No pensé que este blog se iba a trasformar en uno de esos ejercicios de autocomplacencia y narcisismo, pero llega un momento en el que uno se pregunta por qué no. Además, como el programa ingresó en esa zona nebulosa conocida como “receso de verano”, no parece conveniente dejar inactiva esta página tanto tiempo. Como cualquiera sabe, la blogósfera exige una permanente alimentación a base de comentarios, confesiones, y todo tipo de manifestaciones verborreicas. Cualquier vacío, por ínfimo que parezca, puede transformarse en el punto a partir del cual se empieza a deteriorar la maquinaria del universo...
Así que decidí viajar a Chile para recibir el Año Nuevo con amigos, allende la cordillera. Señal de alerta: será el primer viaje en avión desde que empezó Lost. Todos mis viajes anteriores, incluso el primero, que además fue el más extenso de todos, hace ya muchos años, fueron casi imperceptibles de tan tranquilos. Ninguna angustia, ni siquiera en el despegue o en el aterrizaje… Tampoco en un ocasional “pozo de aire”, una expresión que siempre me sonó más incomprensible que amenazadora. A lo sumo, un único inconveniente, una vez, volviendo de Montevideo, obligados a permanecer en el aire más de lo esperado, con la consiguiente amenaza del combustible cada vez más escaso. Pero ni siquiera esa amenaza, o la imagen de dos o tres aviones volando en círculos cerca de mi ventanilla, lograron perturbar lo que siempre fue una experiencia cordial, casi hospitalaria por parte del aire. Y ya que estamos, ¿por qué siempre se habla del “respeto que infunde el mar” y nunca del “respeto que infunde el aire”? Supongo que si Moby Dick hubiera transcurrido en el cielo, o si el Pequod hubiera sido un 747, las cosas serían muy, muy distintas.
Los viajes en avión, de cualquier modo, ya no son lo mismo. Y es que Lost modificó todo dramáticamente. En primer lugar, el momento previo al embarque: escrutar uno por uno a los inminentes compañeros de viaje, atento a ver si entre ellos se esconde algún cirujano con tatuajes en los brazos, alguna convicta escoltada por un carabinero (lo siento por él, en ese caso), algún hombre en silla de ruedas equipada con cuchillos de todos los tamaños y colores, algún cantante de rock con su guitarra al hombro, alguna rubia embarazada, o hasta Jorge García, el actor que interpreta a Hurley, que es chileno y que tal vez decide pasar Año Nuevo en Santiago, previa escala por Buenos Aires. Difícil, pero quién sabe. Podría pasar.
Pero no. Ni uno sólo que se ajuste a alguna de esas descripciones. Alivio, por un momento, pero también algo de decepción. Es que, ciertamente, no es que uno quiera que su avión se estrelle en una isla misteriosa, pero, si eso llegara a ocurrir, es difícil imaginarse algún tipo de aventura sin al menos alguno de aquellos personajes. Uno empieza a mirar a su alrededor y piensa, “¿Con esta gente me va a tocar compartir meses y meses en una isla del Pacífico? ¿Quién va a cazar jabalíes? ¿Este flaquito con la camiseta de los Lakers?” Además, para mí era un vuelo atípico: por lo pronto, era la primera vez que tenía que abordar el avión por la escalera, cruzando la pista a pie, caminando entre los aviones. Siempre me pareció bastante claro que la tradicional manga por la que se suele abordar, y que hace virtualmente imposible determinar el momento en el que uno cruzó el umbral que separa la estructura firmemente establecida sobre la tierra de la que en breve estará, literalmente, por el aire, tenía como objetivo ofrecer algún tipo de resguardo psicológico. Los cinco sentidos, que no sólo nos engañan sino que a veces pueden ser incluso bastante estúpidos, parecerían no registrar que están ingresando a un ambiente que, si bien no es hostil, al menos es lo suficientemente extraño como para que la sensación de peligro o amenaza no esté del todo fuera de lugar. Y no es que adscriba a esas frases excesivamente ingenuas del tipo “si Dios (o la Naturaleza, o el Gran Arquitecto, o Papá Pitufo, lo que cada uno quiera) hubiese querido que los hombres volaran, les habría dado alas”, frases que en todo caso demuestran un desprecio por todo lo que en el sentido más amplio llamamos “cultura” porque, de ser así, si Papá Pitufo hubiera querido que los hombres comieran con utensilios les habría dado manos con dedos en forma de cuchillo, tenedor, cuchara y espátula, y si hubiese querido que hicieran música los habría creado con una trompeta en… Bueno, ya ven más o menos por dónde va mi razonamiento. Como sea, no es ese el tema. El tema es que, aparentemente, la manga es un dispositivo eficaz para que la transición tierra-aire sea lo más leve posible. Claro, después está el momento de la aceleración, ese punto exacto en el que todo el cuerpo percibe (los sentidos no eran tan estúpidos, después de todo) que uno ya está en el aire. Ese será siempre el momento traumático por excelencia, independientemente de la familiaridad o de la tranquilidad con la que uno esté acostumbrado a lidiar con él. Pero, en cualquier caso, lo que aprendí en este viaje es que ingresar al avión por la escalerita que uno a veces puede ver en películas o coberturas de viajes de presidentes, estrellas de rock o deportistas (en orden de importancia), es que es mucho mejor ser plenamente consciente de que uno está ingresando a un aparato inverosímil desde todo punto de vista. Hay una sensación de euforia casi infantil en el momento en el que uno sube uno a uno esos escalones, mientras puede abarcar de un solo golpe el avión sobre la pista, como si uno estuviera en un parque de diversiones, a punto de subirse al juego más divertido de todos (por eso las largas colas, por eso los boletos más caros), para un paseo que podría ser inolvidable.
Pero claro, después las cosas son bastante menos divertidas. Por lo pronto, lo primero que te explican, invariablemente, es cómo comportarse en caso de emergencia. Evidentemente, si eso es lo primero que te explican, probablemente se deba a que la posibilidad de tener que aplicar todos esos conocimientos no es tan lejana. En cualquier caso, de todas esas instrucciones, mi preferida es la de las máscaras de oxígeno: siempre explican que en caso de despresurización, caerá la máscara (de hecho, eso es lo que pasa, incluso en el plano metafórico: “se cae la máscara, todo era mentira, es evidente que este aparato no puede volar”), uno tendrá que colocarla sobre las vías respiratorias, ajustarla y “respirar normalmente”. Siempre me gustó que dijeran “respire normalmente”. Se supone que se acaba de desprender una parte del fuselaje, el avión va cayendo en picada en el medio de la Cordillera de Los Andes, llueve sobre mi persona el equipaje del tipo de adelante, que por alguna razón viajaba con una colección de cascos prusianos que ahora caen de punta, y se supone que gracias a esa mascarita yo puedo “respirar tranquilo”. Qué alivio, muchas gracias.
Recomendación para futuros usuarios: si la compañía lo permite, hagan el check-in desde sus casas, via Internet. Yo no lo hice, pero todos mis compañeros de vuelo sí. Consecuencia: ocupé el último asiento del avión. Otra vez pensé en Lost: “Epa, tail section, estos son los que se llevaron la peor parte. El único que se salvó fue el dentista”. Y yo le tengo horror al dentista. Me tranquilicé cuando vi que a mi lado se ubicaba una chica muy bonita y delicada, con un iPod que me obligó a intentar descifrar, durante la mitad del viaje, la música que estaba escuchando. La otra mitad del viaje me entretenía con pensamientos como: “Con esta chica sí que podría compartir un accidente aéreo, siempre y cuando no sea mortal. Medianoche en la Cordillera, al calor del fuselaje en llamas, el cielo estrellado sobre el avión idem… Tal vez así tendría una oportunidad…” Pero no. Un viaje sin sobresaltos.
Y así volví “a pisar las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada”, como reza la canción que recuerdo cada vez que vengo a Chile, y especialmente en esta ocasión, porque estoy parando muy cerca de La Moneda, o al menos más cerca que las últimas veces que estuve por acá. La verdad es que gracias a la infinita generosidad de muy buenos amigos acá en Santiago estoy disfrutando de una estadía muy grata, con compañeros de habitación muy particulares.
También pude hacer acopio de material musical para compartir en la próxima temporada de estudio de noche, pero ya les contaré de eso en otra oportunidad, después de disfrutar unos buenos piscos, paltas, locos y todas las cosas ricas que se consiguen por acá.
Que tengan un muy feliz Año Nuevo.
jueves, 1 de enero de 2009
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