martes, 9 de abril de 2013

fábulas en música


Acaso uno de los inesperados efectos colaterales de la prolongada agonía del disco sea, en el caso de la ópera, la importancia que en los últimos años parece haber ganado la puesta en escena. Desde ya, no es que se esté descubriendo nada nuevo. La ópera no perdió nunca ese componente teatral bajo cuyo signo nació hace más de cuatrocientos años; pero al fin de cuentas, la segunda mitad del siglo pasado, con la proliferación de grabaciones comerciales y artistas exclusivos de las grandes casas discográficas, colaboró en la consolidación de cierto sentido común que veía a la ópera como un subgénero de ese universo todavía llamado "música clásica".

Pero, aunque parezca innecesario repetirlo, el caso es que esa galaxia musical a la que se alude con el rótulo de "clásica" no existía, por ejemplo, en la época en la que Monteverdi escribió su Orfeo. O, al menos, no existía con los contornos con los que hoy lo conocemos -contornos que, dicho sea de paso, parecen cada vez más difusos, como los de ciertas galaxias-. El género mismo nació como una suerte de híbrido, de "favola in musica", en palabras de Monteverdi, o de "tragedia lírica", como se consolidó en Francia. O, dicho más rápidamente, como un subgénero de lo dramático. Que era, en una época en la que la música era poco menos que una artesanía, el género en el que aspirar a una verdadera altura artística. La música, en todo caso, debía servir a la mayor expresión de ese drama cuya superioridad no era puesta en duda.

Dicho sea todo esto para manifestar mi mayor admiración por dos producciones que tuve la oportunidad de disfrutar en estos primeros meses de 2013. Producciones con diversos problemas en la parte musical, pero impecables desde la concepción escénica y, sobre todo, dinamizados por una enorme imaginación para resolver las muchas dificultades -muy diversas entre sí, por cierto- de los respectivos libretos, uno perfecto hasta el detalle, el otro plagado de lagunas. Y, para ser claro: no quiero decir con esto que no sea importante el aspecto musical. Al contrario: la música es la razón principal por la que uno asiste a una obra de Mozart o de Wagner, como en estos casos. Pero no deja de ser sintomático que, aun cuando puedan encontrarse puntos débiles en el costado musical del asunto, puede ocurrir -o, al menos, me ocurrió a mí- que la profunda empatía que genera la producción le permita a uno salir del teatro sintiendo que participó de una experiencia enriquecedora.

A las pruebas, entonces: las dos producciones que despertaron esta perorata son, en orden cronológico, Così fan tutte de Mozart con puesta en escena de Pablo Maritano, en la apertura de temporada de Buenos Aires Lírica, y Die Feen de Wagner con puesta de Renaud Doucet en la Ópera de Leipzig, una co-producción con los Festivales de Bayreuth que forma parte de los festejos organizados en la ciudad natal del compositor para celebrar su bicentenario ("Richard ist Leipziger", se leía en varios afiches estratégicamente distribuidos en una ciudad plagada de referencias musicales con las que competir: de Bach y Mendelssohn a Schumann y hasta Grieg).

En el caso de Così fan tutte, la principal virtud de la puesta de Maritano es tomarse muy en serio el libreto, acaso el más perfecto y a la vez más criticado de la dupla Da Ponte-Mozart. Evitando caer en la sobreactuación, a veces lindante con lo grotesco, de tantas producciones, aquí no hay ninguna necesidad de sobrecargar el drama. El texto mismo está tan cargado de detalles, de pequeños gestos -pequeños pero elocuentes-, que, paradójicamente, la puesta logra que la ambigüedad de los personajes no sea vista como un modo de ocultar algo, sino, al contrario, de volverlo transparente. Con imágenes visualmente hermosas en varios momentos -algo que a esta altura parece ya una marca de autor: pienso en su Rigoletto en La Plata o en Hippolyte et Aricie con la Compañía de Las Luces- Maritano pone en escena, literalmente, los hilos tras las bambalinas. La casa de muñecas con la que juegan las hermanas, mientras su propia casa se convierte en el teatro de marionetas de Don Alfonso -que, dicho sea de paso, por momentos parece una versión dieciochesca del villano de El juego del miedo- no deja dudas acerca de que todo lo que estamos presenciando no es más que un artificio. Pone, además, a todas las idas y vueltas de la trama en el ámbito, precisamente, del juego. Los "disfraces" de Despina, apenas disimulados, o los de los propios amantes, son una clara señal de no hace falta mucho empeño para engañar a quien quiere ser engañado. Lo mismo ocurre con el coro, una runfla que interpreta con cierto desgano los papeles que les acaban de entregar, sumándose a la farsa, uno imagina, por un poco de dinero o de alcohol. O por el pancho, en este caso preparado con una buena salchicha vienesa.

El caso de la producción de Die Feen en Leipzig es diverso, aunque el resultado es igualmente revelador. La obra no se interpreta casi nunca, en parte porque el propio Wagner y sus herederos se encargaron de "borrarla" del canon: escrita a los veinte años y nunca estrenada en vida del compositor -apenas la obertura y algunos fragmentos fueron incluidos en conciertos en los que el joven Wagner comenzaba a hacerse conocido en los teatros alemanes-, la obra parece el producto de un jovencito ambicioso que quiere demostrar que conoce bien la tradición de la que pretende declararse heredero. Mozart, Weber, Beethoven, y hasta el bel canto italiano del que Wagner siempre se declaró amante -Bellini, especialmente-, Wagner, a sus veinte años, parece querer meter todo en una única ópera. Así como sus obras de madurez -Tristán y Parsifal, especialmente- parecen reducir la acción a lo mínimo indispensable, aquí en cambio constantemente están pasando cosas, los personajes no paran de moverse y de pasar por las situaciones más absurdas, con escenas que parecen una prolongación o un homenaje/plagio a La flauta mágica: Farzana y Zemina son primas hermanas de las Tres Damas, Drolla y Gernot son la variante medieval de Papageno y Papagena, y su dúo es una reescritura del de Mozart, por no hablar de las tres pruebas que debe sortear Arindal, la última de las cuales supera gracias a una lira mágica convenientemente ofrecida por un mago al comienzo del tercer acto...

La música, en cambio, se aparta del universo mozartiano (salvo en el dúo cómico del segundo acto) y se inscribe en la tradición de las óperas fantásticas alemanas que estaban de moda en las primeras décadas del siglo XIX: El vampiro y Hans Heiling de Marschner, Fausto de Spohr y, explícitamente, Carl Maria von Weber, figura central para Wagner, cuya influencia es reconocida por el propio compositor, no sólo en la elección del tema, que remite al Oberon weberiano, sino al espíritu general de la obra, que en sus memorias Wagner vincula al inevitable Freischütz. El espíritu italiano, en cambio, se materializa en los extraordinarios concertantes del final del segundo acto y el comienzo del tercero, acaso lo mejor de la obra, que demuestran que desde muy joven Wagner fue un maestro en lo referido a la escritura vocal. Que esa maestría se deba a la influencia de la música italiana no debería sorprender: no faltan, por caso, algunos guiños a Norma en pasajes del segundo acto. De hecho, independientemente del título elegido para la obra, en plural, la verdadera protagonista es Ada, con un nombre imposible para hablar de esta obra, al menos en idioma español: el "hada Ada" no parece ser el mejor nombre para la heroína de una tragedia. Hay en ella, sin embargo, algún indicio de lo que será la Brunilda del segundo acto de El ocaso de los dioses, una esposa que se siente traicionada por un amante demasiado tonto como para entender las fuerzas macabras que se desatan a su alrededor.

En ese sentido, la elección de Doucet al poner el centro de atención en Arindal fue un acierto notable (aunque no, ciertamente, por el desempeño vocal del tenor). El hallazgo, en todo caso, fue la organización espacial, en tres claros niveles, con sus respectivas leyes: el mundo medieval de la corte de Tramond, el mundo mágico de las hadas, ambientado con un vestuario del siglo XIX y un bosque que parecía tomado del Wonderland de Tim Burton, y, finalmente, una casa de nuestros días, en las que un padre de familia abandona una reunión organizada por su esposa y sus amigas para sentarse a escuchar la música de Wagner y perderse en la partitura, imaginando que él mismo es Arindal, rey de Tramond y prometido de la Reina de las Hadas.

Una vez más, la idea no es nueva. Pero la genialidad de esta utilización de un recurso ya probado (todo lo que se ve en el escenario es el fruto de la imaginación de un personaje) tiene la virtud de servir, además, como explicación para la debilidad dramática de Arindal, constantemente sorprendido por las reglas aparentemente caprichosas de los dos mundos que lo reclaman para sí. En eso, se parece a la Alicia de Carroll: tironeado entre diversos personajes a los que parece difícil tomar en serio, en última instancia no se siente ligado a ninguno, como si sospechara que en el fondo no se trata sino de una fantasía. Todo lo que ocurre lo toma por sorpresa, las hadas lo sumen en el goce o en la locura, y de ahí que, en vez del final feliz de la ópera, con un Arindal al que se le ofrece la oportunidad de ser inmortal junto a Ada (el final del cuento de hadas que imaginó Wagner), lo que vemos es otro final feliz para una pareja que estuvo al borde de la disolución: un padre de familia que apaga la radio y se sienta a disfrutar de los tranquilos placeres de la vida conyugal. Esa distancia establecida desde el inicio con el cuento de hadas hace que podamos sentir una cierta empatía con una historia que no se sostiene si uno se la toma muy en serio.

En ese curioso final feliz se advierte, también, la juventud de Wagner. Más cerca de Don Alfonso, en su madurez acabaría por descubrir la felicidad del hogar gracias a la reiterada infidelidad de sus mujeres.

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