De todas las teorías conspirativas que rodean la llegada del hombre a la luna, mi favorita es la que sugiere que la misión Apolo XI fue exitosa, pero no en el sentido en que nos hicieron creer. Es decir, Armstrong, Aldrin y Collins llegaron a la Luna, pero las imágenes que dieron la vuelta al mundo son, sin embargo, una producción hollywoodense filmada en el desierto de Arizona: lo que el gobierno norteamericano oculta no es el fracaso de su misión, sino las verdaderas y escalofriantes imágenes que el Eagle envió a la Tierra la noche del 20 de julio de 1969…
La insaciable imaginación paranoica se atrevió a sugerir que, un poco a la manera del incidente de Roswell y la célebre Área 51 –o Área 52 ya que, puestos a ser verdaderamente paranoicos, deberíamos aceptar, como sostienen algunos, que el Área 51 es apenas una cortina de humo–, los tripulantes del Apolo XI encontraron pruebas irrefutables de vida extraterrestre. Están los que sugieren la percepción de una intangible presencia, la sensación de los astronautas de sentirse observados –acaso se debiera a su escasa familiaridad con las cámaras de televisión–, y los que afirman lisa y llanamente que Armstrong mantuvo una conferencia con los embajadores selenitas, que exigieron que todo el asunto se mantuviera en secreto, puesto que la humanidad aún no estaba preparada, en plena era nuclear, para enfrentar semejante revelación.
La variante soviética del asunto afirma que los norteamericanos no quieren revelar sus contactos con seres extraterrestres puesto que, en tanto esas civilizaciones son mucho más avanzadas que la de la Tierra, todas ellas adoptaron el régimen comunista. En aquellos años, la superioridad de los rusos se manifestaba incluso en el mejor aprovechamiento de la tecnología: mientras los norteamericanos gastaban fortunas en diseñar la lapicera capaz de escribir en el espacio ingrávido, los rusos equipaban a sus cosmonautas con lápices.
Había, desde ya, variantes más disparatadas. Una sugería que los primeros en pisar la superficie lunar fueron los vikingos, pero que no dejaron testimonio de ello. Otros afirmaban que, como en todos los demás ámbitos del conocimiento, el primero que había logrado pisar la luna había sido Leonardo Da Vinci. Finalmente, estaban los que aseguraban que los norteamericanos habían hallado todo tipo de riquezas en la superficie lunar, pero imaginaron que si distribuían imágenes lo suficientemente aburridas, nadie más querría molestarse en viajar a la luna, y ellos podrían usufructuar esos tesoros en soledad. Los jerarcas de Hollywood aceptaron filmar el video apócrifo con la condición de que parte de las riquezas selenitas se utilizaran en la producción de películas de Spielberg, que nadie estaba dispuesto a financiar con dinero terrestre. La idea era enviar después esas películas al espacio, para despistar a los verdaderos dueños de los tesoros. Los extraterrestres jamás sospecharían de los terrícolas, al deducir, después de haber visto esas películas, que en la Tierra no había vida inteligente.
Por mi parte, logré enterarme de la verdad del asunto casi de casualidad. Un amigo había estado en la NASA como resultado de un proyecto de intercambio con la Universidad de Buenos Aires y, apasionado por todo lo que tuviera que ver con las misiones al espacio, se dedicó a visitar todas las instalaciones a las que estaba autorizado a ingresar y a intentar entrar en todas aquellas a las que tenía prohibido siquiera acercarse. En estas últimas, desde luego, no pudo entrar, pero se las ingenió para entrevistarse con personas que lo hacían con regularidad, o que al menos lo habían hecho alguna vez. Mi amigo siempre fue un científico en toda regla y jamás suscribió a ninguna de las teorías conspirativas que ya en ese entonces –eran los trágicos años ’90– circulaban masivamente. Sólo lo movía el genuino interés por conocer los secretos del espacio, a los que había dedicado todos sus años de estudio en la Universidad.
En cualquier caso, en una de sus numerosas entrevistas informales, mi amigo dio con un viejo director de una oficina perdida en los laberintos burocráticos de las agencias gubernamentales norteamericanas que le invitó una copa en un bar de mala muerte en las afueras de Houston. Mi amigo aceptó, un poco a regañadientes. Ya se había entrevistado con verdaderas personalidades del ambiente espacial de los Estados Unidos, y había logrado recabar información muy valiosa y bibliografía de primerísima mano para continuar seriamente sus estudios. Una conversación con un hombre gris como el que ahora lo invitaba a subirse a su auto no podía agregarle nada de verdadero valor. Sin embargo, mi amigo estaba tan contento con los resultados de su viaje que unos tragos de despedida antes del regreso, sobre todo si no iba a ser él el que los pagara, le parecían una propuesta atractiva. Supongo que ignoraba hasta qué punto esa decisión, aparentemente inocente, le habría de cambiar la vida. Un pequeño paso para un hombre, pero un pisotón fulminante para las aspiraciones científicas de la humanidad.
Cuando, a su regreso, me contó los pormenores de su conversación con ese hombre gris, mi amigo ya era otra persona. No se había producido ningún cambio brusco, ninguna modificación alarmante o repentina, pero había algo en su voz, una cierta melancolía, o el eco lejano de una cierta melancolía, que delataba que mi amigo había cambiado de una manera definitiva y, tal vez, fatal. Como si las palabras fueran suyas, pero ya no le importara nada de lo que decían. Después de escucharlo, estuve tentado de insinuar que las grandes cantidades de alcohol que enmarcaban su relato lo volvían escasamente confiable. En primer lugar porque, borracho, el hombre gris podría haber puesto en palabras una alucinación o un delirio. En segundo lugar porque mi propio amigo podría haber escuchado cualquier cosa después de tres o cuatro tequilas. Finalmente no dije nada. Creo que asentí en silencio y pedí un trago más para los dos. Acompañé la mirada de mi amigo, que se había detenido en una pelirroja que se inclinaba sobre la barra para pedirle algo al oído al barman. Sonreí al pensar que la misma frase, con sentidos diversos, cruzaba en ese instante por nuestras cabezas. Una mujer de otro planeta, nuestros ojos fuera de órbita.
Supongo que sentí una fuerza invisible que me atraía hacia ella. Me levanté con cierta gravedad y empecé a caminar hacia la pelirroja como un asteroide en curso de colisión. Sabía que me esperaba un choque duro al final del recorrido, pero no podía evitarlo. Ya estaba caminando hacia ella, y mientras me acercaba repasaba en mi mente el relato que mi amigo me había hecho un rato antes. Pensé en las curvas de la pelirroja, en la música de las esferas. El verdadero secreto oculto del otro lado de la luna…
La insaciable imaginación paranoica se atrevió a sugerir que, un poco a la manera del incidente de Roswell y la célebre Área 51 –o Área 52 ya que, puestos a ser verdaderamente paranoicos, deberíamos aceptar, como sostienen algunos, que el Área 51 es apenas una cortina de humo–, los tripulantes del Apolo XI encontraron pruebas irrefutables de vida extraterrestre. Están los que sugieren la percepción de una intangible presencia, la sensación de los astronautas de sentirse observados –acaso se debiera a su escasa familiaridad con las cámaras de televisión–, y los que afirman lisa y llanamente que Armstrong mantuvo una conferencia con los embajadores selenitas, que exigieron que todo el asunto se mantuviera en secreto, puesto que la humanidad aún no estaba preparada, en plena era nuclear, para enfrentar semejante revelación.
La variante soviética del asunto afirma que los norteamericanos no quieren revelar sus contactos con seres extraterrestres puesto que, en tanto esas civilizaciones son mucho más avanzadas que la de la Tierra, todas ellas adoptaron el régimen comunista. En aquellos años, la superioridad de los rusos se manifestaba incluso en el mejor aprovechamiento de la tecnología: mientras los norteamericanos gastaban fortunas en diseñar la lapicera capaz de escribir en el espacio ingrávido, los rusos equipaban a sus cosmonautas con lápices.
Había, desde ya, variantes más disparatadas. Una sugería que los primeros en pisar la superficie lunar fueron los vikingos, pero que no dejaron testimonio de ello. Otros afirmaban que, como en todos los demás ámbitos del conocimiento, el primero que había logrado pisar la luna había sido Leonardo Da Vinci. Finalmente, estaban los que aseguraban que los norteamericanos habían hallado todo tipo de riquezas en la superficie lunar, pero imaginaron que si distribuían imágenes lo suficientemente aburridas, nadie más querría molestarse en viajar a la luna, y ellos podrían usufructuar esos tesoros en soledad. Los jerarcas de Hollywood aceptaron filmar el video apócrifo con la condición de que parte de las riquezas selenitas se utilizaran en la producción de películas de Spielberg, que nadie estaba dispuesto a financiar con dinero terrestre. La idea era enviar después esas películas al espacio, para despistar a los verdaderos dueños de los tesoros. Los extraterrestres jamás sospecharían de los terrícolas, al deducir, después de haber visto esas películas, que en la Tierra no había vida inteligente.
Por mi parte, logré enterarme de la verdad del asunto casi de casualidad. Un amigo había estado en la NASA como resultado de un proyecto de intercambio con la Universidad de Buenos Aires y, apasionado por todo lo que tuviera que ver con las misiones al espacio, se dedicó a visitar todas las instalaciones a las que estaba autorizado a ingresar y a intentar entrar en todas aquellas a las que tenía prohibido siquiera acercarse. En estas últimas, desde luego, no pudo entrar, pero se las ingenió para entrevistarse con personas que lo hacían con regularidad, o que al menos lo habían hecho alguna vez. Mi amigo siempre fue un científico en toda regla y jamás suscribió a ninguna de las teorías conspirativas que ya en ese entonces –eran los trágicos años ’90– circulaban masivamente. Sólo lo movía el genuino interés por conocer los secretos del espacio, a los que había dedicado todos sus años de estudio en la Universidad.
En cualquier caso, en una de sus numerosas entrevistas informales, mi amigo dio con un viejo director de una oficina perdida en los laberintos burocráticos de las agencias gubernamentales norteamericanas que le invitó una copa en un bar de mala muerte en las afueras de Houston. Mi amigo aceptó, un poco a regañadientes. Ya se había entrevistado con verdaderas personalidades del ambiente espacial de los Estados Unidos, y había logrado recabar información muy valiosa y bibliografía de primerísima mano para continuar seriamente sus estudios. Una conversación con un hombre gris como el que ahora lo invitaba a subirse a su auto no podía agregarle nada de verdadero valor. Sin embargo, mi amigo estaba tan contento con los resultados de su viaje que unos tragos de despedida antes del regreso, sobre todo si no iba a ser él el que los pagara, le parecían una propuesta atractiva. Supongo que ignoraba hasta qué punto esa decisión, aparentemente inocente, le habría de cambiar la vida. Un pequeño paso para un hombre, pero un pisotón fulminante para las aspiraciones científicas de la humanidad.
Cuando, a su regreso, me contó los pormenores de su conversación con ese hombre gris, mi amigo ya era otra persona. No se había producido ningún cambio brusco, ninguna modificación alarmante o repentina, pero había algo en su voz, una cierta melancolía, o el eco lejano de una cierta melancolía, que delataba que mi amigo había cambiado de una manera definitiva y, tal vez, fatal. Como si las palabras fueran suyas, pero ya no le importara nada de lo que decían. Después de escucharlo, estuve tentado de insinuar que las grandes cantidades de alcohol que enmarcaban su relato lo volvían escasamente confiable. En primer lugar porque, borracho, el hombre gris podría haber puesto en palabras una alucinación o un delirio. En segundo lugar porque mi propio amigo podría haber escuchado cualquier cosa después de tres o cuatro tequilas. Finalmente no dije nada. Creo que asentí en silencio y pedí un trago más para los dos. Acompañé la mirada de mi amigo, que se había detenido en una pelirroja que se inclinaba sobre la barra para pedirle algo al oído al barman. Sonreí al pensar que la misma frase, con sentidos diversos, cruzaba en ese instante por nuestras cabezas. Una mujer de otro planeta, nuestros ojos fuera de órbita.
Supongo que sentí una fuerza invisible que me atraía hacia ella. Me levanté con cierta gravedad y empecé a caminar hacia la pelirroja como un asteroide en curso de colisión. Sabía que me esperaba un choque duro al final del recorrido, pero no podía evitarlo. Ya estaba caminando hacia ella, y mientras me acercaba repasaba en mi mente el relato que mi amigo me había hecho un rato antes. Pensé en las curvas de la pelirroja, en la música de las esferas. El verdadero secreto oculto del otro lado de la luna…
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