miércoles, 12 de agosto de 2009

la luna, parte 2


La historia tiene su encanto. Todavía hoy ignoro cuánto de cierto puede haber en el relato de mi amigo, pero me gusta pensar que esa es, en definitiva, la verdad del asunto, lo que verdaderamente se oculta en el lado oscuro de la luna. Una complicada serie de acontecimientos que llevaron, primero, a la falsificación del documento visual que atestiguaba el alunizaje del módulo Eagle, y, unos años más tarde, a la súbita cancelación de los viajes tripulados al satélite natural de la Tierra, cuatro letras, ocho horizontal.

Lo dicho, entonces. La necesidad de falsificar la caminata lunar de Neil Armstrong no se debió al fracaso de la misión Apolo XI, sino a su éxito. Al hecho de que, cuando el socio N° 80.400 del Club Atlético Independiente dio su célebre primer y pequeño paso, se encontró con que alguien lo estaba esperando. Y fue entonces que pegó un gran salto. Se dice que Aldrin –socio N° 80.399 del club de Avellaneda– lo tuvo que sujetar de uno de sus tobillos para evitar que se perdiera en el espacio ingrávido. Collins –socio N° 80.401– presenció toda la escena desde el módulo lunar, decidido a despegar de inmediato si la cosa se complicaba.

Pero no se complicó, o por lo menos no en ese primer encuentro. La persona que los esperaba –el embajador, o lo que ellos creyeron que era el embajador de la civilización selenita–, era un hombre como cualquier otro, a excepción de una barba larguísima que flotaba gracias a la ausencia de gravedad de la superficie lunar, un bastón de un material completamente desconocido en la Tierra, y el hecho de que vivía en la luna. Pero, por todo lo demás, parecía un hombre como cualquiera de los que habitaban por entonces el tercer planeta empezando a contar desde el Sol.

Mi amigo no pudo obtener mayores datos acerca de la conferencia que mantuvieron Armstrong, Aldrin y el embajador selenita, aunque no es difícil imaginar lo que se discutió entonces, habida cuenta de lo que ocurrió en los años siguientes. Esta fue la historia que el misterioso hombre de gris le contó a mi amigo y que yo ahora reconstruía mientras orbitaba cuidadosamente alrededor de mi propio planeta rojo, la colorada que seguía apoyada en la barra, un cuerpo que parecía desafiar a la gravedad con autoconsciente orgullo.

Al parecer, lo que Armstrong y Aldrin acordaron con el embajador selenita, a expreso pedido del Consejo Lunar de Ancianos, que esperaba de un momento a otro la llegada de los humanos a su suelo, fue mantener en absoluto secreto, para cada una de las civilizaciones –lunar y terrestre–, la existencia de la otra. De ahí la necesidad de fabricar un registro apócrifo del momento del alunizaje. Tras una breve deliberación, ambas partes llegaron a la conclusión de que ninguno de los dos pueblos estaba preparado para asimilar semejante revelación. Para los selenitas, mantener el secreto era mucho más sencillo: no había necesidad de fraguar ningún tipo de documento, puesto que no eran ellos los que habían gastado fortunas en enviar gente al espacio para conocer sus misterios. La misión terrestre, en cambio, había generado tal expectativa que se hacía necesario volver con algo, lo que sea, aunque sea un aburridísimo video en el que no pasa absolutamente nada.

Pero claro, los humanos son curiosos por naturaleza, como dijo el sabio Aristóteles, que poco sabía de la luna pero bastante de los asuntos terrestres. Y los hombres siguieron viajando a la luna y fabricando videos caseros de pobre calidad y menor interés para evitar que esas ansias de conocimiento se expandieran entre la población como un virus poderoso y letal. Lo que no imaginaban era que esos viajes pondrían a la Tierra al borde de un conflicto intergaláctico de extrema gravedad. Porque lo que no alcanzaban a comprender, en su desmesurada hýbris, era que el Consejo Lunar de Ancianos no buscaba proteger a la población terrestre –de la que poco sabían y que poco les importaba, en realidad– sino a sus propios congéneres lunares, mucho más inestables y beligerantes que los humanos, y un poco trotskos.

Así fue que los sucesivos viajes humanos a la luna comenzaron a generar sospechas en la población selenita, que empezó a murmurar que su gobierno estaba ocultando información. Confinados al lado oscuro de la luna, imaginaban que del otro lado, bajo los insoportables rayos del Sol que la Tierra reflejaba como un espejo dirigido por las manos inocentemente irresponsables de un dios eternamente adolescente, estaban pasando cosas raras. La prensa verde –equivalente al amarillismo terrestre– afirmaba que el gobierno ocultaba las pruebas irrefutables de que había vida en la Tierra, y difundía videos apócrifos de una supuesta autopsia a un cosmonauta ruso que, alcoholizado, había realizado un alunizaje de emergencia en la década del ’60 [N. B. por razones de comodidad para los lectores, se utiliza la conversión del calendario lunar al terrestre].

El Consejo de Ancianos se vio obligado entonces a intimar a los terrícolas a suspender los vuelos tripulados a la luna. Palabras más, palabras menos, lo que exigieron es no volver a ver un solo hombre pisando la superficie lunar, so pena de tomar las acciones necesarias para demostrarles a los selenitas que, efectivamente y al fin de cuentas, no había vida en la Tierra. Desde entonces, sólo unos pocos humanos conocen la verdad: quienes están detrás de las operaciones de ocultamiento de las pruebas de vida extraterrestre no son los sucesivos representantes del Gobierno de los Estados Unidos, sino el Consejo Lunar de Ancianos, cuyos cañones láser están apuntando preventivamente hacia nosotros.

Nosotros, que no tenemos, como Damocles, el privilegio o la maldición de saber que una espada mortal pende sobre nuestras cabezas.
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Me pregunto si la pelirroja me creerá esta historia cuando la invite a mi habitación, en diez… nueve… ocho… siete… seis… cinco… cuatro… tres… dos… uno…

1 comentario:

diego fischerman dijo...

Y sí. Sigue la obsesión malsana con El mundo de la luna.