martes, 16 de febrero de 2016

continuidad de los libros


En un pasaje de Dublinesca, Enrique Vila-Matas recuerda ese notable episodio del Ulises joyceano en el que se elabora la teoría acerca de la verdadera identidad del fantasma de Hamlet. Vila-Matas apunta que la idea de que el fantasma que se le aparece a Hamlet es el del propio Shakespeare funciona como secreta clave de lectura para resolver otro enigma, otra presencia misteriosa, esta vez en el propio libro de Joyce: así como Shakespeare le había concedido al príncipe la posibilidad de encontrarse cara a cara con su creador, así también Leopold Bloom pudo cruzarse con el hombre que lo había imaginado. Así, el misterioso personaje que aparece casi fuera de foco, doblando algunas esquinas improbables de Dublin aquel 16 de junio de 1904, no es otro que el propio Joyce. Como si el autor estuviera agazapado entre las páginas de su libro, supervisando que su creación se comporte como él lo ha previsto, que cumpla con las estaciones de ese recorrido tal como pueden hacerlo hoy los que, de visita en Dublin, encuentran las placas de bronce que marcan los hitos de ese viaje imaginario.

En cualquier caso, la figura del escritor que se ubica a sí mismo en la propia obra, a veces de manera críptica, otras veces de manera explícita –como ese Borges que, en La memoria de Shakespeare, se encuentra con ese otro Borges que es él mismo pero es, también, el otro– no es infrecuente en la literatura. Una variante de este fenómeno es la inclusión, por le general también velada, no ya del autor sino del lector: no hay dudas de que, cuando un escritor incluye entre sus personajes a una versión ligeramente alterada de alguna persona conocida –un pariente, una amistad, un o una amante–, se intuye o se espera la reacción de esa persona al descubrirse a sí misma involucrada en los acontecimientos que se narran en las páginas que tiene entre las manos, ajeno hasta entonces de ese homenaje o esa venganza sublimada.

Pero a veces se produce un encuentro completamente inesperado. A veces el autor hace caminar a sus personajes por una ciudad sin saber que, por esas calles, en ese preciso momento, caminaba también, sin ser visto, el lector de su novela. Como en esas historias que involucran viajes en el tiempo, es casi imposible detectar el momento en el que lo improbable se transforma en paradoja, como le ocurre al protagonista de Continuidad de los parques de Cortázar o, casi siempre –y otra vez– a Borges.

Y ya que menciono a Borges: recuerdo la sensación al leer por primera vez "El Aleph" y descubrir que Beatriz Viterbo vivía a la vuelta de mi casa en Constitución, la intuición de que el corazón del universo literario había latido alguna vez a escasos metros de donde yo estaba sentado leyendo esa historia. Lo que reducía el impacto de la escena era saber que, si bien el lugar era el mismo, el tiempo transcurrido entre el episodio que narra "El Aleph" y mi propia realidad de lector adolescente me impedía una experiencia más cercana: si alguna vez había existido allí, en esas calles, algún misterio, ahora sólo quedaba apenas la memoria.

Por eso fue distinta la emoción al leer, en estos días, pasados los años y viviendo en otro lugar no menos mítico (como cualquier otro, al fin de cuentas) de Buenos Aires, Historia de Roque Rey de Ricardo Romero, y descubrir que en uno de sus capítulos más oscuros, en una noche de 1987, esa suerte de Ulises del litoral –que a su modo se encuentra también con sirenas, lotófagos y lestrigones, y que también se asoma, durante su viaje, al mundo de los muertos– pasa por la esquina de donde yo vivía entonces. Y me vi a mí mismo entonces (tendría unos siete u ocho años) mirando desde el balcón de mi casa el paso de Roque Rey, escuchando el ruido que hacían en la vereda los zapatos que le había quitado a un muerto, para descubrir, a la vuelta de mi casa, un sótano que escondía un secreto terrible, como ese tiburón blanco en El camino de Ida de Piglia, que remite a su vez a ese otro sótano de Nocturno de Chile de Bolaño. Continuidad de los sótanos. Lejanas visiones de una infancia en Constitución que ahora, casi treinta años después, encontraba reproducidas en la novela de otro.