Esta semana comienzan las temporadas de ópera en el Teatro Colón y el Teatro Argentino de La Plata. Sobre la obra de Golijov que se ofrece en la sala de la calle Libertad publiqué un breve texto en la revista Ñ. Diego Fischerman, por su parte, le dedica un par de interesantes entradas en su blog, aquí y aquí. A continuación, reproduzco el comentario escrito para el programa de mano de El oro del Rin, que sube a escena el próximo viernes en 51 entre 9 y 10, La Plata.
El 13 de agosto de 1876 se inauguraba oficialmente el Teatro de los Festivales de Bayreuth. El título elegido para la ocasión fue la creación más reciente y, a la vez, más ambiciosa de Richard Wagner, una composición a la altura del proyecto descomunal que implicaba la construcción de un nuevo teatro consagrado exclusivamente a la obra de un único artista. En rigor, las dos primeras partes de El anillo del nibelungo no eran estrictamente nuevas: El oro del Rin y La walkyria ya habían sido oídas algunos años antes en Munich, a instancias del rey Luis II, demasiado impaciente como para aguardar a que el compositor pusiera el punto final a toda la tetralogía. El rey insistió en representar en su ciudad las partes que ya estaban terminadas y, considerando que era el principal responsable de financiar el sueño del teatro propio, Wagner, muy a su pesar, no pudo negarse. Y así, ese Mi bemol profundo y misterioso que poco a poco se transforma en un torrente en el que nadan tres doncellas encargadas de custodiar un mítico tesoro fue lo primero en escucharse en las colinas de Bayreuth.
Pero ese aspecto de la Tetralogía, el producto finalmente terminado, el estreno consagratorio en el flamante Teatro de los Festivales, su posterior elevación a la categoría de obra de arte total, desmesurada, de verdadera culminación del proyecto artístico de toda una vida, a veces hace olvidar que El anillo del nibelungo es una obra gestada fundamentalmente en el exilio. Una obra incómoda, más cercana a la denuncia que a la celebración. Cruzando una serie de tradiciones a primera vista lejanas -los mitos germanos, la filosofía de Schopenhauer, el anarquismo-, Wagner trazó las líneas fundamentales de El anillo del nibelungo en Suiza, donde completó los dos primeros títulos y el primer acto del tercero, Sigfrido, antes de interrumpir el trabajo para abocarse de lleno a Tristán e Isolda.
Hay ahí un desfasaje interesante: el largo proceso de gestación de la obra (1848-1876) coincide con un periodo de grandes cambios en la vida política, social y cultural de Europa. Ni Wagner, ni el público que asistió a los primeros festivales de Bayreuth, ni la propia obra son, al final del proceso, los mismos que al comienzo. El propio Wagner pasó de ser un exiliado con un precio sobre su cabeza a convertirse en una personalidad integrada a los principales círculos de poder de la corte de Baviera. La aparente paradoja es que El anillo del nibelungo no es otra cosa que una crítica profunda a esas mismas estructuras.
La idea original de Wagner era escribir un drama titulado La muerte de Sigfrido. Acostumbrado a identificarse con sus héroes, personajes temidos o despreciados por sus contemporáneos pero salvados por el amor de una mujer -el Holandés, Tannhäuser, Walther von Stolzing-, en su nueva creación era todo el universo el que se confabulaba para la destrucción del protagonista. A veces, Wagner podía exagerar su lugar de víctima, pero en su defensa puede decirse que, a mediados del siglo XIX, estaba muy lejos de ser considerado una persona exitosa: a sus conflictos sentimentales -con un matrimonio que se caía a pedazos- y profesionales -por la negativa de varios teatros a producir sus costosas creaciones-, debía sumar también la derrota en el plano político, cuando la revolución de Dresden de la que formó parte fue sofocada y sus instigadores apresados. Wagner escapó de milagro, e instalado en Suiza empezó la que probablemente sea su etapa más prolífica, no sólo como compositor, sino fundamentalmente como escritor de todo tipo de textos: manifiestos estéticos, políticos, libelos difamatorios y artículos periodísticos. Todos al servicio de una idea: la necesidad de una revolución musical que confluyera con un profundo cambio cultural y político.
No es de extrañar, entonces, que Wagner culmine su monumental autobiografía Mi vida con su llegada a Munich, el 5 de mayo de 1864. La invitación a la corte del rey de Baviera marca el punto de llegada de todo un complejo recorrido. Esa intervención, lo más parecido a un deus ex machina surgido para solucionar todos los inconvenientes del héroe, es el verdadero quiebre en la existencia de Wagner. A partir de allí, como él mismo lo reconoce, “se acabaron las penurias y miserias”, y ya puede consagrarse exclusivamente a su arte. Pero no porque ese arte esté desligado de los avatares de la vida política, sino todo lo contrario: la irrupción del rey de Baviera en la biografía de Wagner no es producto de la casualidad, o el fruto del capricho de un monarca excéntrico, fascinado por la obra de un artista. O, en todo caso, no es sólo eso. El componente político estuvo siempre presente en la obra de Wagner, y el rey, al fin de cuentas inspirado por esa misma obra, no hizo sino responder al llamado que se agitaba en su interior: la referencia a la “música del futuro” pretendía mostrar que, en la Europa del siglo XIX, no estaban dadas las condiciones para la producción de las obras de Wagner. Lo que la intervención del rey garantizaba era la posibilidad de alterar esa realidad para favorecer los dictados del arte wagneriano. Era el sueño de todo artista: el mundo cambiaba para acomodarse a su arte. Hay algo de platónico en la relación entre Wagner y Luis II, el sueño del filósofo-rey que el discípulo de Sócrates intentó implementar en Siracusa con el tirano Dion. Pero si el experimento platónico terminó de manera brusca, Wagner logró erigir en Bayreuth su Politeia.
Al igual que su autobiografía, Wagner termina El anillo del nibelungo en el momento exacto en el que inicia una nueva era. Durante su exilio en Suiza, Wagner compartió varias caminatas y conversaciones con Mikhail Bakunin. A partir del teórico anarquista, de sus lecturas de Schopenhauer y de su propia experiencia, Wagner elaboró su propia versión de la mitología germana, y puso en escena las miserias y contradicciones de un mundo en el que los personajes sobrenaturales, dioses, gigantes, nibelungos, héroes y ninfas son los artífices de su propia destrucción. Cuando suenan los últimos acordes de la tetralogía, en El ocaso de los dioses, los hombres, finalmente, deberán hacerse cargo de su propio destino.
El final de la obra, entonces, es en realidad el comienzo de algo nuevo. Las más de quince horas que integran el conjunto de la tetralogía no son otra cosa que el relato de una caída. El oro del Rin, primera estación de ese viaje, es el prólogo de la tragedia, los acontecimientos que ponen en movimiento el engranaje que conducirá inevitablemente al colapso del viejo orden. Es la semilla de la revolución.
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