miércoles, 3 de febrero de 2010
la resistencia
Por esas cosas del cambio de horario o de hemisferio (cerebral), recién ayer pude ver Inglorious Basterds. El capricho bélico de Tarantino se había estrenado en los cines argentinos el día de mi partida, y estaba bajando de cartel cuando llegué a Italia. Y no, no es que mi viaje haya sido tan largo. Ocurre que, como de costumbre, los estrenos locales responden a una lógica extraña, un algoritmo complicado cuyas variables son la cantidad de espectadores previstos por las distribuidoras, multiplicado por la cantidad de salas, dividido por el número de granos de pochoclo que caben en un tablero de ajedrez. Paenza, ¿estás ahí?
Y, claro, imaginé que, al regresar a Buenos Aires, después de cinco meses, la película habría ya bajado de cartel. Y no. O sí, pero no tanto. Porque hay un cine, a pocos metros de mi casa, que todavía mostraba -aunque, más que mostrarlo, casi debería decir que lo ocultaba- el afiche con Brad Pitt, al lado de otro, mucho más grande, que anunciaba una banda de mariachis, o algo así. Es que de un tiempo a esta parte, algunos cines de la calle Corrientes sobreviven montando espectáculos en vivo, y proyectan películas con una resignación estoica. Como prisioneros de guerra.
Y ahora pienso que Bastardos Sin Gloria es un muy buen nombre para una banda de mariachis.
Lo cuento porque la sensación de mirar esa película en ese cine, un cine en avanzada etapa de descomposición, fue una experiencia extraordinaria. Nada de 3D, ni de Dolby 5.1, ni otros fetiches hi-tech por el estilo. Un cine de otro tiempo, en éste. Y no es nostalgia, porque podría decirse que la época de los cines-de-la-calle-Corrientes nunca fue mi época. Ni tampoco se trata del fundamentalismo retro de los defensores de vinilos -que, de acuerdo, suenan mucho mejor que el iPod, pero que a mí me hacen pensar en La naranja mecánica... ¿y ahora qué pasa, eh?-.
Quiero decir, que no pretendo elevar esa experiencia a máxima. No me interesa firmar un petitorio exigiendo que no desaparezcan los cines de la calle Corrientes. Éramos tres los que vimos, ayer por la tarde, Inglorious Basterds en el primer piso del Premier. Y fuimos felices, ahí y entonces. Por la película, claro. Pero sobre todo porque ese cine parecía, él mismo, a punto de estallar en una combustión instantánea.
El cine ideal, pensé, para que el FBI te espere a la salida, en una emboscada demasiado anunciada y por eso mismo irresistible.
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