En 1981, la editorial italiana Laterza publicó un diálogo entre Luciano Berio y Rossana Dalmonte con el título de Intervista sulla musica. Fue reeditado en 2007, cuatro años después de la muerte del compositor, y, que yo sepa, no tiene edición castellana -aunque sí brasilera-. A menos que haya sido editada con el título de Musical obsesión, por cuestiones de marketing, un poco a la manera de las películas norteamericanas (para las cuales las palabras “obsesión”, “tentación” y sus derivados parecen ser de mención obligatoria) o de los propios libros sobre música que, como todo el mundo sabe, nadie en su sano juicio compraría si no fuera por los sagaces operadores de las casas editoriales, que saben que lo importante es un título atractivo y que todo el resto es ruido.
Como sea, la lectura del librito en cuestión depara unos cuantos placeres. En parte, gracias a una serie de extraordinarias boutades de Berio, que después de contar su fascinación juvenil con La bohème, lanza un categórico: “comparado con Puccini, Mascagni era un troglodita”. O que, casi al pasar, puede calificar de “insensatos musicales” a Morton Feldman y Steve Reich: “uno escribe todo pianissimo, el otro produce gags (...) con escuálidos patterns sonoros que poco a poco se van desfasando”. Por no hablar del pobre Hanns Eisler, cuyo nombre, cada vez que aparece en la conversación, viene seguido de una serie de epítetos a cual más violento.
Pero, por fuera de estos arrebatos, interesantes más como chismes que como observaciones rigurosas, hay algunos párrafos más densos conceptualmente, que invitan a pensar con cierto detenimiento algunas cuestiones. Uno de ellos, por caso, es el que hace referencia a la proliferación de discursos musicales y a la escasa comunicación entre los compositores. Un tópico, dicho sea de paso, que una y otra vez aparece en conversaciones con músicos argentinos. Dice Berio:
Junto al entusiasmo por un mundo musical pluralista, múltiple y centrífugo (...) falta la aceptación del hecho elemental de que también los lenguajes musicales se transmiten, y falta la visión utópica de un lenguaje común que le permita a la música y a los músicos hablar y ser hablados universalmente. Sin este ideal, secretamente implícito y acaso irrealizable, la música no se mueve, pierde una de sus razones dialécticas (...) Es útil buscar las cosas que sabemos que no podremos encontrar.
Como sea, la lectura del librito en cuestión depara unos cuantos placeres. En parte, gracias a una serie de extraordinarias boutades de Berio, que después de contar su fascinación juvenil con La bohème, lanza un categórico: “comparado con Puccini, Mascagni era un troglodita”. O que, casi al pasar, puede calificar de “insensatos musicales” a Morton Feldman y Steve Reich: “uno escribe todo pianissimo, el otro produce gags (...) con escuálidos patterns sonoros que poco a poco se van desfasando”. Por no hablar del pobre Hanns Eisler, cuyo nombre, cada vez que aparece en la conversación, viene seguido de una serie de epítetos a cual más violento.
Pero, por fuera de estos arrebatos, interesantes más como chismes que como observaciones rigurosas, hay algunos párrafos más densos conceptualmente, que invitan a pensar con cierto detenimiento algunas cuestiones. Uno de ellos, por caso, es el que hace referencia a la proliferación de discursos musicales y a la escasa comunicación entre los compositores. Un tópico, dicho sea de paso, que una y otra vez aparece en conversaciones con músicos argentinos. Dice Berio:
Junto al entusiasmo por un mundo musical pluralista, múltiple y centrífugo (...) falta la aceptación del hecho elemental de que también los lenguajes musicales se transmiten, y falta la visión utópica de un lenguaje común que le permita a la música y a los músicos hablar y ser hablados universalmente. Sin este ideal, secretamente implícito y acaso irrealizable, la música no se mueve, pierde una de sus razones dialécticas (...) Es útil buscar las cosas que sabemos que no podremos encontrar.
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