miércoles, 1 de julio de 2009

la verdadera música que le gusta a la gente


El título de esta entrada le rinde homenaje a un reciente best-seller del periodismo deportivo. Y no porque pretenda aplicar una metáfora de corte futbolero a la crítica musical (aunque algo de eso supongo que habrá, también), sino porque algunas reflexiones en blogs ajenos me invitaron a re-elaborar algunas opiniones previas vertidas aquí. Más exactamente, aquello del crítico que hace pogo, un aforismo desafortunado.

Pero primero el fútbol.

Hace poco volví a un estadio para asistir a un espectáculo deportivo, después de mucho, mucho tiempo. Curiosamente, en los últimos diez años mis visitas a las canchas fueron por motivos musicales (hacer pogo, entre otras cosas) y no para disfrutar de un partido. Y la verdad es que no sé si disfruté de un partido esta última vez... Argentina-Colombia fue más sufrimiento que goce, aunque tuvo también unos pocos momentos de magia. El tema es que tantos años de asistir a conciertos, óperas y recitales, alejado del verde césped y el ambiente futbolero, dejaron su huella. Por ejemplo, cuando Johann Sebastian Verón bajó una pelota imposible con un gesto técnico exquisito y el estadio entero se puso de pie para aplaudir; y yo grité, totalmente alienado y mientras me sumaba a los aplausos de la platea San Martín, un estentóreo "¡Bravo!". Y, claro, me sentí un pelotudo. ¿Quién grita "bravo" en la cancha? Obviamente, un tipo que no está demasiado acostumbrado a lo que los medios llaman "el folklore del futbol". Y, ya que estamos, me pregunto a qué clase de equipos habría que gritarles ahora aquello de "¡Al Colón!"... (Independiente es el candidato ideal: el Orgullo Nacional de pasado glorioso y presente lamentable, que hoy ni siquiera puede jugar de local y alquila canchas que en tiempos pretéritos le habrían quedado chicas pero que hoy le quedan demasiado grandes. Pero bueno: al menos Independiente no mandó a sus jugadores a atender al público en los hospitales de Avellaneda. "Doctor, tengo el paladar negro"...)

En cualquier caso, imaginé la situación inversa, la del público que en la sala de conciertos desconoce el "folklore de la sala de conciertos" y aplaude entre los movimientos de una sinfonía. Como todo el mundo sabe, el público entendido prefiere ofrecerle a los artistas, mientras pasan del allegro al adagio, una salva de flemas y estornudos, en lugar de aplausos, que evidentemente son de mal gusto. Así, los defensores de las buenas costumbres contrarrestan la espontánea manifestación del público dilettante con chistidos defensores de lo sagrado del arte. Un verdadero andante con moco.

Y, OK, se entiende que la prescripción de no aplaudir entre los movimientos busca no alterar la atmósfera de la obra, la concentración del artista y del público, la no tan descabellada idea de esperar a que verdaderamente termine la obra para manifestar las emociones, y todo eso. Pero no veo por qué un aplauso debería ser más disruptivo que el catarro. Y eso ni siquiera es lo peor, sino que, mediante la represión de la explosión genuina que a veces puede significar un aplauso a destiempo, se condiciona el aplauso final, que muchas veces parece más una señal pavloviana para levantarse e ir a buscar el abrigo al guardarropa que un saludo a los artistas.

Y hace poco lo escuché a Horacio Pagani afirmando que las entrevistas no tienen sentido. Que preguntarle algo a un futbolista es una pérdida de tiempo, porque sólo dirá alguna que otra frase de ocasión ("es un partido duro", "tenemos que dejar todo", "ellos tienen un gran equipo"), una excusa para rellenar un espacio sin tener que pensar demasiado. Un amigo, que en esto sigue involuntariamente a Pagani, opina algo similar respecto de los artistas. Que es mucho más interesante el esfuerzo de decir algo, aunque sea algo equivocado, descabellado o fuera de lugar, que simplemente presionar rec, play, copy & paste. Otros, en cambio, que confunden meterse entre el público con meterse con el público, se lanzan a pontificar. Son los que esperan algún tipo de reconocimiento, la célebre estatua al crítico que, según Sibelius, no puede encontrarse en ninguna parte. Lo dicho, pues: no se trata de censurar los prejuicios ajenos, sino de exponer los propios...

... Pero ahora advierto que acabo de romper mi propia regla, porque, al defender al público que aplaude no hice sino criticar al público que carraspea. Supongo que será la pandemia de paranoia que parece afectar sobre todo a la clase media y que nos hace tener miedo, mucho miedo, cuando alguien tose. Dicen que ahora los terroristas pueden subir a los aviones con sus bombas, siempre y cuando no estornuden, aunque cada vez son menos los fundamentalistas dispuestos a tirar abajo un artefacto que para venirse abajo se las arregla muy bien solo. "Bienvenidos a Newton Airlines, soy el Capitán Ballard, gracias por volar con nosotros".

Y ahora entiendo por qué la gente aplaude cuando el avión aterriza, pero nunca antes, nunca durante el movimiento.

Propongo que, antes de cada función, los acomodadores muevan los brazos hacia delante y hacia los costados, y señalen dónde están las salidas de emergencia en caso de que el concierto no sea todo lo bueno que esperábamos y se precipite al vacío. Y entonces sí, el crítico que finalmente descubre que al dia siguiente podrá publicar la crónica del concierto en la página de policiales (su más profundo y secreto deseo), las máscaras de oxígeno que caen sobre la platea, el público que aplaude, aplaude, no deja de aplaudir.

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