A orillas del río Leonhardt, que parte caprichosamente la ciudad en dos, la catedral de Memelsdorff comenzaba a convertirse, desde muy temprano, en una suerte de escenario de colosales proporciones. La visita del rey no era algo frecuente en una ciudad relativamente menor y, para colmo, de reconocida fama de rebelde o, en todo caso, reacia a reconocer autoridades. Su orgullo autonomista, por otra parte, descansaba precisamente en sus modestas dimensiones, producto de una deliberada y compleja estructura urbana: conscientes de que rara vez los reyes reclaman el vasallaje de ciudades que a duras penas superan el nivel de la insignificancia, los habitantes de Memelsdorff se propusieron, en la medida de lo posible, nunca llamar la atención, destinando parte de sus riquezas a sobornar a los cartógrafos para que no incluyeran la ciudad en los mapas oficiales. No pretendían ser un secreto, pero sí al menos conservar una cuota de paz en tiempos turbulentos. La visita del rey, de paso en su camino hacia la mítica Sicilia, era al mismo tiempo una señal de alarma y una oportunidad para manifestar esa clase de orgullo irresistible que asalta a los que, ocultos durante mucho tiempo, no esperan otra cosa que ser finalmente descubiertos.
La catedral era, por varias razones, el lugar ideal para la celebración. En parte porque, a excepción de la plaza del mercado, era el único espacio en Memelsdorff capaz de contener a la multitud que seguramente querría ser partícipe del acontecimiento. Pero, fundamentalmente, porque ese era el ámbito natural de los doce cantantes que, bajo las órdenes de fray Nicolás, constituían uno de los principales motivos por los que el nombre de la ciudad circulaba como contraseña entre los amantes de las artes. Formado según el modelo de la chapelle del Duque de Anjou, el conjunto podía considerarse el más exquisito de Europa, sobre todo desde que la chapelle del Duque, en Aix-en-Provence, había dejado a ir a Josquin Desprez, ahora cómodamente instalado en Milán, en el entorno de los Sforza. La visita no sólo les permitía a los habitantes de Memelsdorff hacer gala de una de sus joyas más preciadas, sino que -y esto era lo más importante- ofrecía además la posibilidad de someter al rey a una sutil humillación: familiar del Duque de Anjou que se ufanaba del prestigio conseguido por su chapelle, el actual monarca sería testigo de la superioridad de los inesperados doce cantantes de la catedral de Memelsdorff que, simbólicamente, lo estarían destronando.
Apenas había amanecido y fray Nicolás estaba disponiendo los libros de música en la nave destinada al coro. Los cantantes fueron llegando de a uno. Ya reunidos todos y elevada una oración breve, casi mecánica en su habitual compromiso, empezó el ensayo. Afuera, la ciudad se desperezaba con una inusual expectativa. La comitiva del rey se esperaba para el mediodía.
Los motetes habían sido seleccionados con mucho cuidado, atendiendo no sólo a los textos, sino fundamentalmente a algunas curiosas armonías difíciles de lograr, vehículos para el virtuosismo del conjunto. Varios de esos pasajes exigían ser repasados una y otra vez para asegurar su correcta resolución, y fray Nicolás debió interrumpir en varias ocasiones el concentrado canto de sus compañeros. La práctica se extendió durante toda la mañana, y era tal el cuidado y la fatiga puestos en la música que el grupo se vio tomado prácticamente por sorpresa ante la llegada del rey, sus seguidores, y el pueblo de Memelsdorff que poco a poco iba completando todos los espacios de la catedral.
Recién entonces, cuando fray Nicolás ocupó su lugar entre los cantantes y, mediante una señal casi imperceptible, marcó la entrada de las pimeras voces, reparó en que había un hombre más entre los músicos. In principio erat verbum, se superponían las líneas de canto, mientras, sin perder la compostura, fray Nicolás volvía a contar mentalmente a los integrantes del grupo y llegaba a la conclusión de que eran indudablemente doce los hombres que lo rodeaban, lo cual hacía un total de trece al incluirse él mismo en el conjunto.
No había reparado en ello antes, porque el ensayo matutino, a pesar de las inevitables interrupciones, se había desarrollado previsiblemente bien. El conjunto sonaba de maravillas y nada parecía fuera de lugar. Ahora mismo, mientras la música se internaba poco a poco en las intrincadas armonías del motete, todo parecía funcionar a la perfección, y nadie entre los asistentes parecía notar la presencia inesperada de un desconocido en el coro. La segunda pieza programada, Tu solus qui facis mirabilia, generó una sensación aún más extraordinaria en el ambiente. La multitud parecía en trance, como si todo rastro de cualquier realidad que no fuera únicamente la música se hubiera desintegrado a medida que las notas se desplegaban entre los resquicios góticos de la catedral hasta cubrirla por completo. Recién después, con el tercer motete, llegó el escándalo.
Fue como despertarse paulatinamente de un sueño intenso, una inquietud expectante que se transforma en sorpresa pasado el tiempo necesario para reconocer el golpe. Fray Nicolás, más habituado a las sutilezas y misterios de la música, fue el primero en advertirlo, pero no encontró las fuerzas para reaccionar, paralizado por la sorpresa. La multitud manifestó su asombro con murmullos solapados, que de cualquier modo eran siempre interrumpidos por el deseo de seguir escuchando esos sonidos repulsivos y, a la vez, irresistibles. Sólo el rey se puso de pie, llevándose las manos a los oídos, mientras su comitiva intercambiaba miradas de sorpresa y confusión, debatiéndose entre la protección debida a su soberano y una indecorosa pero saludable huída.
La voz había surgido, clara, entre los cantantes, que en un principio continuaron con sus respectivas líneas, repitiendo las tres palabras, Ut heremita solus, sobre las que se construía el motete. Pero a medida que el intruso alcanzaba un volumen prodigioso, alejándose cada vez más de la armonía, las otras voces se fueron apagando, hasta dejar únicamente a esa voz que, llegada al punto culminante de su tortuoso cromatismo, todos adivinaron de procedencia sobrenatural.
Después, la confusión. Nadie pudo determinar por cuánto tiempo se extendió la improvisación del intruso, pero cuando finalmente se produjo el silencio -también de duración indefinida- la figura, envuelta en su hábito oscuro, atravesó uno de los vitrales, dejando entrar el viento y la lluvia. Ya era de noche, y los primeros testigos que huyeron de la catedral aseguraban haber visto una figura que trepaba entre las gárgolas y desaparecía en las alturas.
El rey reorganizó como pudo su comitiva y partió de inmediato. Lo oyeron maldecir la ausencia de Memelsdorff de los mapas oficiales, que le impedía el placer ordenar que la borraran de ellos para siempre. La multitud se dispersó en pocos minutos, temblando por el estupor y la lluvia.
Fray Nicolás permaneció en la catedral. Después de arrancar varias hojas de los libros de música, se encerró en una celda en el subsuelo, dispuesto a reconstruir los sonidos que, hasta ese día, jamás había imaginado que existían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario