No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la
ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante
que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas-
de que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo
tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos
al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo.
E. A. POE, LIGEIA
Ignoro si habrá alguna razón médica, alguna reacción química en el cerebro o algo por el estilo que explique un cuadro de estas características. Y la verdad es que tampoco me interesa averiguarlo. Me da miedo pensar que siquiera una consulta, y ni hablar de un tratamiento, podría alterar el proceso o, peor aún, contrarrestarlo. Como esos cazadores que temen hacer el mínimo gesto para evitar que la eventual presa se sienta amenazada y huya. O, mejor, como esos viajeros en el tiempo que saben que cualquier modificación en ese pasado al que accedieron con tanto dolor, con tanto esfuerzo, puede hacer desaparecer en el futuro lo único que para ellos vale la pena.
Se podría decir que no quiero hacer ruido, para no despertarme.
Esto es lo que me pasa: mis sueños, desde que tengo memoria, son increíblemente vívidos. Nada raro, al menos así enunciado. De hecho, durante mucho tiempo pensé que así, con ese grado de intensidad, era como se soñaba normalmente. No recuerdo exactamente cómo fue que descubrí que se trataba en realidad de una circunstancia excepcional. Supongo que no fue un descubrimiento repentino, sino que se trató más bien de un proceso extenso, que involucró muchas conversaciones, algunas de las cuales sólo tangencialmente hacían alguna referencia a mi condición –que para mí ni siquiera era entonces una “condición”, como tampoco estoy seguro de que lo sea ahora–. De algún modo, hablando de los temas más diversos, mi cerebro fue registrando, poco a poco, por comentarios, imágenes y situaciones, que no todos vivían los sueños de la misma manera. Después vinieron las lecturas de los textos de psicología, intentando buscar alguna clave, o al menos alguna guía para determinar si lo que parecía una excepción o una anomalía –al parecer, la mayoría de las personas no registra sus sueños con el grado de intensidad con el que yo los vivía, y los sigo viviendo– podía ser en realidad un síntoma, la señal que apuntaba a algún tipo de desorden o patología. Pero lo único que alcancé a comprender era que no había nada en mi relación con mis sueños que indicara algún problema. Es cierto que la mayoría de las personas no vive sus sueños de manera tan intensa, pero es igualmente cierto que no son pocos los que sí, y eso es todo.
Como dije, tampoco me interesaba particularmente encontrar una explicación al fenómeno. Realmente disfrutaba, y sigo disfrutando, con sueños vívidos y extrañamente placenteros, aún en los casos que más se acercan a lo que se suele llamar pesadillas, en las que, por alguna extraña razón, siempre soy consciente de estar soñando, generalmente gracias a esas indiscutibles marcas propias de los sueños: personas que tienen otros cuerpos, otros rostros, pero que sin embargo siguen siendo quienes nosotros sabemos que son. O esos lugares monstruosos y sin embargo reconocibles, en los que las leyes de la física entran en suspenso, a pesar de que sigan siendo, en esa extraña forma de ser que las cosas tienen en los sueños, los mismos lugares de siempre, con la única excepción de que ahora, en ellos, el agua corre hacia arriba, como en un cuadro de Escher.
La mayoría de esos sueños, a pesar de su intensidad, se disipan casi de inmediato, apenas despierto. Se disuelven sin dejar rastro, como si nunca hubieran existido. En el primer instante de la vigilia permanecen todavía, como si se elevaran una última vez antes de precipitarse para siempre en el abismo, un último destello antes de la oscuridad definitiva. En ese primer y único instante, siento que ese sueño, tan intenso, único y, a su modo, maravilloso, jamás podrá ser olvidado. Y al instante siguiente ya no quedan rastros. Apenas la sensación, algunas veces, de que experimenté un sueño extraordinario, del que no recuerdo nada.
Otras veces, pocas, el sueño deja, en efecto, alguna huella, y así es que algunos de ellos todavía los recuerdo, incluso más que otros hechos de mi vida de vigilia, contemporáneos de esa otra vida secreta que cada noche se genera, vive y muere en forma más o menos repentina. En algún momento llegué incluso a elaborar una teoría al respecto, según la cual esas dos vidas, la del sueño y la de la vigilia, mantenían una relación de una proporcionalidad inversa: la vida de los sueños pagaba el precio de una mayor libertad e intensidad con su brevedad, con su aniquilación repentina y definitiva. Por su parte, a cambio de gozar de muchas menos libertades y de mantener un orden mucho más estable aunque, por momentos, opresivo, la vida de la vigilia disfrutaba de la capacidad de extenderse a lo largo del tiempo, gracias a la ayuda de la memoria. Esto también explicaba por qué la memoria era incapaz de recuperar el contenido de los sueños, toda vez que su función estaba confinada al ámbito de la vigilia. Desde luego, esta teoría no explicaba por qué algunas personas o situaciones podían aparecer en los dos ámbitos, y relegaba además al papel de anomalías esos sueños que yo era, en efecto, capaz de recordar.
Uno de ellos, el que viene en este momento a mi memoria, transcurría en un tren en movimiento. Un viaje hacia alguna parte, en compañía de Eloísa. Sé que había otras personas; quiero decir, personas conocidas, amigos, lejanos compañeros de estudios, rostros que alguna vez entraron en mi campo de visión y dejaron una huella, por mínima que fuera. El tren estaba completo, e incluso algunos hombres viajaban en los descansos que separaban los vagones, asomándose a las puertas abiertas, recibiendo las ráfagas de aire en la cara, disfrutando como cachorros. Yo mismo asomaba la cabeza por una de las puertas, para experimentar esa sensación que, a falta de una imagen más apropiada, me permito comparar a la libertad de la infancia, cuando uno podía viajar en el asiento de atrás del propio destino sin preocuparse por conducirlo. Asomaba mi cabeza a través de las puertas abiertas del tren en movimiento, y sabía que en ese mismo tren, en el asiento contiguo al que yo había dejado libre apenas un rato antes, estaba Eloísa. No recordaba que hubiera habido una discusión, y sin embargo yo estaba ahí, junto a la puerta, porque algo había pasado que me había obligado a levantarme (¿o era ella la que me había echado?). En cualquier caso, sabía que Eloísa estaba a unos pocos metros de distancia, tal vez llorando. Sabía que era el final de algo, aunque la sensación provocada por el viento sobre mi rostro, sobre mis ojos cerrados, sugiriera lo contrario. Con mis ojos cerrados, y desde una ubicación desde la que resultaba físicamente imposible que ella entrara en mi campo de visión, podía verla. Esa es una de las ventajas que me permitía el sueño que, a cambio, no me dejaba saber, o siquiera intuir con cierto margen de error, lo que ella pensaba o sentía en ese momento. En eso, al menos, el sueño y la vigilia se parecen.
Desde mi posición imposible, veía a Eloísa con una especie de furia contenida. La veía invadida de pronto por un arrebato de violencia que se obligaba a mantener a raya pero que sin embargo se escapaba por sus ojos enormes, de pronto cerrados como sus puños, para evitar que esa sensación la desbordara. Supe también, como sólo se puede saber en los sueños, que yo era la causa o el objeto o el destinatario de esa furia. Y de algún modo incomprensible, esa furia que ella se esforzaba por ocultar me calmaba. Como en los sueños, Eloísa, en la vigilia, era para mí demasiadas cosas, todas al mismo tiempo. No era mía, pero a la vez la sentía propia, como si yo fuera el único que ignorara sus secretos, que los demás ni siquiera percibían.
El viaje transcurrió sin mayores sobresaltos, atravesando una especie de llanura extensa, cubierta de árboles espesos, que parecían muertos a pesar del verde intenso de sus ramas. Una especie de ilusión o simulacro de vida, como si el bosque entero fuera de plástico, si bien esta comparación se me ocurre ahora, mientras escribo, y no en aquel momento. En aquel momento, esa llanura era apenas el fondo sobre el que se recortaba la puerta del tren en el que viajábamos Eloísa y yo, distanciados por algo que no alcanzaba a comprender, pero que no parecía, en cualquier caso, trágico o definitivo. De espaldas, como sólo pude verse en los sueños, veía su cuerpo arremolinado sobre el asiento incómodo de ese tren fantasma, sus brazos rodeando sus piernas y su rostro escondido entre sus rodillas, el pelo negrísimo cubriéndola como un escudo, como la capa de terciopelo de una mujer-vampiro de ojos casi transparentes. No podría decir cuándo, pero en cierto punto decidí volver al asiento que había dejado vacío para enfrentar lo que quedara de ese viaje a cualquier parte.
Me acerqué a Eloísa, a esa masa de músculos tensos que se confundía cada vez más con el ruido de ese tren interminable, y puse una mano sobre su cabeza. Tuve la sensación de que, si aquello era efectivamente un sueño, ese mínimo gesto habría bastado para despertarme. Recuerdo que el viaje continuó con una conversación de esas que sólo parecen transcurrir en los sueños, en las que apenas dos palabras pueden transmitir miles de ideas, de imágenes o de sensaciones. Conversaciones en las que no importa tanto aquello que se dice cuanto el hecho mismo de estar conversando; la idea de que es posible una comunicación, como si se estableciera finalmente un diálogo entre uno mismo y un otro que resulta, en última instancia, también una parte de la propia vida.
Mientras tanto, el tren no se detenía. No lo había hecho en ninguna estación intermedia –¿pero intermedia entre qué puntos?– y, por otra parte, el viaje podría haber durado horas o apenas unos minutos. El único acontecimiento que alteró ese ritmo hipnótico tan característico de los trenes fue un insecto que se coló por una de las ventanillas, una especie de pequeño escarabajo que se posó sobre mi mano. Recuerdo que en ese momento se interrumpió la conversación y recuerdo que en ese momento, en el momento mismo en el que alcé la mano y tuve al insecto ante mis ojos, conocí la causa del enojo de Eloísa.
Una de las características más fascinantes de los sueños es que, en ellos, dos acciones sucesivas pueden suceder al mismo tiempo, el tiempo mismo puede perder su consistencia o, lo que es casi una consecuencia de esto último, efectos pueden producirse antes que sus respectivas causas. Es difícil intentar explicar de qué tipo fue la visión, pero en ese preciso momento me vi a mí mismo matando de un golpe al escarabajo, y vi a Eloísa furiosa por haberlo hecho. Me vi alejándome hacia la puerta del tren, me vi asomando la cabeza para recibir la ráfaga de aire en el rostro, para experimentar una paz completa y perfecta, cerrada sobre sí misma. Me vi también viendo a Eloísa, y me vi caminando hacia ella; me vi apoyando mi mano sobre su cabeza, y volví a ver sobre mi mano al insecto hundiendo sus mandíbulas, pequeñas pero hambrientas, en mi carne. La vi, por último, a Eloísa abrazada a mí, su cabeza apoyada sobre mi hombro; la vi al borde del llanto, pero de un llanto casi feliz, acaso resignado; la vi rodearme con sus piernas y oí su voz llena de amor y de miedo, susurrándome al oído que espere, que no mate todavía al insecto, que soportara un poco más el dolor de sus mordidas.
Un poco más, apenas unos instantes, hasta finalmente despertar.
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4 comentarios:
Veo que en estos días no hacés más que dormir.
En efecto... Aunque, en realidad, este fue una especie de sueño premonitorio de hace unos tres años: acontecimientos recientes lo hacen aparecer ahora. Igual, al lado de los sueños de Adorno, estos son juegos de niños.
Yo a los niños les digo que no jueguen con los adornos.
Sobre vicisitudes oníricas y algunas aventuras:
Eloísa sueña que ve a su Pedro soñar a su lado. Despierta en Arguenteuil ansiosa, agitada. Sabe que pronto vendrá a buscarla, una vez más...
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