lunes, 5 de julio de 2010

"pari siamo"


A veces –no muchas, es cierto–, la ópera demuestra, todavía hoy, por qué pudo ser alguna vez un fenómeno arrasador, al punto de aspirar a esos rótulos un poco rimbombantes de “obra de arte total”, “espectáculo máximo” y muchos otros etcéteras. Ayer pasó algo en el Teatro Argentino de La Plata, y todavía hoy me cuesta encontrar las palabras justas para describirlo. Lo voy a intentar, de cualquier modo, porque intuyo que el tema habrá de reaparecer en el futuro, en otras circunstancias, en algún otro de esos momentos a los que algunas personas se apurarían a calificar de “mágicos”. Yo no; no creo en la magia. Pero, insisto, algo pasó y merece que uno se detenga a analizarlo.

Por cierto, no me atrevería a hacer una crítica de lo que ocurrió arriba del escenario. O sí, pero aclarando de antemano que mi trabajo en el Teatro seguramente influye en mi percepción de sus producciones. Lo digo rápido, entonces: la producción de Rigoletto me pareció extraordinaria, con algunos cantantes superlativos –Sabina Puértolas, sobre todo–, con una marcación actoral brillante y una potencia visual por momentos deslumbrante. Una demostración de que se la modernidad y riqueza de una puesta no pasa por la época a la que remiten la escenografía y el vestuario –aquí se trataba inequívocamente de la Mantua renacentista–, sino por la contundencia con la que la se plasma la acción. O sea, lo que ocurrió arriba del escenario fue algo decididamente espectacular. Pero no es de eso de lo que quería hablar.

Seguramente, todo eso que se vio y se escuchó en el escenario influyó mucho. Acaso no habría sucedido si la ópera hubiese sido otra, o si hubiese sido la misma, pero realizada de otra manera. Pero, por caso, también me tocó presenciar grandes espectáculos sin que el público demostrara mucho más que un módico entusiasmo. Y lo de ayer fue otra cosa. Y aquí llega el meollo de la cuestión. Porque si bien es cierto que el entusiasmo del público fue generado por lo que ocurría en el escenario, no me sorprendería que el grado de entrega de los artistas se haya visto potenciado por esa energía que se sentía en la sala. Así se explica, por ejemplo, que la función haya ido subiendo en intensidad. Intuyo que el público de anoche en el Teatro Argentino es lo que más se acerca a ese público ideal sobre el tantas cosas se han escrito. Un público generosamente receptivo pero, además, absolutamente entregado a unos artistas que devuelven con creces esa entrega. La sala llena, las ovaciones casi interminables son lo de menos. Son ciertos silencios, ciertos gestos, los que mejor describen esa entrega. Muchos, seguramente, asistían por primera vez a una ópera, o al menos, veían Rigoletto por primera vez, aunque ya conocieran –algunos hasta intentaron tararearla y fueron rápidamente silenciados– “La donna è mobile”. Seguramente ése era el caso de un grupo de señoras sentadas una filas más atrás: en el momento en que Rigoletto, dispuesto a arrojar al río lo que él cree que es el cadáver de su enemigo, escucha a lo lejos, entre los últimos ecos de la tormenta, la voz del Duque cantando una vez más su desagradable tonada, las señoras exclamaron un “¡Ay, no!” –llevándose, imagino, las manos a la boca, espantadas por la escena–. Lo espontáneo del gesto, el silencio que envolvía la escena, la profunda empatía con el drama, hicieron de ese momento uno de los más hermosos que viví en un teatro.

Por eso se los quería contar.

PS: no sabía si agregar o no una moraleja a todo el asunto, así que la incorporo aquí, casi entre paréntesis. Me pregunto –aún sabiendo que son dos niveles completamente diversos de relacionarse con una obra de arte– si el público que reacciona así ante, por caso, Rigoletto, no “conoce” la obra de un modo más íntimo (no me animo a escribir “verdadero”) que uno que percibe los mecanismos que ponen en funcionamiento todo el asunto. Me pregunto, en definitiva, si la inocencia que perdimos los críticos no debe ser objeto de nuestra nostalgia, en lugar de la tan habitual condescendencia.

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