miércoles, 23 de marzo de 2011

realismo IV


Hace un tiempo, este blog sufrió una seguidilla de entradas dedicadas a un fenómeno al que, capciosa y caprichosamente, llamé "realismo en la literatura". O sea: no se trataba de investigar esos libros escritos bajo el dudoso slogan "basado en hechos reales", o el más lamentable "como la vida misma", sino de esos momentos de nuestras vidas en los que la literatura -o, más exactamente, el libro que estamos leyendo en ese preciso instante- cobra más realidad que todo lo que nos rodea en eso que algunos insisten en llamar "la vida real".

Y claro, el Quijote es quizás el antecedente más remoto de ese tipo de lector. El tema ya fue comentado por muchas y muy importantes plumas. De Bloom a Piglia, de Saer a Steiner, prácticamente todos los que tienen o tuvieron algo que ver con la literatura se metieron alguna vez con el bueno de Alonso Quijano. Pero hace poco me encontré en Santiago con uno de esos volúmenes maravillosos que edita la Universidad Diego Portales de Chile en su colección "Huellas", en los que se recopilan artículos, ensayos y entrevistas de algún autor siempre dispuesto a hablar de eso de lo que nunca pueden dejar de hablar los escritores (ya se sabe: de otros escritores); y allí, en un volumen titulado De eso se trata, Juan Villoro le dedica unas cuantas páginas al opus magnum cervantino. El ensayo se llama "El Quijote. Una lectura fronteriza" y lo pueden leer completo aquí.

No voy a abundar en citas porque el texto completo está a un click de distancia. A grandes rasgos, la noción de frontera que Villoro utiliza como clave de lectura es de una riqueza deslumbrante. Pero lo que a mí me interesó, y que ya estaba vislumbrado en el ensayo "El rey duerme. Crónica hacia Hamlet", que precede al texto dedicado al Quijote, es esa extraña sensación, por momentos no exenta de culpa, según la cual el sufrimiento de un personaje en una historia bien contada nos conmueve más que el dolor del que viaja a nuestro lado mientras leemos un libro. Si algo justifica que alguna vez se haya hablado del "virus de la lectura" es esta característica casi parasitaria del libro, capaz de desmantelar eso que para Rousseau era una de las notas fundamentales del ser humano, y garantía de su supervivencia: la compasión por el sufrimiento ajeno. Y quién querría tener un hijo o plantar un árbol si puede escribir un libro.

Comento esto porque esta mañana, Rodrigo Fresán -en esas contratapas que, conviene aclararlo cada tanto para evitar una catarata de acusaciones, detonaron hace un tiempo la voluntad de escribir este blog- se muestra preocupado por dos grandes cuestiones. Una es que el fin del mundo es inevitable. La otra es que cada vez se escribe peor. Y, claro, la segunda de estas cuestiones es el verdadero Apocalipsis.

"Ser o no ser", diría el Hamlet de Tomás Segovia, "de eso se trata".

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