lunes, 14 de septiembre de 2009

dos historias salentinas


UNA. Hace mucho calor. Son los últimos días del verano boreal, y se sienten como si se hubiera liberado todo la energía que la tierra acumuló en los últimos tres meses. Si en Europa existiera la sensación térmica, me estaría deshidratando, o tendría la sensación de que me estoy deshidratando. Salgo al balcón y me entretengo mirando las ventanas, los rostros de piedra que me devuelven la mirada desde los frentes de las casas, los balcones vecinos, alguna que otra bicicleta que atraviesa Via dei Prioli. Me sorprende una suerte de guirnalda que adorna las macetas del balcón vecino. Extraño, pienso, pero qué no es extraño en el Salento cuando uno llega de Buenos Aires para estudiar filosofía... Un vecino sale a la calle, sin camisa, sudando bajo el sol de las cuatro de la tarde. Mira hacia arriba: observa el balcón vecino, después observa el mío. Repite la operación un par de veces. Cuando su mirada se cruza con la mía, lo saludo. Como respuesta recibo únicamente una mirada, pero no alcanzo a distinguir si es de bienvenida o de curiosidad. Acaso de lástima. Supongo que con el tiempo me habituaré a las costumbres salentinas. Cuando finalmente me decido a entrar, lo veo: un rollo de papel higiénico que se escapa de la ventana de mi baño, pasa por encima de mi cabeza y aterriza en el balcón vecino. Cinco, seis metros de una guirnalda espontánea, doble hoja, ultrasuave. El calor de la tarde se hace, de pronto, un poco más intenso. Vuelvo a mi habitación y cierro la puerta como puedo. Agrego un item a la lista del supermercado.

DOS. Pensé que exageraban, pero resultó ser cierto: Alitalia se especializa en perder los equipajes en los vuelos internos. Me avisan que mis cosas llegaron en perfecto orden a Roma, pero que, una vez en Italia, decidieron recorrer la península por su cuenta, sin preocuparse por su legítimo dueño, que ahora escucha las explicaciones pertinentes en Brindisi, después de trece horas de vuelo. En dos días vuelven, me prometen las autoridades. Mientras tanto, debo formalizar la denuncia, dejar constancia de la cantidad de valijas (2), su color (azul y negro), su marca (no la recuerdo) y la combinación para abrir los respectivos candados. Esto ya me parece demasiado. ¿Para qué necesitan la combinación? Cuestiones de seguridad, según dicen. De un tiempo a esta parte, los aeropuertos se convirtieron en el sueño húmedo de un paranoico. La gente se abalanza sobre la ventanilla de las denuncias. Los que reclaman por su equipaje perdido son muchos, demasiados. Supongo que en la bodega de nuestro vuelo viajaron las valijas de los que llegaron a Brindisi dos días antes. Entre los gritos y los forcejeos, la mujer de la ventanilla insiste, impaciente, por la combinación. Son tres números, apenas. Los elegí con cuidado, para no olvidarlos. La gente se sigue agolpando a mi alrededor y no me queda otra más que gritar entre los insultos que se escuchan en varios idiomas:

-¡666!

De pronto, el silencio. La breve multitud que me rodeaba retrocede un paso. Me doy vuelta y veo el rostro desencajado de una mujer mayor, bajita y regordeta, que me mira horrorizada. Le devuelvo la mirada, desafiante.

-¡Si! ¡Il numero della bestia!

Mis valijas llegan esa misma noche.

1 comentario:

Silvia dijo...

Qué cosa, irse tan lejos para andar asustando viejas...
Se te extraña molto, ragazzo.