viernes, 14 de febrero de 2014

San Roberto de Troya



Este fin de semana termina la muestra Archivo Bolaño en el Centro Cultural Recoleta. La invitación para que se den una vuelta los que no fueron, o vuelvan los que ya estuvieron, es casi innecesaria en este blog. Quiero decir: Richard Wagner o Bob Dylan pueden ser los nombres propios más recurrentes en estudio de noche –no llevo un registro estadístico exacto–, pero sin Roberto Bolaño, lisa y llanamente, nada de esto existiría. Aunque ahora que repaso todas las menciones, directas o elípticas, al autor de ______ (pongan aquí el título que más les guste de Bolaño: hoy elijo Tres) advierto que claramente es el nombre más citado, el que aparece en más entradas, para hablar de sus obras o de otras obras en las que su sombra es evocada como contraseña o amuleto.

No se trata de fetichismo (un fetichista anotaría en su cuaderno, por ejemplo, que al teclado de Bolaño le falta la tecla F8). Y, de hecho, el último rincón, con la máquina de escribir, los anteojos, el teclado de Bolaño es lo menos interesante de la muestra. Esos objetos, previsiblemente, están casi escondidos, como un asterisco que nos informa, en una nota al pie, que los cuadernos que uno pudo recorrer en los pabellones del Archivo Bolaño son apenas la punta del iceberg, la parte analógica, complementada con todos esos otros archivos-Bolaño digitales que cada tanto se escapan de su computadora y llegan a las librerías como un mensaje en una botella de mezcal. Lo verdaderamente fascinante de las vitrinas desplegadas en el CCR son las páginas y páginas escritas a mano, con una claridad pasmosa, en las que a veces se reconocen algunas pasajes de novelas, de cuentos, de poemas, y otras veces uno puede asomarse, aunque sea por una o dos páginas, a inéditos que están esperando el tiempo menos pensado para materializarse ante nosotros, como esos personajes haciendo dedo en el comienzo del enigmático relato El maquinista (1986), que alguna vez –espero– se podrá leer completo.

La muestra tiene más que papeles inéditos, por supuesto, pero tratándose de Bolaño no es de extrañar que, aun cuando puedan verse fotos, videos, imágenes o incluso una caja original del juego en el cual se inspira El tercer Reich, uno descubra que lo que ha hecho durante todo el recorrido fue leer. Y que lo que hará una vez que abandone la sala y regrese a casa será seguir leyendo. Supongo que habrá consenso entre los lectores de Bolaño acerca de que una de las principales características que uno descubre en sus textos es la extraordinaria sed que despierta para lanzarse a otras lecturas. No por remanida deja de tener su encanto la metáfora detectivesca: cada libro es un testigo que ofrece una pista que conduce a otro; y este a otro; y ese a otro más. A veces, en esa lista, uno se encuentra con los nombres de los sospechosos de siempre (Nicanor Parra, Vallejo, Borges, Joyce, Di Benedetto, Cortázar); otras veces, termina adentrándose en territorios nuevos –para uno, se entiende: aunque al fin de cuentas, hasta a los más célebres autores son una y otra vez redescubiertos–, y le agradece a Bolaño habernos indicado el camino para llegar a J. R. Wilcock, a Enrique Lihn, a A. G. Porta.

Archivo Bolaño también invita a seguir leyendo porque el catálogo incluye varios textos para incorporar a nuestros archivos. Entre ellos, los aportes ineludibles de Enrique Vila-Matas y Javier Cercas, o el texto de A. G. Porta, escrito a la manera de una de las voces de la sección central de Los detectives salvajes, como si, imitando a Arturo Belano y Ulises Lima persiguiendo la sombra de Cesárea Tinajero, uno estuviera lanzado a la búsqueda de Roberto Bolaño. Y a propósito de detectives: hay, entre el material de este Archivo, recortes de diarios que Bolaño conservaba para tomar, de ciertas noticias, elementos, situaciones, personajes para sus obras, desde notas policiales hasta historias de Copa Libertadores 1979. En uno de esos recortes, justo arriba de la historia destacada, alcanza a leerse la última palabra del artículo anterior, casi como un código secreto.

La palabra es Gombrowicz.

De ahí que el Archivo Bolaño sea mucho, pero mucho más que una muestra dedicada a un autor. Es, para ceder una vez más a la tentación de la referencia, un paseo por la literatura. Así, entre los manuscritos de Tres minutos antes de la aparición del gato (1979), se asoma Cortázar; como Philip K. Dick se asoma entre los de El espíritu de la ciencia ficción (1984). Y hasta Goethe hace una aparición estelar en uno de los epígrafes, que finalmente no sería incluido en la edición final, de El tercer Reich –alguna vez llamado La estrategia mediterránea (1989)–:

Und so lang du das nicht hast
Dieses: stirb und werde!
Bist du nur ein trüber Gast
Auf der dunklen Erde.

Y abajo la traducción, entre paréntesis:

(Y en tanto no lo has captado / este: ¡muere y vivirás! / no eres más que un molesto huésped / en la Tierra sombría)


Por último, como en esas escenas en las que el testigo, hacia el final del interrogatorio, se contradice, se quiebra y acaba por confesar la verdad, yo también me contradigo. Porque, sí, por supuesto, hay algo de fetichismo en el asunto, al menos cuando uno se encuentra cara a cara con la hoja en la que está garabateado Sión, o con el dibujo del mexicano andando en bicicleta, rodeado de todos esos otros mexicanos, siempre vistos desde arriba. Pero no se trata simplemente de la curiosidad de tener ante los ojos los papeles –o las copias de papeles– de un ídolo muerto. Lo que asombra, al fin de cuentas, es la voluntad espartana que late en cada uno de esos documentos, la sensación de que allí se concentra, en estado puro, eso que, a falta de otro nombre, todavía llamamos literatura.

Mientras caminaba entre las vitrinas, cruzando miradas, cada tanto, con otros curiosos que pegaban los ojos contra los vidrios, pensé en el artefacto de Nicanor Parra que descubría de un solo golpe la dimensión socrática –también: sacrificial– de todo el asunto ("Le debemos un hígado a Bolaño"). Pensé en el gladiador Póstumo, que se imaginaba invicto para darse ánimo. Y pensé también, no sé por qué, en la escena de un joven Bob Dylan visitando a Woody Guthrie enfermo. La referencia acaso se deba a la influencia del pobre Vallejo internado en París, al comienzo de Monsieur Pain –una de mis favoritas, que, en la primera edición que puede verse en la muestra, todavía se llamaba La senda de los elefantes–. También, bajo la influencia de lo que acababa de ver, volvían una y otra vez los versos de Los perros románticos ("Entre las moscas"), que citan prácticamente todos los que escriben en este Archivo Bolaño:

Poetas troyanos
Ya nada de lo que podía ser vuestro
Existe

Ni templos ni jardines
Ni poesía

Sois libres
Admirables poetas troyanos.

La estatura de mito de Bolaño es para muchos motivo de desconfianza. En todo caso, parece más pertinente la reacción de Alejandro Zambra, que prefiere alegrarse por el hecho de que la difusión internacional, el revuelo de las ventas, los críticos, los fanáticos y todas las demás criaturas de algún modo relacionadas con las manos del mercado, recaiga finalmente en un gran escritor. Por cierto, es mucho más fácil despotricar contra el mercado, contra la falsa pompa y circunstancia, cuando los celebrados son impostores. Pero, al fin de cuentas, hasta los admirables poetas troyanos tuvieron sus estatuas, y con el paso del tiempo, las sobrevivieron. Recordé entonces las profecías de Auxilio Lacouture hacia el final de Amuleto:

Pero todas las estatuas vuelan, por intervención divina o más usualmente por dinamita, como voló la estatua de Heine. Así que no confiemos demasiado en las estatuas.

Roberto Bolaño será leído en los túneles en el año 2045.

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