viernes, 11 de diciembre de 2009

lázaro


Cuando vimos aparecer a Antonio en la cocina, un par de meses después de su muerte, ninguno se atrevió a preguntarle nada. No puedo hablar por los demás, pero en mi caso supongo que fue por temor a asustarlo. Se lo veía tan plácido preparando el café, como todas las mañanas, que mencionar la palabra “muerto” habría podido considerarse un gesto de pésimo gusto.

Nadie reparó en su momento –acaso porque esa mañana había cosas más sorprendentes en nuestra casa– en que todos habíamos despertado simultáneamente. Incluso Pablo, que trabajaba hasta la madrugada y siempre dormía hasta pasado el mediodía, había sido prácticamente expulsado de su cama por el olor del café y el ruido, demasiado familiar –¡demasiado triste!– que llegaba desde la cocina.

Unas semanas más tarde, hablando del tema con los muchachos en nuestra mesa habitual del Café Palmieri, alguno –Santiago, creo– mencionó el tema: esa mañana en que Antonio apareció en la cocina, todos lo habíamos reconocido antes de verlo. La secuencia era para todos la misma: el olor del café, el sonido de una chispa encendiendo el fuego, la melodía de la Tercera sinfonía de Mahler que indudablemente provenía de los labios de Antonio, obstinado en silbar una tercera mayor donde uno esperaba una menor. Cuando salimos de nuestras respectivas habitaciones y llegamos a la cocina, todas esas señales, de alguna manera, nos habían preparado para el espectáculo de Antonio, de pie ante la mesa, preparando el desayuno.

Intercambiamos miradas rápidas, como confirmando que todos estábamos viendo lo mismo y que, si se trataba de una ilusión, al menos era una ilusión compartida. Nadie dijo nada, sin embargo. Nada en la actitud de Antonio, en sus gestos, parecía indicar algo extraordinario, o siquiera la sospecha de algo extraordinario. Tomás fue el primero en acercarse. Lo tocó en el costado izquierdo, a la altura de las costillas.

-Salí, che, que es temprano y me hacés cosquillas.

La carcajada general alivió un poco la tensión que se había acumulado en esos pocos minutos. Supongo que fue mientras reímos que tomamos verdadera conciencia de la resurrección de Antonio. Alguien mencionó alguna vez –lo leí en alguna parte– los inconvenientes legales de un caso como el suyo: qué hacer, cuando un hombre vuelve de la muerte, con todas esas cosas que alguna vez le pertenecieron y que ahora están repartidas en tantas manos, a cargo de nuevos dueños. Pero, como habríamos de aprender en los días sucesivos, la resurrección de un hombre es un proceso complejo, o al menos ese fue el caso en lo que respecta a Antonio. Quiero decir, que regresó con todas sus posesiones. Hasta su cuenta bancaria, que en su momento descubrimos mejor provista de lo que imaginábamos y que había sido motivo de disputa entre sus hermanas, había regresado al estado previo a su muerte: una mañana, cuando anunció que se disponía a retirar fondos del banco, algunos de nosotros insistimos en acompañarlo, en caso de que se presentara algún inconveniente y necesitara ayuda. Eventualmente, si fuese necesario, podríamos dar fe de su identidad.

Antonio se sorprendió ante nuestra insistencia en acompañarlo a una excursión tan poco excitante como la cola ante la puerta de un banco, pero finalmente aceptó. La sensación al ver la tarjeta de Antonio aceptada por el cajero automático, al ver los billetes materializándose ante nuestros ojos, era la de estar presenciando un milagro, si bien la presencia de Antonio en un cajero automático de la calle Talcahuano tres años después de su muerte había resignificado completamente, para nosotros, la palabra “milagro”. De las hermanas de Antonio, en cualquier caso, no supimos nada. Ignoro si habrán recibido alguna notificación del banco informándoles que se les debitaría el importe de la herencia debido a una resurrección inesperada de su hermano.

Nuestra vida, al menos por unas semanas, recuperó parte de la alegría que había perdido. Volvimos a jugar al fútbol, y aprendimos que la resurrección no implica ningún tipo de poder extraordinario: Antonio seguía siendo el jugador mediocre de los viejos tiempos. Aún así, todos lo queríamos tener en nuestro equipo; el fútbol es un deporte supersticioso por naturaleza. También volvieron las noches de truco en el Café Palmieri y los viernes en el cine de Corrientes y Uruguay. Un día, para celebrar –pero sin animarnos a expresar en voz alta qué era lo que estábamos celebrando–, decidimos comprar las seis localidades de un palco en el Teatro Colón.

Se anunciaba una función extraordinaria de la Orquesta Filarmónica de Praga. Tercera sinfonía de Mahler, con un coro formado ad hoc por alguna asociación argentina y una mezzosoprano búlgara de nombre complicadísimo. Alguno –supongo que Lucas– le pidió a Antonio que prestara atención durante la sinfonía, para ver si finalmente aprendía a silbar aquel maldito intervalo. Durante la función –una interpretación extraordinaria, a cargo de un director muy joven, discípulo de Karel Ancerl, según explicaba el programa– me ubiqué en la butaca más alejada del escenario. No podía ver bien a la orquesta, pero podía ver a Antonio, sentado en la primera butaca del palco, iluminado por las luces que salían del escenario. No me preocupé por la orquesta y me dediqué a estudiar sus expresiones durante la función, sus movimientos recortados sobre el resplandor casi sobrenatural que cobran los cuerpos del público durante las funciones de cine o de teatro.

No sé si esperaba ver algún tipo de gesto, alguna huella de su experiencia con la muerte. Si la hubo, me pasó completamente desapercibida. Pudo haber llorado en el comienzo del último movimiento, pero no podría asegurarlo. Para entonces, los cinco estábamos todavía perturbados por un acceso de tos de Antonio, justo antes del comienzo de la segunda parte.

Antonio no parecía registrar nada de extraordinario pero, para nosotros, la tos había encendido una señal de alarma. Era un sonido que cargaba, a su modo, con una densidad oscura. Antonio giró hacia nosotros y, en voz baja, guiñando un ojo, nos silbó el comienzo de la sinfonía: modo menor. Hubo algunas risas contenidas, Tomás palmeó a Antonio en la espalda y alguien chistó en el palco de al lado. Después comenzó la segunda parte, pero había algo ominoso en el aire, como si los ecos del solo de trombón del primer movimiento todavía continuaran agazapados en los pliegues de la acústica perfecta de la sala.

Cuando, durante la cena, Antonio volvió a toser –esta vez con mayor intensidad–, cada una de nuestras miradas reconoció, en la de los otros, la certeza que ninguno se atrevía a expresar en voz alta. El camino hacia el café lo hicimos en silencio.

Antonio colapsó en el Café Palmieri, otra vez durante su segundo vaso de whisky. Mateo y yo lo acompañamos en la ambulancia. Mateo le sostenía la mano y sacudía la cabeza.

-No puedo pasar otra vez por esto, repetía.

Tiene razón, pensé. Las resurrecciones son una cagada.

2 comentarios:

diego fischerman dijo...

Me encantó.

Gustavo Fernández Walker dijo...

hey, gracias Diego! lo más raro de todo es que el viernes me desperté afectado por un sueño con resurrección incluída y, como para exorcizarlo, escribí esta entrada en el blog. Esa misma noche fuimos al cine con unos amigos y vimos una comedia italiana muy buena, "Cado delle nubi", en la que Checco Zalone, el protagonista, se encuentra en un momento en medio de una discusión parroquial respecto de la importancia de hacer que cada familia se parezca a la Familia de Nazareth. La intervención de Checco es la siguiente: "Perdón, pero la familia de Nazaré también tenía sus problemas, no vayan a creer. Por ejemplo, José era carpintero. Un día un cliente le pide que le haga un cajón para enterrar a su hijo. José trabaja todo el día, y al día siguiente el cliente le dice 'no, ya no lo necesito'. '¿Cómo que no lo necesita?' 'No, a mi hijo lo resucitaron' '¿Y quién lo resucitó?', 'Y quién va a ser, Giuseppe: ¡tu hijo!' '¡Mi hijo! Yo lo mato... ¿y ahora quién me paga el trabajo?'" Como se ve, el tema de la resurrección preocupa a más de uno...