lunes, 2 de noviembre de 2009

el espartano



No sé cómo será la ciudad en verano, en plena temporada del Festival, pero Bayreuth en otoño parece un episodio de la Dimensión Desconocida. Aquél en el que un hombre despierta y la ciudad está vacía y lo único que se escucha es el ruido del viento a través de los árboles. O un cuento de Poe, en el que la escasa tripulación de un buque fantasma se mueve sobre cubierta sin advertir la presencia del extranjero. Se escucha, cada tanto, algún que otro cuervo.

Y es muy extraño caminar por calles vacías con nombres como “Tristanstrasse”, “Nibelungenstrasse”, “Walkürenstrasse” y otras lindezas por el estilo, porque, lejos de parecer el set de El señor de los anillos, la ciudad que eligió Wagner para construír su propia Comarca es la manifestación más acabada de la austeridad. En Bayreuth no hay nada. Como si Wagner hubiese hecho suyo el dictum de Bolaño: non in Arcadia, sed in Esparta ego.

Desde luego, una explicación posible es que la megalomanía de Wagner lo llevó a elegir un lugar en el que nada le pudiera hacer sombra: el viajero que llegara a Bayreuth llegaría sólo para verlo a él. La otra explicación, la de considerar sincero el elogio de la austeridad, me parece, sin embargo, más plausible. O, digámoslo así: parece, en otoño, la explicación más plausible. Al visitante de verano, al público de los Festivales, bien puede parecerle lo contrario.

Y ya habrá alguno que sugiera que “austeridad wagneriana” es una suerte de oxýmoron flagrante. Sin embargo, recorriendo los parques vacíos de la Festspielhaus, visitando los pasillos desiertos, la sala construída íntegramente en madera y desprovista de cualquier tipo de ornamentación que distraiga la mirada, la sensación es la que producen algunas de las desnudas catedrales luteranas de la Baja Sajonia. (El Franz Liszt que escribió La lúgubre góndola y RW – Venezia 1883 debe haber sentido lo mismo cuando pidió ser enterrado allí, en el cementerio de Bayreuth. Y su hija Cósima acertó al convocar para la ceremonia de Requiem a un organista necrófilo y admirador de la familia: hoy una placa recuerda el paso de Anton Bruckner por la Schlosskirche de Bayreuth para la ocasión de los funerales del suegro de Wagner.)

La sensación de irrealidad se multiplica al tomar la Richard Wagner Strasse y llegar a la casa Wahnfried, la residencia de Wagner hoy convertida en museo. Reforzada, en mi caso, por el hecho de haber llegado tarde, cuando el museo ya estaba cerrando sus puertas y las visitas habían terminado. Anochecía –“crepúsculo” u “ocaso” serían las palabras más apropiadamente wagnerianas– y la guía del museo me permitió entrar y recorrer la casa por mi cuenta mientras ella apagaba el equipo de música que transmitía el preludio de Parsifal por los parlantes. Así fue que me encontré, de pronto, caminando solo en una casa en penumbras, con el murmullo de la madera que crujía al subir los escalones, el único sonido que intermitentemente subrayaba el silencio.

A la salida, la guía me recordó que podía recorrer el parque de la Haus Wahnfried sin ninguna prisa. “El parque es público”, me dijo. Y agregó con cierta timidez, como quien dice algo que sabe que su interlocutor ya conoce: “Allí están enterrados Wagner y Cósima”.

Ya era prácticamente de noche cuando entré al parque y faltaba más de una hora para que saliera mi tren. Me senté entre los árboles y pensé en ese nombre, Wahnfried, que Wagner había elegido para bautizar su última residencia. El tipo de paz que uno encuentra al alejarse de la locura del mundo. Una persona atravesó el parque a la carrera, para acortar camino hacia quién sabe dónde. No sé si advirtió que había alguien entre los árboles, y ni siquiera sé si era consciente de que allí, entre esos mismos árboles, bajo una misma lápida, descansan los restos de Richard Wagner y Cósima Liszt. No hay forma de saberlo a menos que alguien te lo diga.

En otro gesto de austeridad, o de espartana megalomanía, la lápida no dice absolutamente nada.

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