viernes, 8 de junio de 2012

otra novela luminosa


Hace un tiempo leí esta entrada en el blog de Diego Fischerman. Y en varias conversaciones posteriores, Una novela real de Minae Mizumura aparecía y desaparecía, postergando una discusión más prolongada hasta el momento en que la hubiera leído. Ayer, finalmente, terminé las más de 600 páginas de la novela.

No voy a abundar en elogios. Remito a los posibles interesados a la susodicha entrada de Fischerman's Tales o este texto de Juan Forn en Página/12. Lo que sí quiero decir es que, entre los múltiples placeres que depara la lectura de Una novela real, se cuenta el de sentir que se tiene entre las manos un objeto que uno creía extinto. La sensación de que ya no se escriben novelas así, y que la aparición de una obra como la de Mizumura es un relámpago en un cielo despejado.

No creo, como leí en algún lado, que la escritura de Una novela real pueda ser caracterizada como propia del siglo XIX. Hay, sí, un modelo, deliberado e incluso explícito en el título original. Está la evocación de Cumbres borrascosas, el despliegue de un fresco monumental que atraviesa generaciones, una desgarradora historia de amor que funciona como combustible secreto del relato. Pero, personalmente, me parece más interesante -por no decir totalmente caprichoso- poner en relación la obra de Mizumura con la de otro escritor oriental. Ni Murakami, ni Kawabata: Mario Levrero.

Y no es que quiera trazar paralelismos rigurosos, pero me sorprendió cómo, en cierto modo, Una novela real podía leerse como el exacto reverso de La novela luminosa del escritor uruguayo. Todo lo que en la primera aparece desplegado, en la segunda se repliega; y a la inversa, un narrador desaparece, mientras el otro crece hasta cubrirlo todo. En ambos casos, el efecto es fascinante, por razones diametralmente opuestas. En los dos libros, un escritor se encuentra ante una encrucijada: no sabe cómo encarar su próximo trabajo. En los dos, una primera parte autobiográfica es seguida por la novela propiamente dicha. Pero las proporciones se invierten: en la novela de Mizumura, la parte autobiográfica funciona como un prólogo, y luego desaparece, absorbida por ese otro relato, que constituye la mayor parte de la obra. Con Levrero pasa exactamente al revés: una casi adictiva sección inicial, el diario del autor ante el desafío de escribir su novela, y luego la novela, que empalidece ante la desbordante subjetividad del escritor.

En todo caso, las 600 páginas de uno y otro son irresistibles.

Debe ser el tan mentado encanto de la literatura oriental.

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