Terminó Il trittico de Puccini en el Teatro Colón y dejó, tras de sí, un tsunami de críticas. Y, como ya anunciaban varias teorías apocalípticas, los conflictos del nuevo milenio tienen una única razón de ser: el agua. La fuente de la vida y la madre de todas las batallas. Se sabe que la música de Puccini es impermeable a toda crítica, de modo que el foco del conflicto residió en la puesta del polémico (al parecer, Guillermo Moreno no es el único al que los diarios reservan este adjetivo) Stefano Poda.
Esto no pretende ser una reseña hecha y derecha, que pueden encontrarse en otro lado (reunidas, para quien le interese, en el blog Habitués del Teatro Colón). Son, apenas, algunas observaciones. La primera de ellas es que, como toda manifestación artística, una puesta de ópera está sujeta a críticas de todo tipo: benévolas, condescendientes, virulentas... incluso puede ser olímpicamente ignorada. Puede ser aplaudida a rabiar o abandonada a un silencio lapidario. Los abucheos ya son otro tipo de manifestación, rayana en el mal gusto, pero bueno: al fin de cuentas es, también, un modo de expresarse del público (aunque, habría que aclarar, distinto es el caso de los abucheadores que exigen silencio a los que aplauden, una variante lamentablemente presente de vez en cuando en el Teatro: parecería tratarse de gente ya no ofuscada por lo malo de una puesta, sino furiosa con aquellos que, a pesar de todo, disfrutaron).
Ahora bien, es claro que cualquiera tiene el derecho a disfrutar o a sufrir una puesta en escena, o cualquier otra manifestación artística, por caso. Afortunadamente, no somos todos conmovidos por lo mismo, ni con la misma intensidad. Pero esta suerte de mal entendido relativismo no implica un "vale todo". En términos futboleros, podemos preferir el juego vistoso del Barcelona de Guardiola o la efectividad del Inter de Mourinho; pero nadie podría defender que el mejor equipo es el que se mete un gol en contra por partido. Ante ciertos fenómenos, el relativismo es sencillamente insostenible.
El agua, entonces. Varios comentarios sobre la puesta de Poda señalaron que el elemento que no desentona y es, además, funcional en Il tabarro (que transcurre a orillas del Sena, sobre un barco en el que trabajan los estibadores) no tiene nada que hacer en la comedia florentina Gianni Schicchi y menos aún en el convento dieciochesco de Suor Angelica. "¿Qué hace el agua ahí?", preguntan. No me propongo dar una respuesta definitiva a esa pregunta, porque está dirigida, en todo caso, al responsable de la puesta. Pero sí puedo decir que, en todo caso, la pregunta no me parece, finalmente, amenazante. Desde ya, que un tríptico incluya un elemento que funcione como nexo entre sus partes no es descabellado. Se dirá que son tres obras muy distintas, sí, pero también es cierto que, en esa curiosa unidad que las tres conforman (al menos, según la intención original del compositor), uno puede elegir si pone el acento en el "uno" o en el "tres". Esta puesta parece inclinarse por el "uno", y esa elección está justificada. El problema es cuando ese elemento se acepta para una obra pero se rechaza en las otras dos. Porque, al parecer, las críticas más virulentas insinuaban que Il tabarro puede tener agua porque transcurre a orillas del Sena, pero Gianni Schicchi y Suor Angelica no.
Pero ocurre que una puesta que, desde el primer momento declara que renuncia al naturalismo, anula una crítica como esa. Se puede criticar esa renuncia (a mí, por lo menos, me gusta que las óperas que pretenden ser "veristas" se jueguen a fondo con ese supuesto realismo; y ni hablar una comedia tan "cinematográfica" como Gianni Schicchi), pero esa es otra historia. Dicho rápidamente: lo más probable es que tampoco en Il tabarro sea lícito hacer la correspondencia "agua = Sena" y quedarse con eso. Mientras transcurre la primera obra, esa equivalencia puede funcionar así. Cuando se descorre el telón en la segunda y el agua sigue ahí, necesariamente debe cambiar la percepción que se tenía de la primera. O no, claro: pero si uno no quiere hacer ese salto, no tiene por qué echarle la culpa a la puesta. (Acotación al margen: ese salto de fe debería ser más o menos sencillo en quien está esperando que al final de Suor Angelica aparezca la mismísima Madre de Dios para concederle la Gracia a su protagonista...)
La respuesta, entonces, a la pregunta por el agua, puede buscarse a partir de las señales que la propia producción sugiere. Que en Gianni Schicchi, por ejemplo, todos los que llegan lo hagan con un paraguas parece sugerir que afuera llueve. "Hay agua adentro", se dirá. Claro, pero eso será porque la casa de Buoso Donati deja mucho que desear. "¿Goteras en la casa de Buoso Donati, con la fortuna de la que se habla durante toda la ópera?" Sí, porque la decadencia de la familia es moral, no material. Las goteras son apenas eso: una señal de que su posición de privilegio se les escurre entre los dedos ante la llegada de la "gente nueva" como Gianni Schicchi. El único seco, curiosamente, es el muerto. A los demás ya los tapa el agua. O acaso sea que la lluvia provocó una crecida del Arno (en una Firenze en la que la gestión del alcalde Maurizio M es bastante deficiente), señal de que la ciudad está por sufrir un cambio importante. En todo caso, Gianni Schicchi parece ser el único que chapotea contento: el agua es, a diferencia de los otros, su elemento. En él se mueve mejor que los demás. Como pez en el agua, digamos. De ellos (Schicchi, Rinuccio y Lauretta) es el futuro.
¿Y Suor Angelica? Acá, la naturaleza misma de una suerte de drama místico ayuda en encontrar esas señales que, de todos modos, están bastante claras en el libreto: se habla en la primera parte de una fuente de aguas doradas por el sol; en la segunda parte son las lágrimas de Suor Angelica ante la noticia de la muerte de su hijo las que dominan la escena; y, al final, ella misma vierte el veneno en el agua que bebe para suicidarse. Insisto: no digo que eso sea lo que pretende el responsable de la puesta. Sólo digo que podría ser; que así lo sentí cuando vi Il trittico y que pensar que el agua es el Sena en Il tabarro y que por lo tanto debe seguir siéndolo en las otras dos óperas parece una interpretación pobre, más criticable en quienes aplican esas rígidas equivalencias que en quienes pensaron la puesta en escena.
Una última observación, por si fuera necesario. Independientemente de todo lo dicho anteriormente, la puesta puede, desde ya, ser criticada (yo mismo encuentro varios aspectos que no me gustaron, aunque en general me parece bien lograda), pero el criterio con el que se lo critica debe ser, al menos, claro. La actual gestión del Colón puede ser criticada por demasiadas cosas. Yo mismo, en este blog y en otros medios, he hecho varias de esas críticas, y está claro que, en más de un aspecto, la gestión de Mauricio Macri en la Ciudad, y en particular su política cultural, entre la que se encuentra el Teatro Colón, es altamente deficiente. Afortunadamente, en breve habrá elecciones en las que eso puede empezar a revertirse. Ahora bien, no creo que tomar riesgos en las propuestas estéticas de un teatro oficial sea precisamente un defecto de su dirección.
Digamos, a modo de ejemplo bastante claro: criticar los desmanejos del Colón con su personal es, más que una opinión, una obligación. Indignarse por una puesta de ópera que no es, ni de lejos, lo peor que se ha visto en el escenario del Teatro, se parece más a ahogarse en un vaso de agua.
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