domingo, 4 de octubre de 2009

las vacas de Wisconsin van al matadero


Un par de programas atrás, en ensayo de día, comentamos con Pablo Gianera algunas de las hipótesis –deliberadamente polémicas, las más de las veces– que Alessandro Baricco lanzaba en su libro El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin. Amén del capítulo dedicado específicamente a la Nueva Música (así, con mayúsculas), que es una lisa y llana provocación –en el mejor sentido de la palabra–, el pasaje que más reparos le generaba a Pablo era el del final, en el que se concluía que la espectacularidad era el futuro de la música que quisiera seguir siendo nueva.

En efecto, es una hipótesis discutible pero, a la vez, digna de ser considerada. Por lo pronto, por el sentido que se le da a la noción de espectacularidad, que no es sino una nueva forma de decir lo que ya se dice hasta el hartazgo de la época actual: la imagen como medida de todas las cosas. En eso, Baricco es etimológicamente riguroso, y su espectacularidad exige ser así entendida. En cualquier caso, las raíces de una estética eminentemente visual se hunden por lo menos hasta la Enéada VI de Plotino y su definición inicial: “Lo bello reside principalmente en la vista”.

Lo interesante del caso son los ejemplos que Baricco propone como puntos de partida de esa nueva tradición de lo espectacular que definiría el curso de la Nueva Música a partir del siglo XX. Uno es, previsiblemente, el modelo de Puccini, especialmente en su inconclusa Turandot –a la que, dicho sea de paso, Luciano Berio se encargó de escribirle un nuevo final para reemplazar la demasiado respetuosa solución de Franco Alfano–. El otro modelo es el de un exacto coetáneo de Puccini, aunque de vida, tradición y proyecto estético muy diversos: Gustav Mahler.

Para el caso de Mahler, Baricco acuña el concepto de “inmigración clandestina”: elementos que el compositor deja filtrar en el tejido musical –cantilenas triviales, danzas populares, rondas infantiles, fanfarrias– para después describir el proceso mediante el cual esos elementos incorporados desde fuera reaccionan en el ambiente esterilizado del laboratorio de la música culta, corrompiéndolo. Para Baricco,

...la reflexión crítica a menudo prefiere negar este procedimiento: temiendo expulsar a Mahler más allá de los tranquilizantes confines de la tradición culta, prefieren atribuirle la capacidad de rescatar cualquier material de su propia imperfección y elevarlo a la órbita de una superior inspiración musical y moral. Semejante postura (...) se resiste a percibir los más fascinantes pasajes mahlerianos: aquellos en los que este proceso alcanza su radical y clamoroso cumplimiento. Aquellos que dejan atrás las huellas de la tradición y se internan en la modernidad.

Me pregunto cuánto de lo que dice Baricco no puede hacerse extensivo a una obra como la de Mauricio Kagel, por ejemplo. O cuánto de aquella “inmigración clandestina” hay en el “contrabando hormiga” del que alguna vez hablaron Martín Liut y Marcelo Delgado para definir la música del autor de El matadero. Un comentario. En cualquier caso, me parece acertada la propuesta de evitar caer en la tentación de afirmar que lo que hacen los compositores es “rescatar” materiales populares para transfigurarlos, a la manera de Pigmalión o a la de Madonna, que adopta niños africanos para insertarlos en la Civilización Occidental.

Personalmente, ahora que volvió la moda de los vampiros, la metáfora de Nosferatu me parece más apropiada: es el cuerpo antiquísimo del venerable Conde el que adquiere nueva vida gracias a las regulares transfusiones de sangre caliente extraída del cuello de impuras jovencitas.

La sangre muerta sólo sirve para hacer morcillas.

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