lunes, 11 de mayo de 2009

realismo III


Los viajes largos invitan a la lectura (siempre y cuando no sea uno el conductor del vehículo en cuestión), y la elección de los libros que uno debe llevar en el viaje es una decisión tanto o más importante que la correspondiente al vestuario. La pregunta más acuciante pasa de ser "¿Cuánto frío hara del otro lado?" a esta otra, no menos sujeta a los avatares del clima: "¿Qué leer durante el viaje? ¿Qué leer una vez llegado a destino?" Algunas personas optan por dejarse tentar por el best-seller de moda en el momento de la partida, o de la llegada: leen lo que encuentran a mano. Personalmente, siempre preferí asegurarme de tener en el equipaje los libros adecuados y, llegado el caso, recurrir a la primera campera, bufanda o traje de baño que encuentre. (Y ahora que lo pienso, ¿a qué clase de lugares viajo si necesito esas tres cosas?).

Lo que me preocupa, en mi caso, es que este tipo de decisiones no sólo valen para los viajes extensos, esos que incluyen un paso obligado por un Free Shop (ya sea el glamoroso de los aeropuertos o el más popular de las terminales de Retiro, Mar del Plata o por qué no Constitución... ¿Son o no son "duty free", también y al fin de cuentas, esos impúdicos despliegues de mercaderías dudosas?). Incluso cuando tengo que recurrir al subte, aunque sea por cinco míseras estaciones, me pregunto qué tipo de lectura es la más apropiada para la circunstancia. Por lo general, diarios y revistas son las que mejor se prestan a ese tipo de ámbito, pero a veces un buen libro puede ser más estimulante. Recuerdo que en los viajes diarios a mi trabajo en una disquería, hace ya casi diez años, fui leyendo por entregas el Lord of the Rings de Tolkien. Era un evidente intento por evadirme de la sensación alienante de tener que llegar cada día a marcar la tarjeta de ingreso antes de la hora señalada, pero eso no lo hacía menos efectivo. Confieso que cuando Gandalf cayó al abismo arrastrado por el Balrog, miré incrédulo, casi entre lágrimas, a mis compañeros de vagón. Otro de esos momentos de realismo en la literatura en los que me sentí un pelotudo.

Aún así, sigo creyendo que la posibilidad de enfrascarse en la lectura en medio de condiciones adversas (una suerte de epojé literaria, considerada por muchos como el punto más intenso de sugestión al que se puede llegar mediante la literatura antes de desbarrancarse en el delirio á la Alonso Quijano) es incluso superada por un ejercicio acaso más riesgoso, pero que puede redituar experiencias más intensas. Es decir: el ideal, en este caso, no se trataría tanto de abstraerse del entorno para sumergirse en el universo del libro en cuestión, sino de incorporar ese entorno, de convertirse en el medium, el vórtice que une esos dos universos, el que está encerrado en las páginas del libro y el que se desplaza a una velocidad más o menos vertiginosa en el vehículo que nos contiene, al libro y a nosotros, a condición de que ninguno de esos dos universos pierda su relativa autonomía, por supuesto. De lo contrario, ya saben: los gigantes, los molinos de viento, y todo eso.
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Piensen, por ejemplo, en la siguiente escena.
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Autopista Buenos Aires-La Plata. Un viaje en micro de una hora y media, aproximadamente. Voy leyendo Crash sentado junto a una adolescente completamente atravesada por piercings. Algunos que puedo ver a primera vista, y otros que puedo solamente imaginar, y más cuando es el libro de Ballard el que tengo entre mis manos. ¿Notaron cómo a veces es posible adivinar el tema que están escuchando los pasajeros con iPod cuando llevan el volumen al máximo? Algo así me produjo ese viaje a La Plata, en el que temía, o esperaba, o las dos cosas, que mi lectura de Crash fuera lo suficientemente intensa como para que mi compañera de asiento percibiera los estímulos que Ballard me transmitía por unos auriculares invisibles. Ese viaje, de pronto, adquiere una nueva dimensión. Y la chica de los piercings tiene su iPod a todo volumen...

Imaginen, unos días después, aún con el libro de Ballard (unas páginas más adelante respecto de aquella vez en la ruta). Ahora en el subte, en uno de esos viajes en horarios centrales, rodeado de cuerpos que buscan ensamblarse del modo menos humillante posible en una suerte de Tetris perverso, en tres dimensiones. Probablemente camino a trabajos mucho menos estimulantes que un viaje subterráneo rodeado del sudor de extraños, de respiraciones entrecortadas que se agarran a uno como las garras gaseosas de los zombies victorianos. La imagen más inquietante es la de las mujeres que, con una mueca de dolor, intentan cerrar los oídos para mitigar el espanto del chirrido de los trenes rozándose en los túneles. Bienvenidos a Metro-Centre.
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Acto tercero. Ahora en un colectivo, desde Barracas hacia el Centro. Tranquilo, sentado, leyendo ya los últimos capítulos de mi primer Ballard. Pensando que es muy posible que esta Buenos Aires modelo 2009 no tenga nada que envidiarle a la Londres de Crash. Claro que, en esta oportunidad, pasa tan poco arriba de este colectivo que no puedo concentrarme. Estoy a punto de dejar de leer, hasta que me sobresalta el ruido ominoso de una frenada brusca. El colectivo sufre un espasmo violento y caigo hacia adelante, el libro protegiéndome de un golpe seguro contra el respaldo del asiento de enfrente. Es casi un segundo, pero el sonido de las bocinas, inmediatamente después de las frenadas, me parecen un canto de alabanza, una celebración de la belleza del mundo.
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Todo vuelve a la normalidad.

1 comentario:

Unknown dijo...

Y además, leer "Crash" en la autopista Buenos Aires-La Plata es un acto de temeridad o una muestra de fetichismo compartido (con la novela, se entiende).