lunes, 30 de enero de 2012

concord, mass.


Henry James definió a Concord, Massachusetts como "the biggest little place in America". Con poco más de 15.000 habitantes, la ciudad seguramente ostenta el record de densidad de escritores: Thoreau, la familia Alcott, Hawthorne y Emerson, entre otros nombres menores, vivieron y escribieron ahí, en una zona que, para los norteamericanos, tiene también el encanto épico de haber escuchado, además, los primeros disparos de la revolución, el germen de la independencia.

Para los músicos, en cambio, "Concord, Mass." es el nombre de la extraordinaria sonata para piano de Charles Ives, una de esas obras que invitan a la metáfora geológica: tocarla, dicen, es como escalar el Everest. Requiere una extensa preparación, física y mental. De eso habla Jeremy Denk en su artículo para el último número del New Yorker aparecido hoy: el desafío, romántico por lo anacrónico, de no sólo tocar la sonata Concord, sino además registrarla en un cd (otro registro de música de Ives, las Sonatas para violín a cargo de Hilary Hahn, son comentadas por Diego Fischerman en Página/12).

Me animo a una rápida traducción de una anécdota incluída en el artículo que ilustra el tipo de fascinación que es capaz de ejercer Charles Ives. De una manera entre cándida y romántica -que, dicho sea de paso, no desentona en absoluto con la atmósfera de los escritos generados en Concord, Mass.- Denk relata cómo comenzó su interés por la música de Ives. El pianista se remonta a una experiencia juvenil, en un conjunto de cámara que estudiaba el Trío para violín, cello y piano (cuyo redundante segundo movimiento, "TSIAJ", explicita el sentido de la palabra italiana scherzo: "this scherzo is a joke"). En particular, se detiene en la dificultad de un pasaje al que no terminaba de encontrarle la vuelta, y cuya solución llegó de manera inesperada:

Una tarde, el violinista del grupo y yo subimos al auto y abandonamos el campus universitario. Cuando cruzamos el río Connecticut, él miró por la ventanilla y me dijo: "deberías tocarlo así". Desde el puente, el río parecía increíblemente amplio, y en lugar de una única corriente parecía haber un millón de corrientes que se intersectaban, ríos urgentes y perezosos dentro de un mismo río, bolsillos mágicos en los que nada parecía moverse en absoluto. La luz del atardecer pintaba el agua de rosa, naranja y dorado. Era la más hermosa, paciente y meandrosa multiplicidad.

De inmediato supe cómo interpretar el pasaje. Más aún, la música de Ives me hizo ver los ríos de manera diferente: siglos de música los habían petrificado, ignorando su realidad para convertirlos en objetos musicales. Schubert utiliza arroyos que corren melodiosamente para susurrarle un consuelo a los amantes suicidas; Wagner pone doncellas y anillos fatídicos en el lecho de un Rin heroico. Ives es diferente. Te ofrece contracorrientes, mugre, neblina... el desorden de miles de partículas arrastrándose corriente abajo. Sus ríos no están constreñidos por los deseos y las historias de los hombres; cantan la belleza de su propio azar y su deriva.

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