domingo, 27 de diciembre de 2009

cronos



No sé si era el alba
O la tarde
Acaso medianoche
No lo sé.

N. Hikmet


La semana que viene, cuando llame a mi familia para los saludos de año nuevo, la distancia que separa Italia de la Argentina se manifestará no sólo en el espacio, sino también en el tiempo: estaré llamando desde el 2010 a esos pobres argentinos que todavía continúan atrapados en el 2009. Así nunca vamos a progresar, qué barbaridad, sunescán dalúna búso.

Y, de acuerdo, esa diferencia es apenas un capricho del calendario, una convención prácticamente inofensiva. Pero hay otra diferencia notable entre las fiestas del hemisferio norte y aquellas a las que estamos acostumbrados en el sur, y es que apenas se termina de brindar por la llegada del año nuevo, la llegada de los Reyes Magos y todas esas cosas, el norte inicia una vez más la rutina laboral, como si nada hubiera pasado. Y entonces, el año verdaderamente empieza antes: los chicos a la escuela, los grandes a la oficina o a retirar el cheque del seguro de desempleo. Y todo mientras en el sur empiezan las vacaciones. O siguen, porque ya empezaron, a decir verdad, con los preparativos de la cena navideña.

Así que mientras un hemisferio se la pasa panza arriba bajo el sol, el otro ya está trabajando. Y si alguno dice que la cosa se equilibra en el verano boreal es porque se olvidó del mundial de futbol, que siempre tiene lugar durante las vacaciones del norte y que en el sur obliga a unas vacaciones forzadas, a mirar los partidos a la hora que sea, en la oficina, en la escuela o en el iglesia, de rodillas, pidiendo la intervención de la mano de Dios.

Y yo siempre pensé que “La mano de Dios” era un nombre ideal para una sinfonía, un cuarteto de cuerdas o una composición por el estilo. Me pregunto si el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se decidirá a organizar un concurso para que los compositores argentinos escriban una obra así. El premio, desde ya, consistiría en el estreno de la pieza en el Teatro Colón el próximo mes de junio, durante cada una de las transmisiones en pantalla gigante de los partidos de la Selección. Todavía están a tiempo.

Hasta el año que viene.

jueves, 17 de diciembre de 2009

bajo el volcán


Por unos días, el blog permanecerá inactivo. Espero que otro tanto ocurra con el Etna, porque voy a estar presenciando una producción de I pagliacci al pie del volcán...

miércoles, 16 de diciembre de 2009

ficciones

La entrada anterior podría entrar en la categoría de la ciencia ficción. Hay ciertas marcas en el relato que justificarían la inclusión en el género fantástico. La presencia de lo sobrenatural y ciertos rasgos utópicos se advierten, por ejemplo, en el hecho de que Antonio y sus amigos asisten a una función del Teatro Colón y en que Abel Posse no es el Ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires.
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Lo dicho, entonces: la entrada anterior podría entrar en la categoría de la ciencia ficción.
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La realidad, por otra parte, parece escrita por George A. Romero.

viernes, 11 de diciembre de 2009

lázaro


Cuando vimos aparecer a Antonio en la cocina, un par de meses después de su muerte, ninguno se atrevió a preguntarle nada. No puedo hablar por los demás, pero en mi caso supongo que fue por temor a asustarlo. Se lo veía tan plácido preparando el café, como todas las mañanas, que mencionar la palabra “muerto” habría podido considerarse un gesto de pésimo gusto.

Nadie reparó en su momento –acaso porque esa mañana había cosas más sorprendentes en nuestra casa– en que todos habíamos despertado simultáneamente. Incluso Pablo, que trabajaba hasta la madrugada y siempre dormía hasta pasado el mediodía, había sido prácticamente expulsado de su cama por el olor del café y el ruido, demasiado familiar –¡demasiado triste!– que llegaba desde la cocina.

Unas semanas más tarde, hablando del tema con los muchachos en nuestra mesa habitual del Café Palmieri, alguno –Santiago, creo– mencionó el tema: esa mañana en que Antonio apareció en la cocina, todos lo habíamos reconocido antes de verlo. La secuencia era para todos la misma: el olor del café, el sonido de una chispa encendiendo el fuego, la melodía de la Tercera sinfonía de Mahler que indudablemente provenía de los labios de Antonio, obstinado en silbar una tercera mayor donde uno esperaba una menor. Cuando salimos de nuestras respectivas habitaciones y llegamos a la cocina, todas esas señales, de alguna manera, nos habían preparado para el espectáculo de Antonio, de pie ante la mesa, preparando el desayuno.

Intercambiamos miradas rápidas, como confirmando que todos estábamos viendo lo mismo y que, si se trataba de una ilusión, al menos era una ilusión compartida. Nadie dijo nada, sin embargo. Nada en la actitud de Antonio, en sus gestos, parecía indicar algo extraordinario, o siquiera la sospecha de algo extraordinario. Tomás fue el primero en acercarse. Lo tocó en el costado izquierdo, a la altura de las costillas.

-Salí, che, que es temprano y me hacés cosquillas.

La carcajada general alivió un poco la tensión que se había acumulado en esos pocos minutos. Supongo que fue mientras reímos que tomamos verdadera conciencia de la resurrección de Antonio. Alguien mencionó alguna vez –lo leí en alguna parte– los inconvenientes legales de un caso como el suyo: qué hacer, cuando un hombre vuelve de la muerte, con todas esas cosas que alguna vez le pertenecieron y que ahora están repartidas en tantas manos, a cargo de nuevos dueños. Pero, como habríamos de aprender en los días sucesivos, la resurrección de un hombre es un proceso complejo, o al menos ese fue el caso en lo que respecta a Antonio. Quiero decir, que regresó con todas sus posesiones. Hasta su cuenta bancaria, que en su momento descubrimos mejor provista de lo que imaginábamos y que había sido motivo de disputa entre sus hermanas, había regresado al estado previo a su muerte: una mañana, cuando anunció que se disponía a retirar fondos del banco, algunos de nosotros insistimos en acompañarlo, en caso de que se presentara algún inconveniente y necesitara ayuda. Eventualmente, si fuese necesario, podríamos dar fe de su identidad.

Antonio se sorprendió ante nuestra insistencia en acompañarlo a una excursión tan poco excitante como la cola ante la puerta de un banco, pero finalmente aceptó. La sensación al ver la tarjeta de Antonio aceptada por el cajero automático, al ver los billetes materializándose ante nuestros ojos, era la de estar presenciando un milagro, si bien la presencia de Antonio en un cajero automático de la calle Talcahuano tres años después de su muerte había resignificado completamente, para nosotros, la palabra “milagro”. De las hermanas de Antonio, en cualquier caso, no supimos nada. Ignoro si habrán recibido alguna notificación del banco informándoles que se les debitaría el importe de la herencia debido a una resurrección inesperada de su hermano.

Nuestra vida, al menos por unas semanas, recuperó parte de la alegría que había perdido. Volvimos a jugar al fútbol, y aprendimos que la resurrección no implica ningún tipo de poder extraordinario: Antonio seguía siendo el jugador mediocre de los viejos tiempos. Aún así, todos lo queríamos tener en nuestro equipo; el fútbol es un deporte supersticioso por naturaleza. También volvieron las noches de truco en el Café Palmieri y los viernes en el cine de Corrientes y Uruguay. Un día, para celebrar –pero sin animarnos a expresar en voz alta qué era lo que estábamos celebrando–, decidimos comprar las seis localidades de un palco en el Teatro Colón.

Se anunciaba una función extraordinaria de la Orquesta Filarmónica de Praga. Tercera sinfonía de Mahler, con un coro formado ad hoc por alguna asociación argentina y una mezzosoprano búlgara de nombre complicadísimo. Alguno –supongo que Lucas– le pidió a Antonio que prestara atención durante la sinfonía, para ver si finalmente aprendía a silbar aquel maldito intervalo. Durante la función –una interpretación extraordinaria, a cargo de un director muy joven, discípulo de Karel Ancerl, según explicaba el programa– me ubiqué en la butaca más alejada del escenario. No podía ver bien a la orquesta, pero podía ver a Antonio, sentado en la primera butaca del palco, iluminado por las luces que salían del escenario. No me preocupé por la orquesta y me dediqué a estudiar sus expresiones durante la función, sus movimientos recortados sobre el resplandor casi sobrenatural que cobran los cuerpos del público durante las funciones de cine o de teatro.

No sé si esperaba ver algún tipo de gesto, alguna huella de su experiencia con la muerte. Si la hubo, me pasó completamente desapercibida. Pudo haber llorado en el comienzo del último movimiento, pero no podría asegurarlo. Para entonces, los cinco estábamos todavía perturbados por un acceso de tos de Antonio, justo antes del comienzo de la segunda parte.

Antonio no parecía registrar nada de extraordinario pero, para nosotros, la tos había encendido una señal de alarma. Era un sonido que cargaba, a su modo, con una densidad oscura. Antonio giró hacia nosotros y, en voz baja, guiñando un ojo, nos silbó el comienzo de la sinfonía: modo menor. Hubo algunas risas contenidas, Tomás palmeó a Antonio en la espalda y alguien chistó en el palco de al lado. Después comenzó la segunda parte, pero había algo ominoso en el aire, como si los ecos del solo de trombón del primer movimiento todavía continuaran agazapados en los pliegues de la acústica perfecta de la sala.

Cuando, durante la cena, Antonio volvió a toser –esta vez con mayor intensidad–, cada una de nuestras miradas reconoció, en la de los otros, la certeza que ninguno se atrevía a expresar en voz alta. El camino hacia el café lo hicimos en silencio.

Antonio colapsó en el Café Palmieri, otra vez durante su segundo vaso de whisky. Mateo y yo lo acompañamos en la ambulancia. Mateo le sostenía la mano y sacudía la cabeza.

-No puedo pasar otra vez por esto, repetía.

Tiene razón, pensé. Las resurrecciones son una cagada.

domingo, 6 de diciembre de 2009

benjamin en italia


Mercedes dice que Agamben nunca pudo sustraerse a la atracción gravitacional que la obra de Walter Benjamin ejerció sobre su pensamiento. Bueno, no lo dijo así, pero así lo traduje en mi cabeza y así lo recordé cuando encontré arriba de la mesa un librito con el sugestivo título de Ombre corte y que no es otra cosa que el volumen 5 de la edición italiana de la obra completa de Benjamin que Agamben editó en Einaudi en los ’90. Agambenjamin.

Ombre corte reúne los escritos de los años 1928-1929 y, entre otras virtudes, posee la de empezar con una frase extraordinaria, de esas que tranquilamente podrían figurar en las antologías de grandes comienzos que de un tiempo a esta parte vienen auspiciando las revistas literarias:

Hay un sueño que tuve hace tres o cuatro días y que desde entonces no me abandona.

Pensé en los sueños de Adorno y en cómo sería la edición de una antología onírica de la Escuela de Frankfurt. Ignoro si existe un registro de los sueños de Horkheimer, pero le voy a preguntar a Pablo Gianera... En cualquier caso, Ombre corte está compuesto, en su mayoría, por artículos publicados por Benjamin en diarios y revistas. Pero incluye, además, un apéndice con apuntes y fragmentos encontrados en cuadernos. Y no es que tenga especial predilección por los cuadernos de apuntes o crea que en un escolio marginal se puede encontrar la clave para descifrar una obra, pero en todo caso hay, entre esos fragmentos, algunos que, por mínima que pueda ser, arrojan una luz sobre el autor y, a veces, sobre toda una época. Sobre todo si el autor es Walter Benjamin.

Por ejemplo:

Todo está pensado [Gedacht ist alles]. Es importante mantenerse cerca de estos pequeños pensamientos, tan numerosos. Pernoctar en un pensamiento. Si pasé una noche en el interior de un pensamiento, sé algo de él que ni siquiera su constructor había imaginado.

O este otro, escrito en la Piazza del Duomo de Siena el 28 de julio de 1929:

El rito enseña: la Iglesia no fue edificada gracias a la superación del amor entre el hombre y la mujer, sino del amor homosexual. El hecho de que el sacerdote no lleve a su cama a los niños del coro – he ahí el milagro de la misa.

Otro italiano que tampoco pudo sustraerse a la fascinación de Benjamin es Alessandro Baricco, que hace poco lo describió con palabras de admiración y asombro:

[Benjamin] era el genio absoluto de un arte muy particular que alguna vez se llamó profecía, y que ahora sería más apropiado definir como el arte de descifrar las mutaciones un segundo antes de que ocurran.

Lo hizo, muy apropiadamente, en las páginas de un diario.

martes, 1 de diciembre de 2009

el crítico y el profeta


Giorgio Agamben pasó por Lecce y, entre otras cosas, aprovechó para presentar su último libro, Nudità, que incluye una serie de artículos sobre temas sólo aparentemente dispersos. Digo "sólo aparentemente" porque, si bien los diez ensayos incluídos en el volumen tienen diversas motivaciones inmediatas -la lección inaugural de un curso de Filosofía, una performance de la artista Vanessa Beecroft en la Nationalgalerie de Berlín, la muerte y transfiguración de la ciudad de Venecia, Kafka-, en realidad todas ellas se unen en lo que en los últimos años parece haber ocupado principalmente la atención del filósofo italiano: el estudio de las fuentes del pensamiento teológico de la Antigüedad Tardía y el Medioevo para descubrir allí el origen de las herramientas conceptuales con las que la Modernidad piensa la política: un proceso de secularización que fue señalado muchas veces, pero que pocas fue tan pormenorizadamente analizado como en la obra más reciente de Agamben.
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Pero a mí me llamó la atención otra cosa: en el primero de los ensayos de Nudità, "Creazione e salvezza", la secularización del pensamiento teológico se extiende hacia el terreno del arte. Lo que en esas páginas iniciales se describe es el modo en el que las tres religiones monoteístas -Cristianismo, Judaísmo e Islam, cada una a su modo- elaboraron un discurso teológico que identifica dos instancias diversas pero complementarias de la acción divina: el momento de la creación y el momento de la salvación. Así, el poder creador que la divinidad consuma por medio de la "burocracia" angélica encuentra su necesario complemento en la obra de la redención, cuya figura eminente es el profeta. La secularización del esquema teológico, para Agamben, ofrece el siguiente resultado:
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En la cultura de la edad moderna, filosofía y crítica han heredado la obra profética de la salvación (que ya en la esfera sagrada era confiada a la exégesis); poesía, técnica y arte, la obra angélica de la creación. En el proceso de secularización de la tradición religiosa, sin embargo, ellas han progresivamente obliterado toda memoria de la relación que las ligaba tan íntimamente. De aquí el carácter complicado y casi esquizofrénico que parece signar su relación. (...) El hecho es que las dos obras, en apariencia autónomas y separadas, son en realidad las dos caras de un mismo poder divino y, al menos en el profeta, coinciden en un único ser. La obra de la creación es, en verdad, sólo una chispa que se desprendió de la obra profética de la salvación, y la obra de la salvación es apenas un fragmento de la creación angélica que devino consciente de sí.
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En el plano estrictamente estético, la conclusión sería:
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Una obra crítica o filosófica que no mantiene de algún modo una relación esencial con la creación esá condenada a girar en el vacío; así como una obra de arte o poesía que no contiene en sí una exigencia crítica está destinada al olvido.
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Personalmente, "creación que deviene consciente de sí" me parece una definición extraordinaria para la crítica -y para la crítica musical, especialmente. Me parece, sobre todo, un punto de partida sumamente fértil para continuar desovillando el problema. Mercedes, traductora de los últimos textos de Agamben que en la Argentina publicó Adriana Hidalgo, me cuenta que a estas cuestiones está dedicado el libro El hombre sin contenido, que prometo leer a mi regreso a Buenos Aires (y que si alguno leyó, puede comentar aquí). Y, ya que estamos, también prometo releer el Fedro platónico -aunque ese, creo, hay que releerlo al menos una vez al año-: ahí está la invitación de Sócrates a "defender los discursos", un gesto que parece prefigurar ese doble movimiento de creación y redención que del Antiguo Testamento pasaría al Nuevo y al Islam. A propósito, Alessandra, consejera de mi tesis de doctorado en Italia, me recomienda leer el tratado IX de la Metafísica de Avicena, uno de esos libros poco leídos pero fundamentales para la configuración del mundo tal como lo conocemos. En esas páginas, Avicena analiza la figura del profeta, una caracterización que la Escolástica reinterpretará en clave filosófica y que, mediante ese proceso de secularización apuntado arriba, acabaría convirtiéndose en la definición del crítico y, al mismo tiempo, del poeta.
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Y de ahí el diagnóstico de esquizofrenia.