El año es 1733. Jean-Philippe Rameau es un compositor de cincuenta años, reconocido como teórico (es el autor de un fundamental Tratado de armonía) y como clavecinista. Sus piezas instrumentales y religiosas son muy valoradas, pero tiene aún una deuda pendiente: el teatro. Decide escribir su primera ópera, aplicando en ella todo su arsenal compositivo y teórico, apartándose conscientemente de la tradición de la ópera francesa de Lully, que ya dominaba la escena parisina cuando Rameau aún no había nacido. Afirmar que Rameau planeó una revolución musical acaso sería exagerado. No es menos cierto que, aún si no se lo propuso, logró causar un revuelo que alteró el curso de la música francesa de manera definitiva. El puntapié inicial de ese vuelco extraordinario fue Hippolyte et Aricie.
Lo primero que se dijo de esa inicial incursión de Rameau en el género lírico fue que, con la música de esa sola obra, se podrían escribir al menos diez. Se trata de una exageración, pero con algo de sustento: los cinco actos de Hippolyte et Aricie son de una riqueza deslumbrante, que va desde las escenas pastorales del comienzo a las profundidades dramáticas de Fedra después de la muerte de Hipólito, pasando por el sobrenatural segundo acto, en el que Teseo desciende a los infiernos sólo para encontrarse con furias y parcas que le anuncian un destino funesto. Igualmente, la presencia del coro es fundamental: ya sea como sacerdotisas del templo de Diana, como cazadores, marineros, pastores o monstruos infernales, la escritura de Rameau es siempre exuberante: hay, en efecto, mucha música. Aquel 1° de octubre de 1733, el público de la Académie Royale de Musique de París tenía razones para sentirse consternado. Nunca se había oído algo así hasta entonces.
Para darse una idea acerca de la dinámica casi frenética del ambiente musical parisino de aquellos años, baste con señalar que, en apenas un par de años, Rameau pasó de ser el iconoclasta que hacía pedazos la tradición lírica de Lully (en la querella de los lullistes contra los ramoneurs) a convertirse en el orgulloso representante de la música francesa contra la influencia foránea de la ópera italiana (en la “querella de los bufones” que tuvo a Jean Jacques Rousseau como principal defensor de la opera buffa). El propio Rameau, ante el revuelo causado por su Hippolyte et Aricie, pensó en abandonar el género. Afortunadamente, no mantuvo esa promesa: antes de que transcurriera una década, ya había escrito varias obras más, entre ellas dos de enorme éxito como Castor et Pollux (1737) y Dardanus (1739).
Las críticas a Rameau fueron de diversa índole. Las más importantes estaban relacionadas con la desconfianza que producía un compositor de óperas cuya fama principal, hasta ese momento, era más como teórico e intérprete que como hombre de teatro. Hoy puede sonar curioso, pero en los salones de París se aseguraba que la música de Rameau era “matemática” y “cerebral”. No sería la última vez que se escuchara ese argumento para hablar de una música que era a todas luces algo novedoso. Lo que ese tipo de crítica puede perder de vista es que un arte, en tanto tal, exige una cierta maestría en el dominio de las técnicas correspondientes. Lo que molestaba de Rameau, en todo caso, podía ser la perfecta conciencia con la que el autor manejaba esos procedimientos para conseguir su propósito. Hippolyte et Aricie contiene, en efecto, algunos de los pasajes más dramáticos de toda la literatura operística francesa: es difícil imaginar momentos más conmovedores que el lamento de Fedra en el segundo acto, la terrible conmoción de Teseo en el tercero o, sobre todo, la tremenda premonición de las Parcas en el segundo acto. “Quiero aterrorizar al público”, se dice que dijo Rameau acerca de ese trío; y lo cierto es que quedarse únicamente en la descripción del cromatismo y las disonancias para explicar por qué esa escena es tan efectiva es mirar sólo una parte del asunto. Es cierto, hay un manejo excepcional de técnicas que pueden describirse como un proceso más o menos regulado por principios “racionales”, pero el objetivo es siempre la movilización de la audiencia; la producción de un fenómeno estético y no la resolución de un teorema.
Y es que, por perfecta que pueda ser la construcción formal y “matemática” de una pieza (y el caso de Hippolyte et Aricie es paradigmático en ese sentido), no se seguiría interpretando si, como audiencia, no nos continuara afectando, siempre de alguna manera nueva e inesperada.
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