sábado, 25 de agosto de 2012

los amigos


Hace unas horas terminó el primero de los cinco conciertos de la temporada 2012 de la Orquesta Amigos de la Nueva Música. El programa completo se puede consultar aquí, y consiste en una equilibrada combinación de piezas clave del repertorio del siglo XX y obras encargadas especialmente por la agrupación a jóvenes compositores argentinos. Y entre nombres como Webern, Pärt o Goossens (en el primer grupo) o Ariel González Losada y Alex Nante (en el segundo), aparecen también la Sinfonía Nº 4 de Beethoven y el Idilio de Sigfrido de Richard Wagner. Los nombres de Beethoven y Wagner, lejos de ofrecer un contraste, sirven más como testimonio de una continuidad entre esos dos mundos aparentemente separados de manera radical, al menos si nos remitimos a categorías de mercado como "música clásica" y "música contemporánea". El repertorio de la OANM funciona como una especie de Arca de Noé en la que la diversidad de las especies no impide navegar en una misma dirección.

El caso del concierto de esta tarde, que se repite el viernes 5 de octubre a las 19 hs. en el Aula Magna de la Facultad de Derecho, es un buen ejemplo de ese arte particular que consiste en la elaboración de un programa. El recital de András Schiff del miércoles pasado en el Teatro Colón podría ser otro ejemplo, superlativo, y la comparación no es descabellada: en el caso del extraordinario pianista húngaro, las obras de Beethoven y Schubert enmarcaban las sonatas de Bartók y Janacék; ofrecían el eje a partir del cual se desprenden los autores no solamente más "nuevos", sino también "periféricos". En toda elaboración de un programa, la sensibilidad del intérprete busca formular un relato en el que cada episodio, además de desplegar su propio valor, ilumina el de los demás; sea por contraste, continuidades, relaciones armónicas, temáticas o incluso literarias.

El programa de esta tarde estaba organizado de manera similar: dos obras consagradas, el Concierto, Op. 24 de Webern y el Idilio de Sigfrido de Wagner en cada extremo, enmarcando dos estrenos: De anhelos y sombras de Alex Nante (1992) y El sueño de la materia de Ariel González Losada (1978). Pero, además, los dos estrenos no podrían ser más distintos, a la vez que establecen un diálogo, cada uno a su manera, con las obras de Webern y Beethoven: en el caso de Alex, con una orgánico "vienés", más camarístico y similar al del Pierrot Lunaire de Schönberg; el de Ariel incorporando un piano al del Idilio wagneriano.

Y si ya se habló lo suficiente acerca del hilo invisible que une a Wagner con la Segunda Escuela de Viena, en el caso de las obras de Ariel y Alex lo que se percibe es la fabulosa diversidad y riqueza que se esconde debajo de la etiqueta de la "música contemporánea". Insisto: las obras no podrían ser más distintas -motivos de gran lirismo en la de Alex, estallidos controlados en la de Ariel-, y sin embargo hay, también allí, un hilo conductor posible. Juan Martín Miceli, el director de la OANM, se permitió citar a Eduard Hanslick -y no deja de tener su cuota de sutil provocación el hecho de elegir al enemigo público Nº 1 de la tradición wagneriana para presentar un programa como este- y su definición de la música como "formas sonoras en movimiento". En el caso de Alex, ese movimiento es, previsiblemente, el que generan los sonidos combinándose entre sí (y no digo que la obra fuera previsible; sí que su forma era más familiar para un público acostumbrado al repertorio clásico). En el caso de Ariel, el movimiento es menos perceptible, pero no menos real: es esa actividad presente al interior de los sonidos, esos que nosotros percibimos como algo sólido y preciso, pero que no son otra cosa que el resultado de múltiples interacciones que la obra de Ariel evoca. Como la lira de Heráclito y su armonía invisible, si se permite la intromisión de la filosofía presocrática en un concierto de música contemporánea.

Dicho todo esto, tengo que confesar que estoy hablando de un concierto "ideal": en primer lugar, porque la obra de Webern que abría el programa no fue interpretada debido a la ausencia de uno de los músicos (aunque seguramente sí será interpretada en el concierto de octubre), y en segundo lugar porque la acústica del Aula Magna del Colegio Nacional de Buenos Aires, a pesar de todos los bellos recuerdos que evoca, dista mucho de ser la ideal. Pero, insisto: no estoy haciendo una crítica del concierto que tuvo lugar esta tarde, sino una invitación calurosa a los próximos.

Pero, ya que estamos, vayan también algunas breves consideraciones sobre ese aspecto más concreto de la interpretación musical. Y digo breves porque hay entre los músicos involucrados varios queridos amigos y mi visión podría estar levemente sesgada. Me permito, en todo caso, celebrar el nivel de los músicos, todos ellos muy jóvenes, y en particular de la dinámica y el sonido que les imprime su director. Y así como en el ámbito deportivo Horacio Pagani se permitió consagrar al joven Sánchez Miño como el inminente sucesor de Juan Román Riquelme, no me extrañaría que en algunos años el nombre de Juan Martín Miceli sea mucho más familiar para un público bastante más numeroso. No digo la mitad más uno, porque como hincha de Independiente corresponde que le augure a los artistas convertirse en "orgullo nacional" o "rey de copas", dependiendo del arte y del artista.

Así que ya saben: no se pierdan los próximos conciertos, si andan con ganas de escuchar nueva música, o de hacer nuevos amigos.

viernes, 24 de agosto de 2012

la broma infinita


El más reciente proyecto de Jerry Seinfeld se llama Comedians in Cars Getting Coffee, y se transmite exclusivamente en la web, en forma gratuita. Los episodios se suben los jueves por la noche, y consisten en una edición de no más de quince minutos de lo que, en realidad, fue todo un día de pasear por Nueva York en uno de los autos de colección de Seinfeld (uno distinto en cada episodio) y compartir un café con algún comediante. A diferencia de la serie Seinfeld, que estaba cuidadosamente guionada, este es un verdadero "show acerca de nada", que se puede disfrutar aquí. Cada episodio cuenta, además, con una serie de "spare parts" ["repuestos"], brevísimos fragmentos de conversación que quedaron afuera de la edición final, pero que perfectamente podrían reemplazar algunas de las observaciones que aparecen en el capítulo propiamente dicho.

Hasta ahora, los invitados fueron Larry David, Ricky Gervais, Brian Regan, Alec Baldwin y Joel Hodgson. Los episodios son muy breves y se pueden ver todos en menos de una hora, así que no pretendo describir cada uno de ellos. Sí me interesa llamar la atención acerca de una conversación que aparece en el capítulo de esta noche, co-protagonizado por Joel Hodgson, en la que, además de ofrecer una maravillosa definición del trabajo de comediante ("la persona que percibe la futilidad de todo esfuerzo humano por organizar la vida" sería una traducción libre) hay una interesante reflexión acerca de la pasión actual por todo lo que sea "retro".

La conversación transcurre en un café decorado en el estilo de los años '50. Seinfeld se pregunta por qué existe hoy esa obsesión por mirar hacia atrás: en la arquitectura, en la música, en el cine y la televisión. Independientemente del hecho de que esa mirada retrospectiva existió siempre (pienso rápidamente en la ópera, nacida del esfuerzo por recrear el fenómeno de lo que los florentinos del Renacimiento tardío pensaban que era la tragedia griega), nunca como ahora parece existir esa obsesión no sólo con mirar hacia el pasado, sino además reproducirlo hasta el detalle. Es decir, no se trata de crear algo nuevo a partir de viejos materiales, sino de lisa y llanamente volver a hacer lo que ya había sido hecho. La reciente Rock of Ages, Graduados, y hasta la remake de Los Tres Chiflados y Brigada A caen en una categoría en la que se podrían seguir nombrando infinidad de ejemplos. Seinfeld se pregunta, entonces, por qué no hay tantos intentos por imaginar el futuro.

La respuesta de Hodgson es brevísima y reveladora. "Porque cuando miramos hacia atrás", apunta, "sabemos lo que tenemos que decir y lo que vamos a escuchar. Del futuro no sabemos nada." La conversación deriva después hacia lo ridículo que suena el aire que se escapa de una botella de ketchup semivacía, y ese momento de aparente profundidad desaparece como si no hubiera existido. Pero existió.

Lo que uno percibe en esa ráfaga de sinceridad es el miedo.

Uno de los pasajes que más recuerdo de Las cuestiones de Nicolás Casullo es el que le dedica a la idea de revolución como algo que, por primera vez en la historia, no está puesto delante, como un posible aunque utópico destino, sino en el pasado, como un impulso que terminó en fracaso. Hoy, parece que hasta los revolucionarios tienen que mirar hacia atrás. El fin de la historia y todas esas poses absurdas disfrazadas de posmodernismo superador son apenas una fachada para que no se note, detrás, la mueca de espanto. De ahí que se diga que el sentido común es, por definición, conservador. No es que no exista nada nuevo, sino que tenemos terror de no reconocerlo cuando lo tengamos enfrente. Tampoco descarto la posibilidad de que exista el miedo a que finalmente se lo encuentre.

O puede que se trate todo de un chiste, y todas esas cámaras cada vez menos ocultas sean parte de la broma.

martes, 7 de agosto de 2012

la brevedad de la espera


El Teatro Colón presentó hace muy poco Erwartung de Arnold Schönberg. Es una de las obras que más me gustan de toda la llamada "Segunda Escuela de Viena", así que no me la quería perder. Y no me la perdí. No pretendo hacer una crítica del espectáculo, que cualquier curioso puede encontrar en lugares más autorizados que éste, sino apuntar un par de cosas que todavía hoy, más de una semana después de la función, me siguen dando vueltas en la cabeza.

Tampoco pretendo con esto ser muy original. Ocurre que en más de un lugar leí que se hablaba de Erwartung calificándola como obra "concentrada", como si fuera el producto de la aplicación de un mecanismo de reducción, una suerte de compactadora a partir de la cual se obtiene el destilado de una ópera reducida a sus mínimos componentes. Es decir, está el consabido triángulo amoroso propio de toda ópera, pero hay un único personaje: "la Mujer", que no tiene nombre. Los otros vértices del triángulo ni siquiera pueden ser llamados "personajes" en sentido propio: apenas el cadáver del amante, y el fantasma de esa "otra mujer" que sobrevuela la última escena. Todo lo que vemos y escuchamos es visto y escuchado a través de la angustia de esa mujer que canta durante media hora.

Pero, ¿qué pasa en esa media hora? Aparentemente, no "pasa" nada. Asistimos únicamente a las expresiones de angustia, de miedo, de amor, de odio, de remordimiento y desesperación de esa mujer. Sin embargo, la obra tiene cuatro escenas, lo cual invita a pensar que sería un error suponer algo así. Tiene que haber una justificación para esos cambios de escena y, además, es difícil encontrar en una ópera alemana un bosque en el que no pase nada. Pienso en el Englischer Garten de Munich: el bosque de Erwartung tiene que ser enorme, y más aún si se quiere hacer una lectura psicoanalítica del libreto. La psique de la Mujer es un abismo.

En cada escena, pues, la Mujer va recorriendo distintos lugares del bosque. Según el libreto, finalmente llega a un claro desde el que se ve una casa. Hay un banco cerca, y allí, cuando se dispone a descansar, encuentra el cadáver de su amante. No interesa si descubrió realmente a su amante muerto, si lo imaginó todo, si fue ella quien lo mató y ahora "descubre" aquello de lo que en realidad es responsable, etc. No resolver esa cuestión es una de las genialidades de la obra. Lo cierto es que, en esa última escena, el libreto indica que "a la izquierda, por el Este, comienza a amanecer".

Independientemente del detalle de indicar que el sol sale por la izquierda del escenario (lo cual automáticamente distribuye espacialmente todos los elementos: la casa vacía también está a la izquierda y, por lo tanto, al este; la mujer llega desde el oeste o desde el sur; el público ve todo desde el norte), la mención del amanecer parece chocar con aquella famosa frase del propio Schönberg, recuperada luego por Theodor W. Adorno, según la cual Erwartung es la manifestación de todas las emociones que atraviesa la mente de su protagonista en apenas un segundo, una obra de arte "expresionista" en el más estricto sentido: la exacerbación de un único instante en un estallido de tensiones.

Lo más interesante de esa frase de Schönberg es que es mentira. No hay forma de que todo lo que pasa en Erwartung pase en "apenas un segundo". E, insisto, ello ni siquiera es así en una lectura hiper-psicoanalítica según la cual todo lo que vemos es una proyección de la protagonista. No hay caso: desde la noche cerrada del comienzo, hasta el amanecer de la última escena, transcurren, probablemente, varias horas. En rigor, toda una noche. ¿Por qué, entonces, se sigue repitiendo la fórmula de Schönberg y Adorno?

Personalmente, creo que la frase funciona como una clave de interpretación, cuando no como una advertencia. La obra no es eso que su autor dice que es, pero abordarla como si lo fuera produce un efecto diverso del que produciría esa misma obra si no supiéramos que su autor la presentó de esa manera. Quiero decir: en comparación con El anillo del Nibelungo, Erwartung es una miniatura, una ópera reducida a su mínima expresión. Pero no es ese el marco de referencia. Hoy, que ya conocemos el derrotero de esa "Segunda Escuela de Viena", conviene ubicar a Erwartung en otra serie de relaciones; por ejemplo, con las miniaturas de Webern. En ese caso, la ópera de Schönberg sería una colosal creación, treinta veces más extensa que una obra de su alumno.

Allí, intuyo, reside el interés de la frase de Schönberg: en sugerirnos enfrentar Erwartung no como una obra reducida o despojada, sino, por el contrario, como una verdadera explosión. La condición misma de la espera, de la expectativa (dos de las posibles traducciones del título) apuntan hacia un "afuera". La angustia interior es el resultado de lo que se imagina más allá de los límites conocidos. Lejos de replegarse "hacia dentro", Erwartung es una obra expansiva, abierta no sólo a las interpretaciones, sino fundamentalmente a las posibilidades expresivas de su música, de su caprichosa línea de canto, hasta ese final extraordinario que parece querer continuar su ascenso indefinidamente.

Como en el jardín místico del que habla Dylan en "Ain't talking", el jardinero ya se fue y nos quedamos solos. De ese bosque, no hay salida.