Algunos libros se leen con desconfianza. Las causas de esa desconfianza pueden ser varias, pero en todo caso eso le otorga al libro una suerte de salvoconducto: si uno no lo disfruta, bien puede deberse a ese preconcepto, lo cual excusaría al libro y trasladaría la culpa al lector. Y si uno acaba por disfrutarlo, el libro puede declarar, orgulloso, que superó uno de los obstáculos más firmes a la hora de cautivar a un lector: el prejuicio.
Menciono esto porque pocos libros me despertaron más desconfianza que Bolaño antes de Bolaño. Diario de una residencia en México de Jaime Quezada (Catalonia, 2007), volumen que encontré de casualidad en una librería de Santiago, debajo de La Moneda. A primera vista, con ese collage en cubierta que muestra a un Bolaño adolescente mezclado con estampitas, recuerdos de la primera comunión y reproducciones de cartas enviadas al autor, el libro parece un intento flagrante por aprovechar la estatura de mito que en estos últimos años parece haber ganado Bolaño en el mundo de las letras. Oportunismo puro, y poco más. Y sin embargo...
... Sin embargo, y no tan curiosamente, lo que parecen ser las mayores debilidades del libro son las que le confieren su particular encanto. Porque no se trata de un esfuerzo por recordar al viejo amigo hoy consagrado, repasando los momentos vividos en compañía en una ciudad de México que en las propias páginas de Bolaño adquirió el status de lugar legendario, sino que se trata de la edición actual (allí sí, en todo caso, podría encontrarse el costado oportunista del asunto) de un diario escrito en el preciso momento en el que se desarrollaban los hechos que allí se describen. Quezada escribía este diario mientras vivía en la casa de los Bolaño entre 1971 y 1972. Él tenía 27 años, Bolaño 18. Y la primera, inevitable imagen que nos ofrece de Bolaño es la de un adolescente que no deja de leer ni un instante. Y lo que Bolaño lee, en esas primeras páginas del diario de Quesada, es el Retrato del artista adolescente. Por qué no.
El problema es que, claro, se trata del diario de Jaime Quezada, no del diario de Roberto Bolaño. Y no hay aquí nada de esa escritura bastarda del Borges de Bioy Casares, otro diario mitológico de dos cabezas. Bolaño aparece como un personaje central del diario de Quesada porque era el freak que convivía con el autor, el que usaba de noche la única máquina de escribir que había en la casa (Quezada la usaba de día: los dos cachorros de poeta habían llegado a ese acuerdo, que era el que mejor se ajustaba a los hábitos de uno y otro), el que disparaba el tipo de ocurrencias y definiciones que se volverían marca de fábrica en Los detectives salvajes o Prosa del otoño en Girona. Bolaño lee y escribe, y cuando habla, habla de libros. Hasta cuando habla de música (la descripción de una canción de The Who) lo hace por sus valores literarios, por contar una historia que, bien mirada, resulta ser una invención de Bolaño a partir de los sonidos de un idioma que confiesa desconocer. Bolaño también inventa sueños. Bolaño usa el "che" y dice que preferiría fumar Gauloises en vez de Faros, "no tanto por dármelas de afrancesado, sino por el tanto humo de Gauloises que hay en las páginas de las novelas del gran Cortázar".
En cuanto a Quezada, su figura, por contraste, aparece bastante desdibujada: las curiosas salidas de Bolaño se justifican por su condición de freak, una y otra vez señalada en las páginas del libro. Quezada, en cambio, parece tomarse mucho más en serio y eso lo transforma en un personaje un poco más antipático. No es difícil de entender: casi diez años mayor que su anfitrión, Bolaño debía parecerle un adolescente más o menos insoportable. Pero el afecto es evidente, como lo es también el temprano reconocimiento de una inusual capacidad literaria -aún inexplorada- del amigo.
Hay algo curioso en Bolaño antes de Bolaño, y es el grado de fanatismo por Gabriela Mistral que Quezada muestra prácticamente en cada página. Por momentos, llega a ser algo agobiante, pero ahí es donde, inesperadamente, se cuela la revancha del autor. Es como si nos estuviera advirtiendo que no es muy distinta nuestra situación: ¿qué otro motivo tendríamos para leer Bolaño antes de Bolaño sino el fanatismo, el deseo por saber algo más, por espiar los momentos fundacionales de un mito? Quezada, probado "mistraliano", nos abre una puerta a los "bolañitas", pero mientras pasamos nos arroja una mirada cómplice, una sonrisa sarcástica. Consejos de un discípulo de Mistral a un fanático de Bolaño.
Por las páginas del diario de Quezada, Bolaño comparte cartel con otras figuras que tienen sus propias apariciones estelares: Juan Rulfo, Octavio Paz, una joven Diana Bellessi... El diario reproduce completos documentos de Gabriela Mistral y discursos de Salvador Allende, pero el contrapunto entre Quezada y Bolaño siempre gana el centro de la escena. En un determinado momento, los amigos se cruzan en un plaza en la que unos niños juegan al "poliladron". Bolaño le pregunta a Quezada:
-Y a tí, Jaime, ¿qué te gustaría ser: el paco o el ladrón?
-¿En el juego o en la vida?
-¡En este juego, pues, hombre!
-El ladrón. ¡Para arrancar del paco!
-Yo, un detective... ¡para pillar al paco y al ladrón!
Misión cumplida.
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