domingo, 16 de octubre de 2011

contratapas


Hace un tiempo discutíamos con algunos amigos acerca de cuáles son las obras que deben integrar las siempre a mano listas de "inevitables". "Obras mestras", "canon", "grandes obras" y esas cosas. Y no nos referíamos a títulos (aunque la discusión terminaba inevitablemente con un intercambio de nombres), sino a qué tipo de obras son las que deberían integrar esa lista: ¿obras cerradas y perfectas, por lo general breves; o bien obras desmesuradas, con evidentes momentos de zozobra pero con ráfagas extraordinarias que las creaciones de una belleza más clásica resignaban a cambio de cierto tipo de perfección contenida? Para que se entienda mejor: ¿Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band o el White Album? ¿Tristán e Isolda o El anillo del nibelungo? ¿Billy Budd o Moby Dick?

Difícil e irrelevante, dirá alguno, en tanto podemos disfrutar de ambas categorías sin que ello implique contradicción o esquizofrenia. Cierto. Pero no menos cierto es que, muy en el fondo, alguna inconfesable predisposición termina por inclinar la balanza hacia algún lado. Al fin de cuentas, no podemos leer dos libros o escuchar dos discos exactamente al mismo tiempo.

Hay, sin embargo, otro sentido en el que la discusión es irrelevante; y es el siguiente: existe una tercera categoría, que por alguna razón (signo de los tiempos, quizás), encuentro absolutamente irresistible y que, puesto a elegir, incluiría decididamente en las "listas-de-isla-desierta". Son esas obras en las que, entre dos tapas más o menos convencionales, se incluyen una serie de piezas breves, por lo general de origen periodístico, reunidas con o sin el consentimiento del autor (que, llegado el caso, puede incluso estar muerto), y que en el caso de la música se conoce como "lados-B" o "tomas alternativas". Desde ya, no pretendo afirmar que ese tipo de obras son invariablemente buenas. De hecho, en la mayoría de los casos se trata de operaciones comerciales de dudoso gusto. Pero también es posible encontrar allí, en contadas ocasiones, tesoros sin los cuales la vida sería mucho, pero mucho más aburrida.

Y, claro, el primer ejemplo que viene a la mente son las Bootleg Series de Dylan (¿se imaginan un mundo sin "Blind Willie McTell" o "Red River Shore"?), pero en realidad estas reflexiones domingueras vienen a cuento de la reciente edición de El hombre que fue viernes de Juan Forn, que acabo de comprar con la edición de hoy de Página/12. El título alude a las contratapas que aparecen regularmente en el diario, ese extraordinario día de la semana en el que, además de los textos de Forn, podemos encontrar en el kiosco las contratapas de la revista Barcelona.

Y se me ocurre que las contratapas de Forn son el exacto reverso de esas otras contratapas, las verdaderas, las de las ediciones de los grandes libros (de todas las categorías: piezas breves y geniales o novelas-río que desbordan), que por lo general suelen ser frases más o menos intercambiables que jamás despiertan verdadero interés por separar las cubiertas. En cambio, es prácticamente inevitable no salir corriendo a conseguir los libros de los que habla Forn. En ese sentido, El hombre que fue viernes integra una lista extraordinaria de libros que uno puede considerar verdaderamente "de cabecera". Libros para abrir una hoja al azar y descubrir algo que no conocíamos, o que conocíamos y habíamos olvidado. Libros para leer una, dos, muchas veces. La lista podría incluir, también, No leer de Alejandro Zambra, De eso se trata de Juan Villoro, Escrito sobre música de Diego Fischerman, Crítica y ficción de Ricardo Piglia y, por supuesto, esa obra maestra que es Entre paréntesis de Roberto Bolaño.

Hay, por supuesto, algo de borgeano en todo el asunto. También, algo de épica involuntaria: hilos de Ariadna para ayudarnos a encontrar algún camino posible en ese laberinto que llamamos biblioteca. Alguno se preguntará qué sentido tiene llevarse a una isla desierta un libro en el que se habla de todos los otros libros, esos que quedaron del otro lado del océano. Y yo no sé qué pensarán ustedes, pero para mí esa es la metáfora perfecta del lector ideal. El hombre que fue viernes alude también a Robinson Crusoe, y a esa condición original, de soledad e intemperie, a la que nos vemos reducidos cuando tenemos un libro entre las manos.

domingo, 9 de octubre de 2011

la revolución francesa

Ayer se estrenó Hippolyte et Aricie de Rameau en el Museo Nacional de Arte Decorativo. Mi estrecha relación con la Compañía de las Luces, responsable de la versión, afecta mi juicio sólo en lo que respecta a la parte emocional: o sea, disfrutar al ver a tantos amigos haciendo tan buena música. Para todo lo demás, que sean amigos o no es irrelevante: no se pierdan una experiencia verdaderamente fabulosa: por el virtuosismo de los intérpretes, por la genial puesta de Pablo Maritano y, por supuesto, por la extraordinaria música de Rameau. Las próximas funciones serán el martes, jueves y sábado próximo.Transcribo aquí las notas para el programa.

El año es 1733. Jean-Philippe Rameau es un compositor de cincuenta años, reconocido como teórico (es el autor de un fundamental Tratado de armonía) y como clavecinista. Sus piezas instrumentales y religiosas son muy valoradas, pero tiene aún una deuda pendiente: el teatro. Decide escribir su primera ópera, aplicando en ella todo su arsenal compositivo y teórico, apartándose conscientemente de la tradición de la ópera francesa de Lully, que ya dominaba la escena parisina cuando Rameau aún no había nacido. Afirmar que Rameau planeó una revolución musical acaso sería exagerado. No es menos cierto que, aún si no se lo propuso, logró causar un revuelo que alteró el curso de la música francesa de manera definitiva. El puntapié inicial de ese vuelco extraordinario fue Hippolyte et Aricie.

Lo primero que se dijo de esa inicial incursión de Rameau en el género lírico fue que, con la música de esa sola obra, se podrían escribir al menos diez. Se trata de una exageración, pero con algo de sustento: los cinco actos de Hippolyte et Aricie son de una riqueza deslumbrante, que va desde las escenas pastorales del comienzo a las profundidades dramáticas de Fedra después de la muerte de Hipólito, pasando por el sobrenatural segundo acto, en el que Teseo desciende a los infiernos sólo para encontrarse con furias y parcas que le anuncian un destino funesto. Igualmente, la presencia del coro es fundamental: ya sea como sacerdotisas del templo de Diana, como cazadores, marineros, pastores o monstruos infernales, la escritura de Rameau es siempre exuberante: hay, en efecto, mucha música. Aquel 1° de octubre de 1733, el público de la Académie Royale de Musique de París tenía razones para sentirse consternado. Nunca se había oído algo así hasta entonces.

Para darse una idea acerca de la dinámica casi frenética del ambiente musical parisino de aquellos años, baste con señalar que, en apenas un par de años, Rameau pasó de ser el iconoclasta que hacía pedazos la tradición lírica de Lully (en la querella de los lullistes contra los ramoneurs) a convertirse en el orgulloso representante de la música francesa contra la influencia foránea de la ópera italiana (en la “querella de los bufones” que tuvo a Jean Jacques Rousseau como principal defensor de la opera buffa). El propio Rameau, ante el revuelo causado por su Hippolyte et Aricie, pensó en abandonar el género. Afortunadamente, no mantuvo esa promesa: antes de que transcurriera una década, ya había escrito varias obras más, entre ellas dos de enorme éxito como Castor et Pollux (1737) y Dardanus (1739).

Las críticas a Rameau fueron de diversa índole. Las más importantes estaban relacionadas con la desconfianza que producía un compositor de óperas cuya fama principal, hasta ese momento, era más como teórico e intérprete que como hombre de teatro. Hoy puede sonar curioso, pero en los salones de París se aseguraba que la música de Rameau era “matemática” y “cerebral”. No sería la última vez que se escuchara ese argumento para hablar de una música que era a todas luces algo novedoso. Lo que ese tipo de crítica puede perder de vista es que un arte, en tanto tal, exige una cierta maestría en el dominio de las técnicas correspondientes. Lo que molestaba de Rameau, en todo caso, podía ser la perfecta conciencia con la que el autor manejaba esos procedimientos para conseguir su propósito. Hippolyte et Aricie contiene, en efecto, algunos de los pasajes más dramáticos de toda la literatura operística francesa: es difícil imaginar momentos más conmovedores que el lamento de Fedra en el segundo acto, la terrible conmoción de Teseo en el tercero o, sobre todo, la tremenda premonición de las Parcas en el segundo acto. “Quiero aterrorizar al público”, se dice que dijo Rameau acerca de ese trío; y lo cierto es que quedarse únicamente en la descripción del cromatismo y las disonancias para explicar por qué esa escena es tan efectiva es mirar sólo una parte del asunto. Es cierto, hay un manejo excepcional de técnicas que pueden describirse como un proceso más o menos regulado por principios “racionales”, pero el objetivo es siempre la movilización de la audiencia; la producción de un fenómeno estético y no la resolución de un teorema.

Y es que, por perfecta que pueda ser la construcción formal y “matemática” de una pieza (y el caso de Hippolyte et Aricie es paradigmático en ese sentido), no se seguiría interpretando si, como audiencia, no nos continuara afectando, siempre de alguna manera nueva e inesperada.