Hace casi dos años, en un post escrito desde un avión que cruzaba la Cordillera de los Andes, jugaba a ser Rodrigo Fresán escribiendo desde los aires o, al menos, los aeropuertos. Quise repetir la humorada este año, pero el vuelo intercontinental de Lufthansa es increíblemente incómodo –al menos ofrecen una buena Warsteiner como para mitigar la claustrofobia producida por asientos cada vez más estrechos: si no me creen, pregúntenle a Rep, a Magdalena Faillace o al resto de la comitiva argentina en la feria de Frankfurt, con la que compartí el vuelo de ida– pero por suerte (?), además de las doce horas de vuelo desde Milán a Buenos Aires, tengo antes diez horas de tren desde Lecce hasta Milán. Y como esta vez me toca un tren cómodo, con espacio para la computadora y todo, pienso en cuál sería el escritor al cual remitirse cuando uno viaja en tren. Y se me ocurren varios. Pero no voy a decir ninguno.
O sí. Voy a nombrar a un eterno candidato al Nobel –ah, los premios– que acaba de lanzar dos discos que todavía no escuché, pero que pienso conseguir apenas llegue a Buenos Aires. Y como aún no tengo los nuevos-viejos lanzamientos de Bob Dylan, me entretengo con esos viejos discos que siguen sonando nuevos. Y escucho uno, en particular, que no deja de parecerme una de las cosas más extrañas realizadas por alguien que se especializa en cosas extrañas. Escucho John Wesley Harding y no puedo evitar pensarlo como un disco que pudo haber sido grabado en el siglo XIX. O como el primer intento, fugaz –casi media hora de música, poco más– por alcanzar ese estado de intemporalidad que Dylan alcanzaría muchos años más tarde, el 11 de septiembre de 2001, de todas las fechas posibles, con el lanzamiento de “Love and Theft”.
Y en John Wesley Harding –ahora que lo pienso, JWH es un disco para escuchar en un tren, idealmente un tren que atraviese un desierto– la canción más extraña, en un disco integrado únicamente por canciones extrañas, siempre me pareció “I dreamed I saw St. Augustine”. En parte por deformación profesional: para los que nos dedicamos al estudio de la filosofía medieval, la figura de Agustín de Hipona es más o menos cercana. Claro que de ahí a soñar con él, como cuenta Dylan, hay un largo trecho. Pero no deja de ser cierto que, para la época en la que se editó John Wesley Harding, Bob Dylan ya había contado y cantado más de 115 sueños, bastante más entretenidos que los de Theodor W. Adorno.
En cualquier caso, “I dreamed I saw St. Augustine” no es la única aparición estelar del Obispo de Hipona en el campo de la música. Sting se animó en su momento con “St. Augustine in Hell” y, algo que descubrí hace poco, la residencia real de Sans-Souci, en la zona de Potsdam, se inauguró con un oratorio de Johann Adolph Hasse que lleva por título un sugestivo La conversión de San Agustín. La estructura del oratorio es la típica de las obras de la escuela napolitana: sucesión de recitativos y arias, con dos coros que cierran cada una de las dos partes. Ambrosio de Milán no aparece, pero sí están familiares y amigos intentando convencer a un Agustín con la memoria todavía fresca de sus venales andanzas de juventud de que el camino de la ascesis y el arrepentimiento is the way to go.
Lo interesante del oratorio son dos cosas: una, la casi total ausencia de acción –que se trate de un oratorio y no una ópera es irrelevante: al fin de cuentas, Israel en Egipto de Handel también es un oratorio, pero de esos que podría protagonizar Charlton Heston o dirigir Cecil B. DeMille–. Es el curioso matiz psicologizante de todo el asunto lo que llama la atención. Básicamente, vemos a Agustín dudando entre abrazar la nueva fe o abandonarse a los placeres que hasta ese momento tanto había disfrutado. Familiares y amigos se turnan para cantar arias de aliento y apoyo, en lo que mejor habría sido llamar La intervención a San Agustín, un poco en el estilo de las interventions, esos encuentros pensados para rehabilitar a los adictos a diversas sustancias prohibidas.
El otro momento interesante es la tradicional y esperada aparición del Deus ex machina que debe llevar todo a buen puerto y que en este caso consiste en una voz que, desde lo alto, y en medio de un angustiado monólogo de Agustín, le dice, simplemente, tolle et lege. Lo dice en italiano (“prendi e legge”), pero se impone la cita erudita en latín: para los no familiarizados con las extraordinarias aventuras de Agustín de Hipona, se trata del momento crucial en la vida del santo, al menos según lo cuenta él mismo en sus Confesiones. El momento en el que Agustín, más humano que nunca, atribuye una casualidad afortunada a la intervención divina. El oratorio de Hasse es ni más ni menos que una fábula moralizante: hasta los más recalcitrantes pecadores pueden alcanzar el perdón y, gracia mediante, alcanzar ni más ni menos que la santidad.
Y digo que el asunto es interesante porque, a su modo, y así como se hizo finalmente una película basada en El capital del compañero Marx, podría decirse que el de Hasse es un oratorio basado en las Confesiones de San Agustín. Cierto, un intento que empalidece ante dos óperas de inspiración igualmente hagiográfica como Il Sant’Alessio de Landi y el San Francisco de Asís de Messiaen. Pero un buen intento, al fin de cuentas.
Un capítulo más en la serie de vidas de santos.
3 comentarios:
He tenido mi "tolle et lege", pero fue un fanzine...
a mí me pasó como a San Agustín, pero al revés: la voz de lo alto me dijo "largá los libros"!
1- Quiero escuchar ese disco de Dylan
2- la religión (o lo que sea que estaba tomando Agustín que lo hiciera dejar una vida licenciosa nada más que para ser santo) podría resultar una sustancia ilegal, "o crees que no?"
3- lamento admitir que me perdí con lo de la ópera... soy un asno!!!!!!!
Pero me diste ganas de viajar en tren, ¿funcionará Dylan en la ex-Mitre?
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