jueves, 18 de agosto de 2011

las callecitas de Bayreuth tienen ese no se qué...

Mañana se estrena en el Teatro Argentino de La Plata Tristán e Isolda. Será la primera obra de Richard Wagner interpretada en su idioma original en la sala de 51 entre 9 y 10. Un par de pequeñas lesiones me impedirán asistir a la función, pero no quiero dejar de sumar mis mejores deseos para que sea una noche inolvidable. Vayan, si pueden. Como adelanto, incorporo al blog el artículo que incluimos en el último número de la revista del Teatro acerca de la relación entre Wagner y la filosofía, de Adorno a Žižek. El título es "Wagner, de la A a la Ž". Después me cuentan...



I. Wagner lector de Schopenhauer. Wagner amigo de Bakunin. Wagner amigo/enemigo de Nietzsche. A la hora de establecer puentes entre la obra de Wagner y la filosofía se suele echar mano a los nombres a los que el propio compositor frecuentó, a los que cita como influencia en sus escritos, a los que, de un modo u otro, se cuelan entre los pliegues de una producción enorme y, por momentos, abrumadora. Pero puede establecerse otro tipo de relación entre Wagner y la filosofía, ya no pensando al músico como vehículo más o menos consciente del pensamiento de su tiempo, sino al corpus wagneriano como un objeto caro a los filósofos: otra vez Nietzsche, desde ya, acaso el primero en descubrir que existe algo así como un “caso Wagner” que exige ser abordado con todas las armas posibles. En el largo siglo que siguió a la muerte de Wagner en Venecia, en 1883, su “caso” trascendió las fronteras de Alemania y se convirtió en una suerte de obsesión para una larga nómina de pensadores que van desde Theodor W. Adorno hasta Slavoj Žižek. El “caso Wagner”, entonces, de la A a la Ž.

II. “La sensación de abandonar el suelo firme, de adentrarse en lo incierto, constituye lo emocionante, también lo obligatorio, de la experiencia de la música wagneriana”, escribe Adorno en 1963. La frase está en el centro de una conferencia ofrecida en Berlín en 1963 con el título de “Actualidad de Wagner”, publicada un año más tarde en el programa de mano de los Festivales de Bayreuth. Adorno retoma en ese texto algunas tesis abordadas en su Ensayo sobre Wagner de 1952, y confiesa, una vez más, su ambivalencia ante la obra de su compatriota: la reacción ante la obra de Wagner es, a la vez, de “atracción y repulsión”. Pero, se apresura a agregar Adorno, esa ambivalencia es uno de los rasgos fundamentales de la cosa misma a la que se alude. La “actualidad” de Wagner de la que habla Adorno consiste precisamente en ese estado de apertura que anida dentro de la obra misma. La obra llega a nosotros “inacabada”. Y agrega: “si la obra de Wagner es en sí verdaderamente ambivalente y frágil, sólo le hace justicia una praxis interpretativa que dé cuenta de ello y realce las fracturas en lugar de maquillarlas”. Adorno habla allí de los intérpretes wagnerianos en el sentido de los cantantes, directores de orquesta y de escena, criticando a aquellos que intentan barrer debajo de la alfombra “los pasajes descaradamente nacionalistas como la alocución final de Sachs” en Los maestros cantores de Nürnberg o “las vergonzosas caricaturas judías de Mime y Beckmesser” en El anillo del nibelungo y, otra vez, Los maestros cantores. Pero también podría extenderse la sugerencia de Adorno en el sentido de los otros intérpretes, los exégetas y comentadores, como el propio Adorno, para los cuales la obra de Wagner es objeto de análisis. El procedimiento sería el mismo que Slavoj Žižek, siguiendo a Alain Badiou, aplica a la obra de Karl Marx: si Wagner pude ser considerado uno de los más grandes compositores de la historia, ello no se debe a que generó una obra con un mensaje unívoco que hoy habría que recuperar, sino, al contrario, porque su obra se permite, todavía hoy, abrirse a nuevos significados.

III. Entre 2004 y 2006, en la École Normale Supérieur de París, Alain Badiou y Francois Nicolas organizaron el seminario “Música y filosofía”, en el que también participó, como invitado, Slavoj Žižek. La disertación del filósofo esloveno, “Wagner, antisemitismo e ‘ideología alemana’”, se mueve por los habituales carriles de la crítica a la obra de Wagner: el mito y su componente político-social. Eso no la hace menos original –al fin de cuentas, es Žižek el que habla–, pero más que ese aspecto de la obra wagneriana, acaso aquél sobre el que más se ha escrito, resulta interesante detenerse en lo estrictamente musical. Esa es la propuesta de Alain Badiou, que, en ese sentido, parece recoger el guante de Adorno: su participación en el seminario fue recientemente publicada por la editorial británica Verso en un volumen que lleva el título de Five lessons on Wagner y que incluye, a modo de epílogo, la conferencia de Žižek. La propuesta de Badiou es que Wagner (el significante “Wagner”) consiste en algo así como una “cuestión filosófica”: que el propio corpus wagneriano se constituye desde su origen como un problema susceptible de ser abordado por la filosofía y que los escritos sobre Wagner son ya, a esta altura, un subgénero en sí mismo de la escritura filosófica, como lo atestiguan los escritos de Nietzsche, Heidegger, Adorno, Philippe Lacoue-Labarthe y, ahora, Žižek y él mismo. En otras palabras, según Badiou, el “caso Wagner” sigue abierto.

IV. Ese “caso Wagner”, por otra parte, y en tanto problema filosófico, excede ampliamente las fronteras de Alemania. George Bernard Shaw escribió su Perfecto wagneriano en el Reino Unido, y Debussy, Baudelaire y Mallarmé se ocuparon de Wagner y de su influencia en París (ese París que, mientras vivió, Wagner no logró conquistar). No se trata, entonces, de negar las evidentes raíces germánicas de la obra de Wagner, sino de trascenderlas. Desde luego, la identificación de Wagner con su tierra es un dato que debe estar presente en el análisis. Philippe Lacoue-Labarthe había señalado un paralelismo entre la obra de Wagner y la de Hegel: Wagner se presenta como la conclusión de cierto tipo de tradición musical, del mismo modo en que Hegel constituye la conclusión de una cierta metafísica. El fracaso de la revolución wagneriana sería el mismo fracaso de Hegel: sus continuadores deben transitar un camino que el propio maestro declaró cerrado y completo. Adorno había sostenido algo similar en su Ensayo sobre Wagner, si bien en 1963 ofrece una revisión de esa crítica a la supuesta “totalización” implicada en la propuesta estética wagneriana. En “Actualidad de Wagner”, la comparación entre el músico y el filósofo se reemplaza por la comparación de sus obras emblemáticas: si algo tienen en común la Fenomenología de espíritu y El anillo del Nibelungo, según Adorno, es la decepción que sigue a la promesa de lo absoluto. El reproche es que “Wagner no produce la música del fin del mundo que promete”, y lo mismo ocurre en el ámbito de la filosofía de Hegel: “El lector candoroso que haya devorado toda la Fenomenología espera que el saber absoluto se desvele en la conclusión con la identidad de sujeto y objeto, que entonces por fin se logre realmente. Pero si uno lee el capítulo final, queda terriblemente decepcionado (...) Es, musicalmente hablando, una recapitulación, con lo decepcionante propio de todas las recapitulaciones. Lo mismo ocurre en El ocaso de los dioses.” Badiou aquí se separa de sus colegas: Wagner no debe ser leído como la conclusión de un camino, sino como la apertura de uno nuevo: su actualidad reside, en última instancia, en el hecho de que el suyo es, en muchos aspectos, un camino que todavía estamos transitando.

V. En su lúcido ensayo El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, Alessandro Baricco (el escritor italiano, además de estudiar filosofía, se desempeñó varios años como crítico musical en la prensa italiana) señala que el germen de la modernidad, en el plano de la música, debe rastrearse en Gustav Mahler y Giacomo Puccini. El siglo XX, tal como lo conocemos, se desarrolla a partir de la idea de “espectáculo” que estos dos compositores, cada uno en su ámbito (la sinfonía y la ópera, respectivamente), empujaron hasta el límite. De las sinfonías mahlerianas se deriva, en cierto modo, la novela del siglo XX. De la ópera pucciniana, el cine, en todo lo que tiene de gran espectáculo de masas. El aporte novedoso de Badiou consiste en tirar más atrás el origen de esa concepción moderna del espectáculo, hasta encontrarla, como programa, en el drama musical wagneriano. En rigor, la idea de que el germen del siglo XX se encuentra en Wagner no es nueva: el hilo que une el “acorde de Tristán” y la disolución de la tonalidad de la música de Schönberg y sus seguidores es demasiado visible. Lo interesante es que la música de Wagner sea considerada, además, precursora de esa otra “música del siglo XX”: no ya la de las vanguardias, más o menos cerradas sobre sí mismas, sino aquella otra, que derivaría en los grandes espectáculos masivos. No hace falta remitirse a la escena de la “cabalgata de las walkyrias” en Apocalipsis Now! para observar que, en efecto, el cine le debe a Wagner mucho más que el recurso musical del Leitmotiv. Por otra parte, es en ese mismo programa wagneriano de “obra de arte total” que puede rastrearse alguna influencia de Wagner en el nacional-socialismo: si el nazismo pudo encontrar algún elemento legitimador en la obra de Wagner, debe buscarse, más que en el proverbial antisemitismo wagneriano (condición necesaria pero no suficiente), en la estetización de la política. Aunque, como bien apunta Badiou, en la obra de Wagner subyace lo opuesto: la politización de lo estético.

VI. Una última mención a otra categoría típica de la obra de Wagner que, dicho sea de paso, parece hacerse presente en este artículo: la extensión. Las críticas a la excesiva duración de las obras de Wagner suele conjugar dos aspectos: no sólo el hecho de que un acto pueda durar más de dos horas (el primer acto de Parsifal es casi tan largo como todo El holandés errante), sino, además, la peculiaridad de que en esas dos horas no “pasa” nada. Los personajes de Wagner cuentan una y otra vez la misma historia, que no es otra que la que están protagonizando. El problema con las críticas a esa característica del drama musical wagneriano es que omiten el detalle de que, lejos de constituir una falencia del compositor, ella constituye el núcleo mismo de la propuesta. Curiosamente, Nietzsche no parecía tan errado cuando, en el juvenil El nacimiento de la tragedia, emparentaba a Wagner con Esquilo: hay algo de aliento épico en esas grandes narraciones, desde la balada de Senta en El holandés errante hasta las Nornas de El ocaso de los dioses o los relatos de Gurnemanz y Kundry en Parsifal. Musicalmente, la aparente “falta de forma” de la obra wagneriana, el constante movimiento sugerido por la “melodía infinita” se revela, en realidad, como la única forma posible para el tipo de obra diseñada por Wagner con un total dominio de sus medios: el complejo entramado de Leitmotive, lejos de invitar a la elaboración de un “diccionario” al cual a cada motivo corresponde una idea, pone de manifiesto la ambigüedad y la incertidumbre: los personajes cuentan una y otra vez su propia historia para intentar comprender qué papel desempeñan en ella. Con cada aparición, el motivo se transforma, aunque parezca siempre el mismo, por las nuevas relaciones que establece con los otros motivos. Todas las obras de Wagner juegan con esa tensión entre un desenlace ya determinado irrevocablemente desde el primer momento y una música que, carente de todo punto de reposo, parece estar en perpetuo movimiento hacia un lugar desconocido. Y esa dialéctica entre la eterna inmutabilidad del principio y la perpetua contingencia del devenir es la cuestión filosófica por excelencia.

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