viernes, 11 de enero de 2013

sueños, otra vez

Antes de continuar con la habitual programación de este blog y retomar los comentarios musicales (eventualmente literarios: debo una explicación acerca de la reciente conjunción de los nombres de Beck y Borges), me permito abrir un pequeño paréntesis de índole personal. Casi una suerte de llamado a la solidaridad, aunque la verdad es que tampoco es para tanto. En realidad, es apenas una observación acerca de los sueños. No de los sueños en general, sino mis sueños. Y muy particularmente mis últimos sueños. Ténganme paciencia.

No es la primera vez que aparecen los sueños en este blog: se habló bastante de los sueños de Theodor W. Adorno, de los de Walter Benjamin y alguna que otra vez no resistí la tentación de relatar alguno de mi propia cosecha. Pero nada de eso viene a cuento. En realidad, no pretendo contarles un sueño, sino describir una sensación extraña y un tanto incómoda, acaso a modo de exorcismo, que rodea a algunos sueños recientes.

No podría hablar estrictamente de "pesadillas". Creo haber comentado alguna vez que, por alguna razón, desde hace varios años me sucede que, en medio de un sueño particularmente cruento (escenas violentas, a menudo fantásticas, que culminan invariablemente en una o varias muertes, entre ellas la propia) logro advertir que estoy soñando, a pesar de lo vívido de las sensaciones. En esos casos, no me despierto, sino que permanezco en el sueño y aprovecho esa momentánea suspensión de las leyes naturales: si hay un precipicio, me arrojo; si hay zombies, los muerdo yo primero; si una manada de lobos salvajes me ataca, dejo que me muerdan un poco antes de despertar, sintiendo apenas un escozor en las piernas, en los brazos o en el cuello.

Otras veces, ocurre que las circunstancias que me rodean mientras duermo logran colarse en los sueños: recuerdo especialmente un verano en Chile, en el que soñé que estaba en un antiguo calabozo, oscuro, con tenues rayos de sol que se filtraban entre las rejas de una ventana pequeña y alta. Sonaba la música del segundo acto de Fidelio, pero ya no en el sueño, sino en la radio que oficiaba de despertador. Todo mi sueño se había construido a partir de esa percepción inconsciente de la música de Beethoven. El otro caso que recuerdo era una sensación de estar atrapado en un alud, con un peso enorme que me impedía respirar. Cuando desperté, la sensación continuaba, pero se trataba de mi perro que había decidido subirse a mi cama y dormir hecho un ovillo sobre mi pecho.

Hasta aquí, todo parece bastante normal: la percepción, dentro del sueño, de que se está soñando; y la incorporación como elementos del sueño de las circunstancias que rodean al cuerpo que duerme. Supongo que estos fenómenos son relativamente normales. Los sueños de los últimos días, en cambio, son distintos. Ya dirán ustedes si alguna vez les pasó algo por el estilo, y créanme que me sentiría aliviado si supiera que se trata de un fenómeno más o menos frecuente. Para mí, en cualquier caso, se trató de una sensación nueva.

Y es que, por primera vez, había algo que me despertaba desde dentro del propio sueño. Pero no como ocurre generalmente, cuando es uno el que se despierta para protegerse de alguna imagen atroz o angustiante. En esos casos, uno despierta para protegerse de la inminencia de algo desagradable en el sueño. Aquí era al revés: lo primero que pensé fue que era el propio sueño el que se estaba protegiendo de mí, y no a la inversa. Como si yo fuera esa presencia extraña de la que el sueño quisiera mantenerse a salvo. O como si estuviera acercándome a algo, y mi incosciente se resistiera a permitirme alcanzarlo.

En cierto modo, esa reacción que comenté antes, que me permitía saber que estaba soñando y, entonces, soportar cosas que en la vigilia jamás soportaría (disparos, caídas, golpes, ataques de zombies) bien podría haber generado en mi incosciente la necesidad de protegerse de mí mediante nuevos artilugios. Y así, supuse, podría explicarse este nuevo fenómeno. Una adaptación de mi inconsciente, a la manera de esos insecticidas que tienen que ser cada vez más potentes para superar la capacidad de adaptación de los insectos.

El mecanismo es ingenioso: todo funciona como si algo fuera del sueño me reclamara, aunque en realidad no es así. No es el contenido del sueño lo que es falso (eso es, al fin de cuentas, sólo un sueño, y no un engaño), sino que lo que resulta falso es lo que debería estar fuera del sueño, esto es, en la realidad. La sensación es tan extraña, que de inmediato olvido el contenido del sueño, a excepción de ese último tramo que me obligó a despertar. Eso, desde ya, alimenta la sensación de que el propio sueño buscaba expulsarme ya no de un modo violento, como es lo usual, sino mediante un engaño.

Acaso sea más fácil comprenderlo mediante un ejemplo. Lo único que recuerdo de uno de los sueños es que me estaban trasladando en avión a un hospital, podría ser en Europa del Este o en África. Tuvimos que atravesar turbulencias, mientras un médico intentaba estabilizarme. Al aterrizar, el médico se encargaba de discutir con una enfermera los pasos a seguir para mi internación. Desde otra habitación, se escuchaba la voz de otra enfermera que gritaba mi nombre, como si quisiera despertarme. La voz se oía como se oye la voz de nuestros padres cuando nos despertaban para ir a la escuela. Un sonido que se cuela en el sueño desde el mundo de los despiertos, y que finalmente nos arrastra de vuelta a la realidad. Por supuesto, me desperté, pero eran las tres de la mañana, estaba solo en casa y, desde luego, nadie me había llamado.

Otro sueño fue aún más extraño. Debido al calor de estos días de verano, duermo con un pequeño ventilador junto a la cama. Del sueño propiamente dicho no recuerdo nada, salvo el hecho de que, en un momento en el que sentía que me estaba acercando a algo que, aparentemente, estaba buscando, se cortó la luz en mi casa, con ese silencio característico que se escucha en medio de la noche cuando todos los aparatos dejan de funcionar. Y, sobre todo, con el calor que comienza a sentirse cuando ya no funciona el pequeño ventilador junto a la cama. Me desperté, pues, sólo para comprobar que el ventilador seguía funcionando y que la luz, como lo atestiguaba el despertador que no había modificado en nada su pantalla digital, jamás se había cortado. No hacía más calor que el habitual en una noche de verano en Buenos Aires.

Al ponerlos por escrito, los ejemplos parecen menos extraños de lo que me parecieron en su momento, pero eso se deba probablemente a que siempre es necesario tergiversar los sueños para poder poner en palabras una sensación que goza de todas las ambigüedades de las que el lenguaje articulado no es capaz. En todo caso, y para decirlo una vez más, la sensación no era la de esos sueños en los que uno se despierta sobresaltado por lo que soñó, sino de una sensación más extraña, en la que lo que a uno lo sobresalta no es el contenido fantástico del sueño, sino la inesperada normalidad de todo lo que lo nos rodea al despertar. Como si el sueño estuviera luchando más por expulsarnos de su dominio que por encantarnos para permanecer en él. Como si nos arrojara una rama hacia el lado de la vigilia, para que, como perros dóciles y obedientes, corramos a buscarla.

Pero en ese caso, aun si la encontráramos, no tendríamos manera de poder llevarla de regreso.

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