BUNBURY
-No te creo nada.
-¿Nada?
-Nada de nada. Te la pasás hablando de las cosas más tristes del mundo y terminás cada frase con una sonrisa luminosa.
-¿Luminosa?
-Sí, luminosa como un relámpago en una noche estrellada de luna llena. Nadie sabe de dónde salió, ni si es una señal hermosa o terrible.
-¿Por qué no las dos cosas al mismo tiempo?
-¿Por qué no?
Ahí estaba otra vez esa sonrisa, ahora la de ella. Luminosa, también, pero por el reflejo de las tímidas luces del parque en sus piercings, que a él le despertaban unas cuantas fantasías, por ahora inconfesables. Al fin de cuentas, acababa de conocerla y no parecía prudente revelar tan pronto sus intenciones. Menos aún si ella no le creía nada.
-¿Nada de nada?
-Bueno… A ver, contame otra vez qué hacías caminando por el parque en medio de la noche, como un fantasma. Te advierto que a la menor contradicción con lo que me dijiste hace un rato, te dejo acá solo, como un búho insomne.
-No sé cómo explicarlo. Me da un poco de vergüenza.
-Me estabas hablando de cosas tristísimas.
-Sí, pero no es eso lo importante. En realidad…
-Bueno… A ver, contame otra vez qué hacías caminando por el parque en medio de la noche, como un fantasma. Te advierto que a la menor contradicción con lo que me dijiste hace un rato, te dejo acá solo, como un búho insomne.
-No sé cómo explicarlo. Me da un poco de vergüenza.
-Me estabas hablando de cosas tristísimas.
-Sí, pero no es eso lo importante. En realidad…
Juntó coraje para mirarla una vez más a los ojos, a esos ojos enormes, más negros que la oscuridad del parque, una oscuridad que esperaba agazapada a unos pocos metros, apenas se extinguía el último farol que todavía permanecía en pie, débil, casi estoico, entre los árboles que se diluían en la penumbra. Intentó imaginarla sin todo ese maquillaje, sin los piercings, una adolescente de un barrio cualquiera de Buenos Aires, preocupada… ¿por qué? ¿Cuáles podrían ser sus preocupaciones, sus angustias? ¿Se parecerían en algo a las suyas? ¿Cuán distintos podían ser los miedos de las personas? La miraba, pero no podía atravesar esa coraza de delineador negro, no podía imaginar distinto ese rostro que parecía cubrirlo todo, absorber el parque, la ciudad y el universo a través de esos párpados camuflados con un cuidado que a él le parecía sobrehumano. ¿Cuánto tiempo demoraría en maquillarse? ¿Horas, tal vez? Imaginaba un efecto terapéutico en ese ritual doméstico, en el cuarto de baño de una familia que no alcanzaba a entender en qué momento se había desatado la fiebre gótica que gobernaba a su hija, seguramente contagiada por varios de sus amigos (¿o sería al revés? ¿Y si en verdad fuera ella el agente patógeno que desencadenó la epidemia en esta ciudad noctámbula, poblada de pronto por bandadas de adolescentes subrepticios?). A él, incluso, empezaba también a contagiarlo esa especie de sopor generacional, pero de un modo más secreto, y por eso mismo más profundo. No se imaginaba haciéndose piercings, ni siquiera un tatuaje modesto oculto bajo las mangas de su camisa, y sin embargo percibía una marca indeleble, dolorosa y extrañamente placentera, que empezaba a recorrer su cuerpo buscando el punto exacto en el que instalarse para siempre. La miró una vez más.
-En realidad, es algo que me agarra de vez en cuando. Una idea estúpida. Por eso me da vergüenza hablar de eso. Es de esas cosas que uno las vive muy intensamente, pero que si las expresa en voz alta se convierten en algo insignificante o ridículo. No sé… ¿sentiste alguna vez la necesidad de salir corriendo de algún lugar? ¿De tu casa, de la escuela, de una fiesta, de tu trabajo, de tu vida?
No esperó el gesto de asentimiento para continuar. Intuía, ahora sin mirarla, que sus ojos estaban fijos en él, con una mezcla de intriga y ternura.
-Bueno, a mí cada tanto me asalta una sensación de esas, sólo que en mi caso no se trata de deseos de correr. En realidad, son más que nada imágenes, pensamientos o sombras de pensamientos que se arremolinan en la cabeza, y que indefectiblemente coquetean con la muerte…
-¿Suicidio?
-No, no suicidio. Eso sería como hacer trampa. Es otra cosa, más sofisticada, que casi siempre involucra algún tipo de muerte violenta, un golpe letal asestado desde ningún lugar, imperceptible, apenas un punto en el tiempo en el que el tiempo mismo se detiene.
-¿Suicidio?
-No, no suicidio. Eso sería como hacer trampa. Es otra cosa, más sofisticada, que casi siempre involucra algún tipo de muerte violenta, un golpe letal asestado desde ningún lugar, imperceptible, apenas un punto en el tiempo en el que el tiempo mismo se detiene.
Le gustó el sonido de su voz improvisando esa última frase, e intuyó que ella también había sido afectada por esa especie de elocuencia macabra que le brotaba como si las palabras le fueran dictadas por las ramas secas de los árboles-zombie que los rodeaban, y que movidas por el viento parecían querer acercarse a ellos para ocultarlos de los ojos de las pocas personas que a esa hora se atrevían a caminar por esas cuadras agonizantes. El mecanismo se acababa de poner en funcionamiento y ahora avanzaba gracias a la propia energía que había generado, nocturna e implacable. Él sentía que tenía que seguir explicándose, que necesitaba perseguir las palabras hasta encontrar la sentencia exacta que pudiera comunicar esa euforia que ganaba un poco más de terreno en su organismo a medida que avanzaba la noche.
-Es una sensación de abandono, una suerte de estado psíquico que permite enfrentarse a la desagradable idea de que todo va a terminar alguna vez, y que uno debe estar dispuesto a enfrentar ese momento sin prejuicios, tabula rasa, como cuando empezó todo.
-¿“Cuando empezó todo”?
-Claro: ¿vos podés recordar el momento de tu nacimiento?
-Por supuesto que no.
-Y eso es porque en el momento del nacimiento, tu mente está en blanco: tabula rasa. Sólo podés tener algún recuerdo de algún acontecimiento posterior, de algún punto de tu mente en la que pueda encontrarse algún registro, un vestigio dejado en tu conciencia por algo. No puede haber memoria del vacío.
-¿Entonces?
-Entonces, la mente en blanco debería ser, también, el preludio ideal para una muerte imperceptible. Un silencio después de otro silencio.
-¿“Cuando empezó todo”?
-Claro: ¿vos podés recordar el momento de tu nacimiento?
-Por supuesto que no.
-Y eso es porque en el momento del nacimiento, tu mente está en blanco: tabula rasa. Sólo podés tener algún recuerdo de algún acontecimiento posterior, de algún punto de tu mente en la que pueda encontrarse algún registro, un vestigio dejado en tu conciencia por algo. No puede haber memoria del vacío.
-¿Entonces?
-Entonces, la mente en blanco debería ser, también, el preludio ideal para una muerte imperceptible. Un silencio después de otro silencio.
La miró otra vez, y advirtió que estaba genuinamente interesada en sus palabras, podía imaginar cómo las paladeaba, cómo la piel alrededor de sus piercings se erizaba en módicos espasmos de un placer ínfimo pero que se expandía, apenas perceptible. Ahora ella intentaba adelantarse a su relato, predecir el curso de sus pensamientos.
-Y entonces te lanzás a correr por el parque…
-No, a correr no. Es más como caminar sobre un suelo regado de cenizas, caminar muy despacio, a paso de zombie, en esa semipenumbra que cubre todo con una suerte de velo, casi como el telón de un sueño fantasma.
-¿Y hacia dónde caminás?
-Hacia ningún lado. Uno camina por la escenografía del sueño dispuesto a entregarse a lo que se presente.
-No, a correr no. Es más como caminar sobre un suelo regado de cenizas, caminar muy despacio, a paso de zombie, en esa semipenumbra que cubre todo con una suerte de velo, casi como el telón de un sueño fantasma.
-¿Y hacia dónde caminás?
-Hacia ningún lado. Uno camina por la escenografía del sueño dispuesto a entregarse a lo que se presente.
Volvió a clavarle la mirada mientras hacía una pausa dramática antes de terminar su relato.
-Un vampiro, por ejemplo.
Sonrió mientras la miraba, y creyó distinguir en ella un gesto de éxtasis íntimo cuando lanzó esas últimas palabras, como si toda esa tensión que venía acumulando durante el relato se hubiera liberado de pronto, ante la súbita revelación de ese nombre estratégico, seguido de esa sonrisa que ella había llamado luminosa.
-¿Por qué un vampiro?
-¿Por qué no? Una vez, después de leer una de esas novelas góticas, me imaginé caminando como el protagonista, dispuesto a perderse en los callejones de una ciudad maldita para esperar que un asaltante nocturno lo asesine, o que un vampiro lo transforme en inmortal.
-¿Y entonces?
-Y entonces te vi aparecer entre los árboles dormidos del parque, con tus ojos negros, tus ensalmos herméticos tatuados en tus piernas blanquísimas, tus escamas de acero presagiando caricias de sangre, y entonces me viste sonreír porque de golpe intuí que vos podrías darme algo de lo que estaba buscando.
-¿La inmortalidad?
-¿Por qué no? Una vez, después de leer una de esas novelas góticas, me imaginé caminando como el protagonista, dispuesto a perderse en los callejones de una ciudad maldita para esperar que un asaltante nocturno lo asesine, o que un vampiro lo transforme en inmortal.
-¿Y entonces?
-Y entonces te vi aparecer entre los árboles dormidos del parque, con tus ojos negros, tus ensalmos herméticos tatuados en tus piernas blanquísimas, tus escamas de acero presagiando caricias de sangre, y entonces me viste sonreír porque de golpe intuí que vos podrías darme algo de lo que estaba buscando.
-¿La inmortalidad?
Otra vez la tensión, ahora perceptible en su respiración, tan cercana que hasta podía oler el acero que atravesaba sus labios negrísimos.
-No creo que sea la inmortalidad, que si existe debe ser apenas la sombra de un gesto suspendido en un museo de cera. No, lo que intuí en tu mirada, en la forma en que llamabas luminosa a mi sonrisa, en la forma en la que escuchabas mis desvaríos de adolescente melancólico, era la oportunidad de dejar atrás esos años de tristeza impostada. La promesa de algo real, de algo físico y espiritual y, sí, luminoso. Una especie de amor más o menos genuino. La posibilidad de olvidarse de la muerte, de sentir una energía vital que uno no imagina hasta que no la siente latiendo entre sus brazos, en sus venas, en cada músculo del cuerpo. Te veo y me imagino la noche más extraordinaria de mi vida. Una noche que uno no quiere que termine nunca.
Entonces hizo su movimiento, rápido pero sin violencia. La abrazó con fuerza, súbitamente feliz de haber seleccionado las palabras justas para conmover el alma gótica de esa adolescente nocturna que ahora se entregaba a su abrazo y enroscaba sus dedos pálidos en su pelo, guiando sus cabeza hacia su pecho que se agitaba con una intensidad extática, como si ese escote hambriento que desbordaba entre sus labios contuviera un deseo de siglos. Finalmente la besó en esos labios negros y helados, apenas el primer clímax de una noche que imaginaba intensa e inolvidable. Podía sentir el acero de los piercings, súbitamente frío al primer contacto y después cada vez más cálido, más tierno, mientras ella mordisqueaba sus labios tímidamente y su respiración se hacía aún más intensa, ingobernable. Cuando él estiró la mano para separar sus piernas, ella ya no pudo contenerse. Al principio, él pensó que eran los piercings, pero fue sólo un instante y después acabó todo, un súbito punto separado del tiempo, apenas perceptible. Antes de que sus dedos comenzaran a trepar por debajo de su falda, ella hundió sus colmillos en la garganta incrédula.
2 comentarios:
Lisbeth Salander un poroto!
groso...
NGJ
(aunque el blog es "y cía")
WOW.... yo me comí me venía un párrafo de la más realista pornagrafía en prosa....y... bum... me asusté un poco!!!!! jejejje... muy bueno!
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