jueves, 23 de septiembre de 2010

ojos bien cerrados


Uno de los lugares comunes de la así llamada "música clásica" es su alto grado de espiritualidad, abstracción, pureza u otros etéreos sustantivos por el estilo. Ya se ha escrito bastante sobre el tema, de modo que no voy a abundar aquí en detalles. En todo caso, me interesa reparar en que probablemente allí resida la motivación de otro lugar común de la música "culta" (y este nombre es peor que el de "clásica") que es el de la ventaja de escucharla con los ojos cerrados, como si así pudiera cancelarse la existencia de ese mundo exterior, demasiado terrenal para la búsqueda de lo absoluto a la que invitan las fugas de Bach, el Ave verum mozartiano, el acorde de Tristán.

Patrañas. En primer lugar porque la pretendida epojé debería cancelar también esos sonidos que, además de ingresar por el oído, suelen llegar, en más de una oportunidad, a conmover al cuerpo, tanto como lo hacen con el alma, cuya existencia la crítica musical jamás ha puesto en duda (¿y qué música escuchará Stephen Hawking? Se me ocurre que Kraftwerk, pero vaya uno a saber...). Pero también porque hay piezas supuestamente "absolutas" de cuyo aspecto visual no puede hacerse abstracción, así sin más. Y no hace falta entrar en el campo de la ópera: cualquiera que haya asistido a la función de la Octava sinfonía de Mahler hace unos días en La Plata habrá advertido hasta qué punto no sólo los sonidos, sino fundamentalmente la espacialidad del sonido es lo que produce ese efecto de pretendida "elevación": no es sólo lo "eterno-femenino" lo que nos guía hacia lo alto.

Pero escribo todo esto porque ya van dos veces en pocas semanas que leo en Clarín opiniones que me parecen, cuando menos, discutibles. Digo "discutibles" para diferenciarlas de otras opiniones vertidas en otro matutino que, lejos de poder discutirse, mueven a una risa incómoda. Pero estas otras, decía, me animo a discutirlas porque provienen de dos personas que aprecio y respeto como Federico Monjeau y Sandra de la Fuente. Uno, al hablar de la Aída que dirigió Barenboim en versión de concierto en el Teatro Colón, y otra en la reciente crítica de la Kátia Kabanová de Jánacek. En ambos casos, se sugería que determinadas óperas no sufren cuando se les sustrae el elemento teatral. Y eso es lo que me parece discutible.

No se trata, desde ya, de prohibir las versiones de concierto o de favorecer el mercado del dvd por sobre el del cd o los viejos y queridos vinilos. De hecho, uno puede conmoverse hasta las lágrimas escuchando algunas óperas en disco, del mismo modo en que uno disfruta la lectura de Shakespeare, Molière o Ibsen. Pero decir que la obra no pierde nada en el camino me parece un poco exagerado. Es cierto que algunas puestas en escena funcionan mejor en radio o cd, pero quitarle el componente escénico a una obra (incluso a Erwartung de Schönberg, por poner un caso extremo) es quitarle parte de su sentido. La obra, aunque sea en grado ínfimo, se resiente.

Entiendo que, dado lo difícil que resulta encontrar puestas completamente satisfactorias, uno sienta la necesidad de "refugiarse" en la intimidad del disco, un poco como sugería Brahms, que, ante la escasa calidad de algunos músicos, prefería quedarse en su casa leyendo partituras. En su cabeza, decía, los sonidos eran mucho más exactos que en las filas de muchas orquestas de Alemania. Y mejor ni pensar en las cosas que Brahms habrá hecho, en su imaginación, con Clara Schumann.

Y ahora que lo pienso, ¿será por eso que Brahms nunca escribió una ópera?

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