miércoles, 28 de noviembre de 2012

el relato wagneriano

De acuerdo, la entrada anterior, dedicada al repaso del estreno del Colón-Ring, fue tal vez demasiado extensa. Para compensar, adjunto este texto breve que fue publicado en la Revista Teatro Colón que ayer se obsequió como premio a los que se quedaron hasta el final de la jornada...


Richard Wagner debe ser el compositor sobre el que más se ha hablado. La tradición fue inaugurada por el propio Wagner, no sólo responsable de una gran cantidad de libros, artículos periodísticos, discursos, panfletos y otros textos de ocasión, sino también, según los testimonios de sus contemporáneos, un incansable conversador acerca de un tema casi excluyente: él mismo. No faltó, en vida del compositor, el profesional que lo considerara un caso patológico: en 1873, el Dr. Theodor Puschmann publicó en Berlín Richard Wagner. Eine psychiatrische Studie, que, entre otras observaciones, incluía el irrevocable diagnóstico de megalomanía y, peor aún, una contagiosa decadencia moral que poco a poco iba ocupando toda Europa.

El problema con la megalomanía de Wagner es que reduce a mero trastorno psicológico una de las principales características de su estilo. Sus personajes se comportan como él: esos largos relatos en los que nos cuentan una y otra vez su historia son lo más revolucionario del discurso wagneriano. En sus Five lessons on Wagner, el filósofo Alain Badiou observa que, en casi todos sus dramas musicales, las escenas de acción son breves y convencionales. En cambio, es en los extensos monólogos en donde Wagner despliega todo su virtuosismo. No otra cosa sería la técnica del Leitmotiv: permanentes transformaciones de una célula que es siempre la misma. Los personajes de Wagner -Wotan, Siegmund, Brünnhilde, Tristan, Isolde, Parsifal- se cuentan una y otra vez sus propias historias en busca de algún sentido para todo lo que les ocurre, para poder encontrar algo sólido sobre lo cual afirmar una identidad permanentemente amenazada.

Que el propio Wagner se veía así resulta claro a partir de sus escritos. De haber vivido hoy, podría ser una de esas celebridades que están constantemente en Twitter exponiendo y comentando su vida (aunque habría que ver cómo se las ingeniaría para respetar el estrecho límite de los 140 caracteres). En rigor, no sería descabellado considerar a Wagner uno de los precursores de la actual cultura del espectáculo. En su libro Richard Wagner: Self-Promotion and the Making of a Brand el musicólogo Nicholas Vazsonyi busca poner de relieve esa fundamental paradoja wagneriana: todos sus escritos, sus discursos y, fundamentalmente sus intervenciones en la prensa no serían otra cosa que un intento por delinear un personaje apto para el consumo... cuya característica más atractiva sería oponerse a la cultura del consumo.

Desde luego, esta especie de estrategia de marketing no implica que en la obra de Wagner se esconda una ficción o una impostura. Al contrario, una de las tantas marcas del genio wagneriano es su capacidad para inventar un nuevo lenguaje, y luego hacer que la realidad se ajuste a él. La prueba de la eficacia del relato wagneriano reside en el hecho de que hoy nos resulta imposible hablar de la obra de Wagner sin utilizar los términos que él mismo forjó para crearla.

cuatro por uno / no hay drama



Hay algo del orden de la obsesión cuando se trata de hablar de Richard Wagner. Basta con entrar su nombre en el buscador del blog para descubrir que se trata de una de esas presencias recurrentes en estas páginas, desde una visita a Bayreuth en 2009 hasta un viaje más modesto pero igualmente gratificante a La Plata, para una producción de El oro del Rin a comienzos de este año, con múltiples estaciones intermedias. Ahora es el turno del estreno mundial de ese artefacto sui generis que es el bautizado Colón-Ring (que estuvo a punto de llamarse, sucesivamente, China- o Brasil-Ring), con la aclaración de que escribo esto recién llegado a casa, después de nueve horas de función. Desde 2007 que no pasaba nueve horas en el Colón, aunque en aquella oportunidad no estaba en la platea, sino en una oficina.

(NB: esta entrada es de proporciones wagnerianas. No hay versión reducida, pero los asteriscos dividen dos secciones que podrían leerse independientemente. Y que podrían, también, no leerse en absoluto.)

Y, para empezar con las buenas noticias, todas las voces (¡todas!) sonaron impecables. Acaso en las últimas escenas se pudo notar alguna fatiga en los protagonistas, lo cual es perfectamente comprensible dada la magnitud del esfuerzo (aunque ya habrá oportunidad de decir algo más sobre esto). Y lo mismo se puede decir de la orquesta, que, independientemente de pequeños desajustes, sonó realmente bien en los tres primeros títulos, pero que dejó ver algunas claras fisuras en El ocaso de los dioses. Para que sean sólo "algunas", Roberto Paternostro pareció recurrir a esa triquiñuela tan común en la dirección wagneriana que ya había denunciado Pierre Boulez en sus reflexiones a partir de su experiencia en Bayreuth: oscilar entre un mezzoforte y un fortissimo y a otra cosa. Una vez más, después de tantas horas de esfuerzo, es inhumano exigir un nivel de perfección que, aún así, no estuvo tan lejos de las capacidades de los artistas que trabajaron para este Colón-Ring.

Pero ese, ¡ay!, es el problema: son todos grandes artistas, que hicieron un esfuerzo impresionante y de grandísimo nivel, pero al servicio de un mecanismo que nunca termina de funcionar. Las ovaciones a los músicos fueron más que merecidas pero, al mismo tiempo, los abucheos al equipo de producción -fundamentalmente a la directora de escena Valentina Carrasco- sonaron extemporáneos. Es cierto: muchas cosas no terminaban de funcionar en su propuesta, y hasta sería engorroso enumerarlas (será interesante ver cuáles eligen privilegiar cada uno de los asistentes; yo tengo las mías), pero no parece tener sentido ensañarse tanto con una artista reconocida que aceptó trabajar con apenas un mes de anticipación a partir de una idea que ni siquiera era la suya. Se podrá decir que nadie obligó a Valentina Carrasco a aceptar trabajar con poquísimo tiempo en un proyecto que no era el suyo. De acuerdo. Pero no se puede dejar de observar que la distancia entre las extensas ovaciones a los músicos y el abucheo a la directora de escena hace que todo parezca una situación más o menos corriente: una puesta más de una ópera cualquiera de la temporada, en la que se aplaude a los artistas que generan entusiasmo y se rechaza a los que no convencen.

El problema, desde ya, es que esta no es una función más de una ópera cualquiera. El Colón-Ring fue presentado por el propio teatro -y por algunos de sus productores, haciendo pasar su campaña de marketing por artículos periodísticos- como un hecho histórico, una hazaña, una locura digna de ser acompañada hasta sus últimas consecuencias, un proyecto audaz que mantiene en vilo al mundo, etc. En rigor, parece más un tipo de proyecto pensado para teatros periféricos: originalmente pensado para China, se buscó luego presentarlo en América del Sur, y aquí está. A eso se sumaba la participación y posterior berrinche de Katharina Wagner. La misma Katherina que, como directora del Festival de Bayreuth le hizo firmar a Frank Castorf un contrato según el cual, el año próximo, no puede alterar ni una coma en el libreto ni una semicorchea en la partitura de El anillo del nibelungo. Precisamente, la misma obra que ella no tiene problemas en alterar para otros teatros, pero se cuida muy bien de presentar íntegramente en el suyo. Lo más descabellado de todo es que el enorme esfuerzo realizado, la magnitud de los intérpretes, todo lo que se pudo ver y oír hace un rato en el Colón no hizo otra cosa que demostrar que ese mismo esfuerzo era digno de mejores proyectos.

Y yo confieso que fui con una cuota de optimismo: como escribió alguien en un muro de Facebook, al fin de cuentas es la música de Wagner, bien tocada y bien cantada. Es cierto: está bien tocada y bien cantada. Reconozcámosle incluso algún mérito a la dirección de escena. De hecho, pienso volver el viernes, para escuchar una vez más a todos los músicos y prestar atención a algunos detalles de la puesta. Nada de eso es el problema: la falla más grave, la que le quita sentido o, al menos, pone en entredicho todo el asunto, es la adaptación o, mejor, la posibilidad misma de una adaptación. Antes de llegar a lo que hicieron bien los cantantes o a lo que estaba mal en la puesta hay que pasar por la obra misma. O, en realidad, por el sentido y la necesidad de la obra. El problema no es la puesta, y ni siquiera es, estrictamente hablando, la música, sino esa otra entidad, que involucra a ambas, y que no es otra cosa que eso que Wagner entendía por "drama". Eso es precisamente lo que sacrifica este Colón-Ring.

***

Se dijo por ahí que el Colón-Ring no es una serie de "grandes éxitos" del Anillo. Y, ciertamente, no lo es: faltan algunos (los murmullos del bosque, la escena entre Alberich y el Wanderer despertando al dragón, la escena de las Nornas, por ejemplo), otros están radicalmente alterados, y, por otra parte, la idea declarada por los responsables de la adaptación era la de mantener una cohesión dramática. Contar una historia, como se dice en estos casos. El adaptador, Cord Garben, comentó que "la obra de Wagner tiene dos columnas: la acción y lo filosófico; y yo busqué sacarle lo filosófico". Además de la involuntaria humorada, digna de Les Luthiers, hay varios problemas en esa frase. El primero y fundamental es igualar acción y drama. Efectivamente, este Colón-Ring tiene acción, pero "drama" parece ser, para Wagner, algo que difícilmente pueda escindirse de la música. En cuanto a lo "filosófico", si se lo quiere llamar así, no es algo que esté separado del relato del Anillo, sino, en todo caso, algo que lo atraviesa o, mejor aún, una especie de fuente de la que van naciendo los diversos motivos que conforman la obra, un poco a la manera de ese Mi bemol inicial del que parecen brotar todos los sonidos.

Se suele señalar como una característica típica del lenguaje de madurez wagneriano el hecho de que cada obra tenga una "paleta" orquestal diversa. Efectivamente, la orquesta de Tristán e Isolda no suena como la de Parsifal, ni la de Meistersinger como la del Anillo. Cada una tiene un sonido característico que hace que sea imposible confundirla con otra. En cada caso, la elección parece estar motivada por la historia que se cuenta. De esa mutua determinación de texto y música parece surgir esa anomalía que es el drama wagneriano, cuyos relatos parecen extensos y redundantes si se les quita la música, y cuya música parece exigir las palabras que le den su significado completo, aunque se trate de un significado que permanentemente se oculta o se escapa.

En el caso del Anillo, dos típicos recursos wagnerianos alcanzan un punto de madurez asombroso. Uno, desde ya, es el de los famosos Leitmotive, a los que este Colón-Ring parece haberles encontrado una nueva función: hacernos recordar todo lo que falta. El problema de la adaptación de Garben es que los cortes interrumpen el proceso de transformación de los motivos, que, independientemente de la acción, siguen su propia lógica. Una de las razones por las que muchos de los motivos del Anillo se resisten a las etiquetas fáciles es que -sobre todo a medida que se avanza en la historia- se hacen más maleables, se desprenden unos de otros, como si siguieran su propio camino, a veces obligando a "cantar con ellos" a los personajes, a veces como si ignoraran completamente lo que esos personajes están cantando para revelarnos lo que deberían cantar (se suele citar el hábito de Wagner de tocar permanentemente esos motivos al piano como explicación para esta particularidad de su discurso). Aquí, algunos no aparecen, o aparecen tardíamente, sin que quede muy claro cuál es el lugar del que proceden. En otros casos, se da el hecho curioso de que suenen los motivos de los personajes eliminados de esta adaptación, una involuntaria rebelión musical a la amputación de Erda, las Nornas, o esos Rosenkranz y Guildestern de esta historia que son Donner y Froh.

El otro procedimiento es el de la subdivisión de las filas de instrumentos de la orquesta, que llega a contar hasta ocho voces en los violoncellos (en la llegada de Siegmund en el primer acto de La walkyria) o en los cornos (en el comienzo de El oro del Rin y, con un nivel de virtuosismo aún mayor, el comienzo del tercer acto de El ocaso de los dioses). La interrupción del discurso musical producida por los numerosísimos cortes hace que muchos de esos pasajes desaparezcan, sencillamente porque no hay tiempo para dejar que esas líneas se vayan multiplicando para después reintegrarse. Lo mismo sucede con el célebre sonido "camarístico" que, a pesar de una vieja lectura que indica lo contrario, parece ser una de las principales características de El anillo del nibelungo: la eliminación de muchos de esos pasajes, que a veces son caracterizados como momentos en los que "no pasa nada", hace que sólo queden los momentos en los que "pasa todo". La orquesta y los cantantes están siempre al máximo y llegan al final totalmente desgastados.

Y, paradójicamente, lo mismo puede ocurrir con la paciencia del espectador: la mayoría de las situaciones dramáticas del Anillo se repiten tres veces (la célebre fórmula de los dos intentos fallidos y el tercero exitoso), pero al eliminar dos de ellas, la tercera pierde todo tipo de densidad dramática. No es el resultado de ningún proceso reconocible. El caso más evidente es la ausencia de los dos episodios (el relato de Waltraute y el encuentro de Siegfried con las Doncellas del Rin) en los que el anillo está a punto de volver a su origen y evitar la catástrofe que se avecina. Al no poder ver a Brünnhilde y Siegfried eligiendo deliberadamente conservar el anillo a pesar de las advertencias que todos les hacen bienintencionadamente no se entiende bien por qué todo desemboca en una catástrofe. El fracaso más rotundo de la adaptación es que, con su pretendida intención de deshacerse de la mitología para conservar la acción, "deshumanizan" la historia. No queda espacio para la duda, que es al fin de cuentas el principal atributo de los hombres y de los dioses.

martes, 6 de noviembre de 2012

Luciano Berio contra el Ciclo de Música Contemporánea


Hoy, durante un almuerzo con Steve Reich y otros invitados en la Fundación Proa, tuve la oportunidad de revisar algunos prejuicios propios -y conocer, de paso, algunos ajenos- relativos al minimalismo. Más sobre eso en otra entrada. Ahora está por empezar el primero de los dos conciertos con música del compositor norteamericano en el marco del XVI Ciclo de Música Contemporánea y, ya transcurridos, habrá oportunidad de hacer un balance de su visita. Lo que me interesa compartir aquí, más como curiosidad, casi entre paréntesis, es un comentario vertido por Luciano Berio en la Intervista sulla musica publicada por Laterza en 1981 y comentada anteriormente aquí. En esas páginas, Berio se carga a Reich y Morton Feldman, dos de las principales figuras del Ciclo, en términos poco amistosos:

Existen algunos músicos (o bien, "operadores musicales") que, como un cierto número de pintores esclavos de sus marchants, deben ser heroica e indefectiblemente fieles a sí mismos - deben mantener y perpetuar los procedimientos y los gestos que les generaron el primer éxito en su carrera: para evitar la pérdida de reconocimiento, la pérdida del mercado y, naturalmente, su puesto asegurado en los ámbitos en formación de la neovanguardia. Tengo la impresión de que detrás de la insensatez musical fundamentalmente desesperada de un Morton Feldman y de un Steve Reich (el primero escribe todo pianissimo y el segundo escribe gags vagamente encantadores sincronizando y repitiendo con testarudez escuálidos patterns sonoros que poco a poco se van desfasando) subsista todavía el temor de dar un paso fuera de la neovanguardia y de poner descaradamente un pie en esas regiones que en los viejos mapas llevaban la leyenda "hic sunt leones", en donde se abre la música con todos sus volcanes, sus mares y sus colinas. En fin, tienen miedo de ser comidos vivos. Ello no quita que la indigencia semántica de la minimal music de Steve Reich, en las manos de un músico como el holandés Louis Andriessen -lleno de energía y sin complejos de mercado- pueda aportar construcciones musicales mucho más atractivas y significativas. Por un extraño diseño del destino, tanto Reich como Andriessen fueron alumnos míos, uno en California y el otro en Milán. La distancia produce extraños juegos.

Desde ya, es discutible la posibilidad de que estas palabras, vertidas en 1981, puedan ser traídas hasta este 2012 como si nada hubiera pasado en el medio. De cualquier modo, aun con todas las salvedades del caso, no deja de ser interesante recordar hasta qué punto estéticas que hoy pueden compartir cartel fueron alguna vez objeto de discursos de barricada.

Noviembre, con su profusión de conciertos, parece ser el mes ideal para volver a visitar viejas trincheras.