lunes, 30 de noviembre de 2015

Verdi y Wagner en Berlín


La semana pasada coincidieron en Berlín las últimas funciones de la producción de Philipp Stölzl para El holandés errante de Wagner (Staatsoper) y las primeras de Benedikt von Peter para la Aida de Verdi (Deutsche Oper). Lo que al principio parece apenas un divertido contraste (las principales salas de la capital alemana ofreciendo una obra de Verdi y una de Wagner, una obra de juventud y una de madurez, una cuyo título alude a un personaje masculino y la otra a uno femenino, etc.) se convierte imperceptiblemente en algo mucho más serio e interesante después de haber visto ambas producciones: no se parecen en nada y, a la vez, tienen muchas cosas en común. La principal coincidencia: sus puntos débiles no alcanzan a empañar la fuerza de sus momentos más logrados. O, dicho de otro modo, ambas son, por muy diversas razones y a pesar de algunas falencias, experiencias sumamente estimulantes.

Me explico.

El Holandés de Stölzl es, en rigor, la historia de Senta. Hasta aquí, nada nuevo: muchas producciones ponen el eje en la heroína de la historia, aquella que, en definitiva, es la que impulsa la acción hacia adelante gracias a su obsesión con la figura mítica del Holandés. La puesta de Stölzl es el relato de esa obsesión. En una secuencia de una inusual belleza, durante la obertura, vemos a una Senta niña entrando subrepticiamente en la biblioteca, tomando un volumen inmenso y leyéndolo a la luz de las velas. Los cambios en la partitura replican el paso de las hojas, mientras Senta va cambiando su posición en el diván hasta quedarse dormida con el libro en la mano. Así relatado, el recurso parece banal, pero fue un gran modo de introducir el relato, con un enorme cuadro de una tormenta marina que de pronto cobra vida al comenzar el primer acto.

La decisión de hacer de la historia una visión de Senta –algo relativamente habitual en ciertos enfoques de la obra– genera el inconveniente de cómo adecuar ciertas escenas a esa lectura. En la mayoría de los casos, la resignificación de Stölzl funciona precisamente por atreverse a hacer exactamente lo contrario de lo que se espera. Un ejemplo. Wagner dramatiza de una manera muy efectiva el primer encuentro entre los protagonistas: mientras Senta canta el refrán de la balada mirando al cuadro del Holandés, su figura se recorta en la puerta. Senta se sobresalta al observar al hombre de carne y hueso que es el doble exacto del representado en el cuadro. Stölzl hace que la señal musical del sobresalto de Senta responda a otras causas: nosotros, que la escuchamos cantar la balada (¡y que conocemos, además, cómo sigue la historia!) estamos esperando el momento en el que aquello que para la joven era apenas una historia romántica, transmitida por generaciones, se convierta en realidad. La propia Senta está aquí esperando que se cumpla esa profecía y que su padre atraviese la puerta con ese hombre que ella vio entre sueños y que nosotros vimos en el primer acto. Pero no. El que entra no es el doble del cuadro, sino otro: un viejo ricachón, que convenció a Daland para que le cediera a su hija en matrimonio a cambio de una dote cuantiosa. El efecto es inmediato: nosotros, al igual que Senta, nos sentimos engañados.

A partir de allí, lo que sigue es una noche de bodas alucinada, en la que una Senta perdida en su obsesión asesina a su flamante marido y luego se suicida, recreando en su mente la historia del Holandés errante. Una vez más: así enunciada, la propuesta de Stölzl no es necesariamente original. Es, sí, sumamente disfrutable, generando un suspenso que, alterando sensiblemente la historia que cuenta, logra sin embargo transmitir las ideas fundamentales de la obra de Wagner: el encuentro de dos personajes totalmente alienados de sus respectivos universos, y que sólo pueden unirse mediante el recurso a esa alteridad absoluta que es la muerte.

El caso de la Aida de Benedikt von Peter no es tan diferente en su planteo: aquí, como en el Holandés de Stölzl, se retrata la obsesión de un personaje con una figura imposible. Si la heroína de Wagner era Senta, que con su obsesión traía a la vida al personaje del título, para Von Peter es Radamés el que, obsesionado con Aida, alucina una aventura en el antiguo Egipto en la que es héroe, traidor, amante y víctima. La puesta de Von Peter es más ambigua que la de Stölzl, pero el propio director explicita en el programa cuál es la inspiración para su propuesta: el tríangulo amoroso que vivieron el propio Verdi, su esposa Giuseppina Strepponi y la cantante Teresa Stolz, para la que Verdi escribió el papel protagónico de la ópera. Según Von Peter, Amneris es el único personaje que tiene los pies sobre la tierra, la única que advierte aquello que Radamés no alcanza a ver: que su ilusión de ser el héroe del ejército egipcio contra los etíopes, y a la vez obtener el amor de la mujer cuyo reino ha destrozado, es no sólo imposible, sino absurda.

La puesta muestra a Amneris como Strepponi, a Radamés como Verdi y a Aida como Teresa Stolz... interpretando Aida. La intimidad de la vida de la pareja contrasta con las escenas imponentes de los dos primeros actos, en los que la orquesta sobre el escenario, cubierta con un velo, y el coro y los sacerdotes mezclados entre el público otorgan una sensación de irrealidad a todo lo que sucede. Algo así había intentado Von Peter en su puesta de Intolleranza 1960 de Luigi Nono en Hannover (los rostros en las pantallas de TV son un lejano resabio de esa poderosa puesta). No faltaron entre el público las voces que se quejaron por la escena del cuarto acto en la que el "héroe de guerra" Radamés es sometido a juicio. Los recortes de los diarios con las imágenes del horror de las víctimas reales de los bombardeos europeos en Siria, reproducidas además por una pantalla gigante y mediante proyecciones en las paredes de la sala, nos recuerdan algo que, de tan evidente, podríamos fácilmente pasar por alto: Aida es una ópera que se recorta sobre el telón de fondo de una guerra en Medio Oriente.

En ese sentido, las escenas corales resultan particularmente poderosas: cuando Ramfis y el Rey anuncian que irán a la guerra, las voces del coro se van alzando en diversos lugares de la platea, como en una asamblea que va levantando temperatura. Por no hablar, desde ya, del hecho de que estar en un teatro a oscuras, con personas levantándose en la platea al grito de "¡Guerra! ¡Gloria a Isis! ¡Guerra!", le confiere a la producción una involuntaria cuota extra de adrenalina, en esta Europa modelo 2015 que se aproxima a su fin.

sábado, 28 de noviembre de 2015

obras, intérpretes, programas


Tal vez se deba en parte al hecho de entrar por primera vez a la sala, de experimentar con los propios ojos (y oídos) algo que se conocía a la distancia, la sensación de un ámbito a la vez familiar y extraño. En cualquier caso, el concierto que la Staatskapelle Berlin ofreció en la Philharmonie el pasado 18 de noviembre fue especial en más de un sentido.

Uno, desde ya, es el apuntado al comienzo, pero en todo caso eso lo hace especial para mí, y en ese caso no pasaría de ser una de esas veladas que se atesoran en la memoria pero cuya experiencia es, al fin de cuentas, incomunicable. Pero hay algo más, en este caso: no es novedad que la Staatskapelle Berlin –que, creada en 1570, contó entre sus directores a Meyerbeer, Richard Strauss, Erich Kleiber, Herbert von Karajan y, desde 1992, Daniel Barenboim– es una de las grandes orquestas de Alemania. Ya sabía, antes de que comenzara el concierto, que todo iba a sonar muy, muy bien. Y aún así, no estaba preparado para lo que escuché.

Empiezo por el solista: Christian Tetzlaff ofreció una lectura que, a falta de mejores palabras, podría calificar de visceral. Un perfil en el New Yorker lo expresa en términos más precisos: "en una época en la que el sistema de conservatorios ha transformado el virtuosismo técnico en algo habitual, Tetzlaff se distingue por su profunda empatía musical". O, en términos del propio Tetzlaff: "La belleza es enemiga de la expresión." La frase, que podría sonar a una boutade, se entiende perfectamente cuando se lo escucha tocar –y, dicho sea de paso, no es nada que un buen cantante de blues no sepa–: a veces el extremo cuidado puesto en un sonido bello desvirtúa la expresión de ciertas músicas que exigen ciertas asperezas. O, dicho aun de otro modo, la belleza no posee necesariamente un valor universal. El enfoque es especialmente bienvenido en una obra como el Segundo concierto para violín y orquesta de Béla Bartók, que alterna pasajes de un irresistible lirismo con otros de una violencia apenas contenida, sin perder cierto espíritu lúdico, especialmente transparente en el último movimiento. La interpretación de Tetzlaff fue de antología.

Y ahora llego a lo importante, porque independientemente del virtuosismo del solista, de la riqueza del sonido de la orquesta y de la habilidad de su director, Dadiv Afkham, una parte no menor del rotundo éxito del concierto fue el programa. Parece una obviedad, pero cada vez lo es menos: uno va a la sala de conciertos, en primer lugar, a escuchar música. Es maravilloso escucharla por intérpretes de primerísimo nivel, pero todo el ritual cobra sentido, al fin de cuentas, por las obras que se interpretan.

Esto es especialmente claro en el caso de Buenos Aires, en donde muchas veces se sale de los conciertos con la sensación de haber escuchado a músicos extraordinarios ofreciendo programas que no van más allá de cierta rutina, de un puñado de obras más o menos consagradas hilvanadas sin ninguna relación, siquiera sugerida o aparente. O, variante de lo anterior, la sensación incómoda de tener que confiar en los ciclos de música contemporánea para escuchar obras de Stravinsky. Estoy generalizando, desde ya, y no es menos cierto que incluso en la Philharmonie se encuentra uno también con anuncios de programas de no muy alto vuelo. En cualquier caso, el programa de la Staatskapelle ofrecía esa idea de "relato" (repito aquí lo que comenté en otro post, a partir de algunos conciertos especialmente memorables en el CETC), en el que cada obra ilumina a las otras de una manera particular. O, para decirlo aun de otro modo, la sensación de que no se escucharon tres obras, sino una sola, que se despliega en varios momentos.

En este caso, el programa incluía Lontano de Ligeti, el Segundo concierto para violín de Bartók y la Segunda sinfonía de Brahms. Una novela en tres partes, una suerte de per aspera ad astra que, en la tradición musical centroeuropea, es una suerte de motivo recurrente.

martes, 24 de noviembre de 2015

la Weimar del Pacífico

En la sala Simón Bolívar de la Staatsbibliothek zu Berlin, Daniel Hope presentó ayer su libro Sounds of Hollywood. Wie Emigranten aus Europa die amerikanische Filmmusik erfanden ("Sonidos de Hollywood. Cómo los inmigrantes europeos inventaron la música cinematográfica norteamericana", Rowohlt, 2015). Hope completa con este libro el círculo iniciado con el disco Escape to Paradise (DG, 2014) y el documental para la TV Hollywood Sound (2015), que abordaban el mismo tema, pero también avanza en una historia personal, que había iniciado ya con los relatos que integran Familienstücke, un repaso por su propia historia familiar de exilios y persecuciones en varios continentes.

Las historias que se cuentan en el libro, el documental y el disco tienen varios atractivos, aunque curiosamente el disco probablemente sea el menos logrado de los tres formatos (la necesidad de compactar una seguidilla de "grandes éxitos" en unos pocos minutos no le hace justicia a la riqueza de un legado tan vasto). En el libro, en cambio, hay más espacio para explayarse en historias y personajes, aunque no se trata de un estudio histórico académico, sino de una serie de relatos muchas veces en primera persona, conversaciones con testigos de primera mano de los episodios que se cuentan.

La elección misma de los episodios tiene un dejo "cinematográfico": hay algo de comedia de enredos en el modo en el que los músicos de Europa central se enfrentan a los usos y costumbres de la época dorada de Hollywood. El caso de Schönberg es tal vez el más conocido: su exigencia de trabajar codo a codo con guionistas y directores nunca fue satisfecha ("esto no es una ópera", le recordaban una y otra vez, mientras que él replicaba no estar dispuesto a someterse a lo que consideraba una "prostitución"), y así su música nunca llegó a las salas de los cines (ni aun a las de edición). Otros exiliados, como Waxman, Korngold o Previn años más tarde, se incorporaron con mayor éxito a la maquinaria y la transformaron en lo que Ehrhard Bahr llamó la "Weimar del Pacífico", extendiendo la referencia más allá de lo musical para incluir a Mann, Adorno, Brecht y Werfel, entre muchos otros.

A veces la comedia de enredos toma una mueca trágica, como en el caso de Hanns Eisler. Íntimo amigo de Brecht, con el que colaboró en varias oportunidades, escapó a California cuando se desató el terror nazi, para ser luego deportado de los Estados Unidos, de vuelta hacia Berlín oriental, en tiempos de la "caza de brujas" anticomunista en norteamérica. En Berlín se encargó de escribir el himno de la República Democrática Alemana, pero cayó nuevamente en desgracia cuando el libreto para su ópera Johann Faustus fue leído por las autoridades como un texto que no representaba los ideales de la DDR. La ópera nunca fue terminada y Eisler murió pocos años más tarde. Dos veces estuvo nominado para obtener el Oscar a la mejor banda de sonido: en 1944, por Los verdugos también mueren de Fritz Lang (lo obtuvo Alfred Newman por Bernadette, dejando atrás, además de Eisler, a Aaron Copland por La estrella norteña y a Max Steiner por Casablanca), y un año más tarde por Un desolado corazón de Clifford Odets (lo ganó Max Steiner por Desde que te fuiste).

Lo tragicómico del asunto casi no necesita ser subrayado: la música alemana transformó la industria de Hollywood porque esos músicos fueron expulsados de Alemania; y, una vez cumplida la "revolución" en la música de Hollywood, los Estados Unidos se encargaron de expulsarlos nuevamente. Así, perseguidos a veces por ser comunistas, otras veces por no serlo lo suficiente, y casi siempre por ser judíos, la historia de muchos de los grandes músicos del siglo pasado es también un repaso por las innumerables variantes de la estupidez humana. Hace poco, un sitio de noticias apócrifas resumió la sensación en pocas palabras: "Científicos hallan un planeta profundamente preocupado por la posibilidad de que se descubra que es apto para la vida humana".

Ayer, en Berlín, Daniel Hope terminó la presentación de su libro interpretando su propio arreglo de "Kaddish", una de las Melodías hebreas que Maurice Ravel escribió en 1914. Afuera empezaban las primeras nevadas del año.

jueves, 12 de noviembre de 2015

hojas de otoño

(Actualización del post anterior.)

Mientras en Buenos Aires continúa la primavera electoral previa al invierno de nuestro descontento, aquí, en el hemisferio norte (en Düsseldorf, más exactamente), el otoño hace eso que mejor sabe hacer: cubrir las calles con un colchón de hojas secas para incrementar la sensación de melancolía (y si creen que exagero, escuchen esa joya de Schubert llamada "Otoño", que algunos cantantes incluyen, más que merecidamente, en el corazón del no-ciclo Schwanengesang).

Pero no es de Schubert que quiero hablar aquí, sino de otras canciones otoñales, esas que Dylan grabó en el ya comentado Shadows in the night y que ocupan el centro de la escena en el tramo actual del Never Ending Tour. Y si el post anterior giró en torno a la transformación que las propias canciones de Dylan sufrieron después de haber pasado por la experiencia de arreglar e interpretar esas canciones grabadas por Sinatra en los '50 y '60, el tramo actual de la gira interminable (digamos, el tramo de otoño), introduce una inesperada variante respecto de los shows del último verano. Las canciones de Dylan, sencillamente, pasan a un inequívoco segundo plano. No sólo son menos, con casi la mitad del show cubierta ahora con covers. Dylan acentúa su costado crooner y se mantiene, salvo contadas excepciones, en el centro del escenario, moviéndose, intentando unos chaplinescos pasos de comedia para representar las situaciones que describen las canciones, casi todas variaciones sobre el tema de los corazones rotos, los bolsillos vacíos y las botellas llenas. Y el otoño.

Dylan se permite incluso ofrecer un par de standards que no forman parte de Shadows in the night, pero que habrían merecido acompañar esas joyas que son "I'm a fool to want you", "Why try to change me now", "The night we called it a day", "Autumn leaves" (obviamente) y (lo dije en el post anterior pero lo repito aquí) "What'll I do". Las nuevas incorporaciones son "Melancholy mood" y "All or nothing at all" y, como en las versiones de Shadows in the night, como cada noche de la gira interminable, la banda se luce en arreglos pensados para músicos que se conocen de memoria: Charlie "Boyhood" Sexton sigue robándose los aplausos cuando Dylan se mantiene en segundo plano, Donnie Herron toca cualquier instrumento que le pongan adelante, Stu Kimball es el encargado de arrancar cada una de las secciones del show, entrando guitarra en mano como músico callejero, y la base de siempre, más sólida que nunca: George Receli en batería y Tony Garnier en bajo.

Es raro asistir a un show de un artista que escribió casi 1000 canciones, muchas de las cuales cambiaron el curso de la música popular en el último medio siglo, y encontrarse con que la mitad del show está dedicada a canciones de otros. Pero eso es también Dylan, el tipo que desde su programa de radio o desde las pocas entrevistas que concede se dedica a recordar que alguna vez, cuando era apenas un chico de Minnesota, escuchaba esas canciones en la radio, y gracias a ellas decidió convertirse en Bob Dylan.

Como todas esas personalidades que desfilan en I'm not there de Todd Haynes, no importa cuánto se acerque uno a Dylan. Cuando cree que está a punto de entenderlo, ya no está allí.