lunes, 20 de abril de 2009

sobre el realismo en la literatura


Pensar que se habla de "ópera verista", como si alguien pudiera tomarse en serio el "realismo" de situaciones en las que la gente canta en vez de hablarse. Y no sólo eso, sino que incluso, por momentos, los personajes de las óperas anuncian que van cantar, lo cual hace todo un poco más confuso: si ahora se disponen a cantar, ¿qué estaban haciendo antes? Para mí, esos son los verdaderos momentos mágicos de las óperas y, paradójicamente, los más realistas: la historia exige que un personaje cante, y nosotros lo vemos cantar. Ni más ni menos.

Y digo todo esto porque no veo por qué la aparente artificialidad de la ópera no podría igualmente extenderse a la literatura. Es decir, cómo podríamos tomarnos en serio la pretensión de un relato de ser "realista". No hace falta ser Hume para imaginar que hay en la concatenación de sucesos y en su ilación en una trama más o menos organizada un verdadero acto de creación y no, en rigor, un mero testimonio de algo que pueda decirse que exista "ahí afuera". En todo caso, la literatura es la negación misma de ese "afuera"; es, en rigor, el intento por suplantarlo por su doble. La literatura como el Gemelo Malvado de ese niño balbuceante y un poco torpe al que llamamos "realidad".

Así las cosas, la semana pasada estaba en el patio de comidas del Abasto, probando una especie de fast food árabe con hummus, falafel y todas esas exquisiteces que, preparadas en serie, pierden gran parte de su encanto; y café por medio, releía el primer capítulo de El juguete rabioso, adecuadamente titulado "Los ladrones" (y otra vez pensé en una ópera que sólo había escuchado una vez, hace tiempo, en la que los prófugos, ocultos, cantan... sin que nadie los escuche y los descubra). Decía, entonces, que leía a Arlt:

Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete de las lámparas, Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No sé por qué, en la oscuridad de la escalera pensé en el resplandor del sol, y reí despacio.
-¿De qué te reís? -preguntó malhumorado Enrique.
-No sé.
-¿No encontraremos ningún "cana"?
-No, de aquí a casa no hay.
-Ya lo dijiste antes.
-¡Además con esta lluvia!
-¡Caramba!
-¿Qué hay, che Enrique?
-Me olvidé de cerrar la puerta de la biblioteca. Dame la linterna.
Se la entregué y a grandes pasos Irzubeta desapareció.
Aguardándolo, nos sentamos sobre el mármol de un escalón.
Temblaba de frío en la oscuridad. El agua se estrellaba rabiosamente contra los mosaicos del patio.

En el preciso momento en que leía ese pasaje, sentí a mi lado la sombra del guardia de seguridad del Abasto, que hace su ronda entre las mesas del patio de comidas. Institivamente, bajé el libro, para evitar que el robo de los tres muchachos quedara al descubierto, su plan burdamente expuesto al lado de un plato con restos de falafel. La sensación de peligro duró apenas un segundo, y fue rápidamente reemplazada por una sonrisa autocondescendiente (quiero decir, que me sentí un pelotudo).

Supongo que algo así debe ser el realismo en la literatura.

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