lunes, 8 de diciembre de 2008

¡Que viva la música!

Fue allí cuando los columnistas más respetables empezaron a diagnosticar un malestar en nuestra generación, la que empezó a partir del cuarto long play de los Beatles, no la de los nadaístas, ni la de los muchachos burgueses atrofiados en el ripio del nadaísmo. Hablo de la que se definió en las rumbas y en el mar, en cada orgía de Semana Santa en La Bocana. No fuimos innovadores: ninguno se acredita la gracia de haber llevado la primera camisa de flores o el primero de los pelos largos. Todo estaba innovado cuando aparecimos. No fue difícil, entonces, averiguar que nuestra misión era no retroceder por el camino hollado, jamás evitar un reto, que nuestra actividad, como la de las hormigas, llegara a minar cada uno de los cimientos de esta sociedad, hasta los cimientos que recién excavan los que hablan de construir una sociedad nueva sobre las ruinas que nosotros dejamos.

Pero nosotros no nos íbamos a morir tan rápido.


No sé qué pensarán ustedes, pero hay algo extraño en el hecho de que los suplementos culturales (pronto los yogures vendrán también con suplementos culturales) o los festivales y ferias de literatura invoquen cada vez más los nombres de autores que buscaron deliberadamente la actividad en los márgenes. Hace poco mencionamos la inminente edición de Respiración del laberinto de Mario Santiago, o el hecho de que Pedro Lemebel fuera una de las estrellas en el reciente Filba... un Filba que estuvo dedicado, no está de más recordarlo, a Roberto Bolaño, que es de alguna manera el caso emblemático de todo este fenómeno: un escritor a la vez genial -probablemente el mejor de todos, y aquí todos quiere decir precisamente eso: todos- y marginal, al menos por ciertos intereses e ideas recurrentes en sus cuentos, novelas, poemas, y hasta en sus intervenciones críticas, preferentemente dedicadas a alabar a esos compañeros de ruta menos afortunados, pero igualmente geniales. Y ahora que lo pienso, bien podría ser que el meteórico y creciente éxito comercial de Bolaño haya generado en las editoriales el deseo de redescubrir a toda una generación de escritores latinoamericanos convertidos con los años en auténticas figuras de culto. Mejor así.

Aunque tampoco faltarán los cultos seguidores de esos cultos ocultos que pondrán el grito en el cielo porque los nombres sagrados andan en boca de cualquier profano. Eso tampoco está mal. A todos nos gusta sentir que esos libros fueron escritos para nosotros, exclusivamente. O que cierta música sólo resuena en nuestras cabezas. En cualquier caso, siempre nos queda el consuelo de saber que, a pesar de que hasta nuestros peores enemigos lleven esos libros, esos discos debajo del brazo, sólo nosotros alcanzamos a entenderlos, a disfrutarlos como ellos se merecen.

Y todo esto viene a cuento porque el último eslabón de la cadena es la reciente edición de ¡Que viva la música! de Andrés Caicedo (Cali, 1951-1977), un libro luminoso de un autor brillante que se suicidó a los 26 años, en el preciso instante en que se editaba su novela, de la que está tomada la cita que encabeza este post. Alguien -no me acuerdo quién- definió a Caicedo como un escritor que había vivido como un personaje de Bolaño. Como definición, no está nada mal. Al fin de cuentas, el propio Bolaño fue un personaje de Bolaño, bajo el nombre de Arturo Belano, así como Mario Santiago se convirtió en Ulises Lima en Los detectives salvajes. Caicedo vendría a ser la estrella colombiana y distante de esa constelación.

Así que ajusten sus telescopios y estén atentos, porque se anuncia que este es apenas el primero de una serie de libros de Andrés Caicedo que serán publicados en la Argentina.

Felicidad y paz en mi tierra.

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