jueves, 11 de febrero de 2010

big bang

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Primero, hay que cerrar los ojos. Así, dicen, se escucha la buena música. Bloquear los sentidos, para que el espíritu pueda iniciar sin obstáculos el ascenso. Un procedimiento cartesiano.

Recostado en su butaca, los ojos cerrados, el Dr. César Ameghino intenta concentrarse en la música que le llega desde el foso, en las voces de Fausto y Mefistófeles merodeando en el jardín de Margarita. Pero aun obedeciendo todas las reglas de la etiqueta, resulta difícil mantener la concentración. Desembarazarse del mundo. El Dr. Ameghino no es Descartes.

Las imágenes, al principio, son fugaces, casi incomprensibles. Gérmenes de pensamientos que no llegan a desarrollarse, retazos de objetos más o menos familiares. El olor del café del desayuno, la textura del diario La Nación entre las manos, hojas de periódico grandes como tapices del Oriente, ideales para ocultar el mundo, para ofrecer la ilusión de que nada hay más allá de esas páginas. Que son, sí, difíciles de maniobrar, pero precisamente porque el Universo es una máquina compleja, sólo comprensible para manos nobles y grandes espíritus.

Ese sábado, 25 de junio de 1910, el diario anunciaba que por la noche los porteños podrían observar al “temido cometa” Halley. La ilustración que acompañaba el anuncio, una vista del cometa desde un telescopio, parecía una de esas fotos con las que la policía difunde los rostros de los delincuentes peligrosos. El Dr. Ameghino no le prestó atención. Había decidido pasar una noche en la ópera, y no tenía interés –ni mucho menos miedo– en pasar la velada en un balcón, escrutando el cielo.

Con los ojos cerrados, recostado en su butaca, el Dr. Ameghino percibe un murmullo que comienza a expandirse por la sala. Al comienzo es difuso –“como la cola de un cometa”, piensa–, pero poco a poco cobra una presencia, esta vez sí, amenazante. Como si la estela gaseosa del cometa dificultara la respiración de los que esa noche están, como él, más interesados en los complicados espejismos de una ópera que en los prodigios que sacuden al Universo al otro lado de las puertas del teatro. La orquesta deja de tocar cuando las voces que llegan desde la platea superan las de los cantantes en el escenario. El Dr. Ameghino abre los ojos, como si despertara de un sueño. Las voces suenan como una maldición wagneriana, o como el grito anónimo que anuncia la muerte del compare Turiddu. “Ha volado el Colón”, dicen.

Rápido de reflejos, el director de orquesta da la orden de iniciar el Himno Nacional Argentino. Son pocos los que se quedan en el Teatro Ópera para cantarlo. La mayoría –el Dr. Ameghino entre ellos–, se dirige al nuevo Teatro Colón para presenciar la catástrofe o el milagro. En las cuadras que lo separan de la escena del atentado, el Dr. Ameghino recuerda que, esa noche, el Colón ofrecía la Manon de Massenet. Un espectáculo mediocre, para el que tenía reservada su butaca habitual –platea, N° 224–, pero al que había decidido, a último momento, no asistir. El Mefistofele de Boito le había parecido una apuesta más segura.

Al llegar, finalmente, al Colón, comprobó aliviado que el edificio no había volado por el aire, como había temido en un principio. Había, sí, algunos heridos, pero no había que lamentar víctimas fatales. La bomba había estallado en la platea, y había destrozado dos butacas que, por fortuna, esa noche estaban vacías. Una de ellas –pero esto el Dr. Ameghino recién lo supo al día siguiente, al leer indignado el diario La Nación– era la N° 224.

Nada se decía allí del cometa.

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