. Bolaño también inventa sueños. Bolaño usa el "che" y dice que preferiría fumar Gauloises en vez de Faros, "no tanto por dármelas de afrancesado, sino por el tanto humo de Gauloises que hay en las páginas de las novelas del gran Cortázar".

En cuanto a Quezada, su figura, por contraste, aparece bastante desdibujada: las curiosas salidas de Bolaño se justifican por su condición de freak, una y otra vez señalada en las páginas del libro. Quezada, en cambio, parece tomarse mucho más en serio y eso lo transforma en un personaje un poco más antipático. No es difícil de entender: casi diez años mayor que su anfitrión, Bolaño debía parecerle un adolescente más o menos insoportable. Pero el afecto es evidente, como lo es también el temprano reconocimiento de una inusual capacidad literaria -aún inexplorada- del amigo.

Hay algo curioso en Bolaño antes de Bolaño, y es el grado de fanatismo por Gabriela Mistral que Quezada muestra prácticamente en cada página. Por momentos, llega a ser algo agobiante, pero ahí es donde, inesperadamente, se cuela la revancha del autor. Es como si nos estuviera advirtiendo que no es muy distinta nuestra situación: ¿qué otro motivo tendríamos para leer Bolaño antes de Bolaño sino el fanatismo, el deseo por saber algo más, por espiar los momentos fundacionales de un mito? Quezada, probado "mistraliano", nos abre una puerta a los "bolañitas", pero mientras pasamos nos arroja una mirada cómplice, una sonrisa sarcástica. Consejos de un discípulo de Mistral a un fanático de Bolaño.

Por las páginas del diario de Quezada, Bolaño comparte cartel con otras figuras que tienen sus propias apariciones estelares: Juan Rulfo, Octavio Paz, una joven Diana Bellessi... El diario reproduce completos documentos de Gabriela Mistral y discursos de Salvador Allende, pero el contrapunto entre Quezada y Bolaño siempre gana el centro de la escena. En un determinado momento, los amigos se cruzan en un plaza en la que unos niños juegan al "poliladron". Bolaño le pregunta a Quezada:

-Y a tí, Jaime, ¿qué te gustaría ser: el paco o el ladrón?
-¿En el juego o en la vida?
-¡En este juego, pues, hombre!
-El ladrón. ¡Para arrancar del paco!
-Yo, un detective... ¡para pillar al paco y al ladrón!

Misión cumplida.

miércoles, 23 de marzo de 2011

realismo IV


Hace un tiempo, este blog sufrió una seguidilla de entradas dedicadas a un fenómeno al que, capciosa y caprichosamente, llamé "realismo en la literatura". O sea: no se trataba de investigar esos libros escritos bajo el dudoso slogan "basado en hechos reales", o el más lamentable "como la vida misma", sino de esos momentos de nuestras vidas en los que la literatura -o, más exactamente, el libro que estamos leyendo en ese preciso instante- cobra más realidad que todo lo que nos rodea en eso que algunos insisten en llamar "la vida real".

Y claro, el Quijote es quizás el antecedente más remoto de ese tipo de lector. El tema ya fue comentado por muchas y muy importantes plumas. De Bloom a Piglia, de Saer a Steiner, prácticamente todos los que tienen o tuvieron algo que ver con la literatura se metieron alguna vez con el bueno de Alonso Quijano. Pero hace poco me encontré en Santiago con uno de esos volúmenes maravillosos que edita la Universidad Diego Portales de Chile en su colección "Huellas", en los que se recopilan artículos, ensayos y entrevistas de algún autor siempre dispuesto a hablar de eso de lo que nunca pueden dejar de hablar los escritores (ya se sabe: de otros escritores); y allí, en un volumen titulado De eso se trata, Juan Villoro le dedica unas cuantas páginas al opus magnum cervantino. El ensayo se llama "El Quijote. Una lectura fronteriza" y lo pueden leer completo aquí.

No voy a abundar en citas porque el texto completo está a un click de distancia. A grandes rasgos, la noción de frontera que Villoro utiliza como clave de lectura es de una riqueza deslumbrante. Pero lo que a mí me interesó, y que ya estaba vislumbrado en el ensayo "El rey duerme. Crónica hacia Hamlet", que precede al texto dedicado al Quijote, es esa extraña sensación, por momentos no exenta de culpa, según la cual el sufrimiento de un personaje en una historia bien contada nos conmueve más que el dolor del que viaja a nuestro lado mientras leemos un libro. Si algo justifica que alguna vez se haya hablado del "virus de la lectura" es esta característica casi parasitaria del libro, capaz de desmantelar eso que para Rousseau era una de las notas fundamentales del ser humano, y garantía de su supervivencia: la compasión por el sufrimiento ajeno. Y quién querría tener un hijo o plantar un árbol si puede escribir un libro.

Comento esto porque esta mañana, Rodrigo Fresán -en esas contratapas que, conviene aclararlo cada tanto para evitar una catarata de acusaciones, detonaron hace un tiempo la voluntad de escribir este blog- se muestra preocupado por dos grandes cuestiones. Una es que el fin del mundo es inevitable. La otra es que cada vez se escribe peor. Y, claro, la segunda de estas cuestiones es el verdadero Apocalipsis.

"Ser o no ser", diría el Hamlet de Tomás Segovia, "de eso se trata".

viernes, 11 de marzo de 2011

la ballena blanca


Esto no es una necrológica, aviso. Los que lo conocen saben quién fue y seguirá siendo. Y a los que no, ¿cómo se les explica en unos pocos caracteres quién era David Viñas? Es cuestión de leerlo. Releerlo, si es posible. Ahora, una cosa: seguro que no hay que explicarlo como lo explica Clarín.

Hace un tiempo, en este mismo blog, despedía a Nicolás Casullo citando un pasaje de su novela Para hacer el amor en los parques. Y me enojaba porque, en pleno fragor de la 125, Clarín lo ninguneaba diciendo que había muerto un "intelectual kirchnerista", reduciendo, de un plumazo, toda una vida dedicada a pensar mucho y a pensar bien. Pero ahora es peor.

Ayer Clarin.com presentaba la noticia de la muerte de Viñas con una cita que, según ellos, resumía su pensamiento: "Un intelectual no puede ser oficialista". Y, claro: desde ya que nunca una frase podrá hacer justicia a toda una vida de producción intelectual. Y que la elección de una única frase siempre será parcial, y dejará afuera algunos aspectos para privilegiar otros, bla bla bla. Pero no hace falta escarbar mucho para advertir que la elección de esa frase no sólo no es inocente, sino que además es burdamente canalla: cuando el propio Clarín definía a Casullo como un "intelectual kirchnerista", el pretendido oxýmoron le quitaba al susodicho cualquier rasgo de intelectualidad. Y ahora igual: Horacio González, Alejandro Kaufman, María Pía López y, para decirlo rápido, Carta Abierta (pero no sólo ellos) no son, para Clarín, intelectuales, y el diario usa la muerte de David Viñas como demostración de su tesis. Argumentum ad necrologiam, una nueva. Y es que solamente muerto podría David Viñas serle útil a Clarín.

A David Viñas lo veía seguido en el café La Paz, leyendo los diarios en el sector fumadores. O cortándose el pelo en lo de Jorge Omar (puedo decir que nuestras cabezas tenían algo en común: al fin de cuentas, nos cortaba el pelo el mismo tipo). Hace algunos años, lo vi y lo oí cerrar de modo extraordinario una mesa de oradores que, en la Biblioteca Nacional, celebraban la reedición de la revista Contorno. Su discurso, que tranquilamente podría considerarse un capítulo extra de su ineludible Literatura argentina y política, cerró con una parrafada contra el diario La Nación, que a esa altura ya se había convertido en una especie de ballena blanca para el capitán Viñas. "Proxenetas", les dijo, y el auditorio estalló en carcajadas, sólo superadas por el momento en el que le pidió un cigarrillo a una chica sentada en primera fila y, mirando a González, agregó: "si el director de la Biblioteca me deja fumar en la sala". Lo dejaron, obvio.

Y ahora, leyendo los diarios de hoy, alguno podría pensar que hay allí mucha hipocresía. Pero qué quieren que les diga; para mí la respuesta es más sencilla: Viñas se quedó corto. Son peores que los proxenetas.

Son, lisa y llanamente, unos hijos de puta.

otra mesa vacía en el café La Paz