lunes, 29 de junio de 2009

los heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes ... Yo no sé!

Vallejo escribió estos versos antes de su célebre hipo, pero es uno el que a veces se atraganta después de leer algunas cosas. Ahora pienso en golpes y la palabra "Honduras" viene a la mente. Por las profundidades en las que Vallejo llegó con sus versos, pero también porque Latinoamérica sigue siendo una palabra compleja y extraña, más propia de poetas que de hombres de ciencia o historiadores. Leo que Chávez prometió respaldo militar al presidente depuesto, y que ese mismo presidente, Manuel Zelaya, es el único que reconocerá el gobierno de los Estados Unidos.

Y si Chávez y los Estados Unidos están de acuerdo en algo... Yo no sé!

sábado, 27 de junio de 2009

Has! Has! Irimiru karabrao!



En la entrada anterior escribí que el crítico debería hacer pogo, al menos una vez en su vida.

Hoy me pregunto por qué el mosh nunca prendió en el ámbito de la música llamada "clásica", como sí lo hizo, evidentemente, en el campo de la música nacional y popular.

¿Cuál es, entonces, la más maravillosa música?

***
Post-scriptum del lunes: estaba en el estudio de Radio Nacional Clásica mientras se difundían los primeros resultados de las elecciones. Le dedicamos el programa de ayer a las óperas de Hector Berlioz, y dejamos para el final esa genialidad que no es una ópera, pero casi, que se llama La damnation de Faust. Y hete aquí que, en el televisor que está ubicado en el estudio -sin volumen, desde ya- se veía la sonrisa de Narváez rodeado de su gente que festejaba el triunfo. Sonaban los acordes de la "Cabalgata infernal y Pandemonium" de Berlioz, y la imagen resultante era bastante apropiada: un Narváez sonriente hablando ante su público mientras los coros infernales cantaban la victoria de su líder. Has! Has! Irimiru Karabrao!

Los diarios han ungido a Cobos, Reutemann y Macri como "presidenciables". Si la esperanza del progresismo es Scioli, quiere decir que estamos en el horno.

Has! Has!

jueves, 25 de junio de 2009

100

Así que vino Hilary Hahn, nomás, y estas fueron algunas de las cosas en las que pensaba mientras esperaba mi turno, después del recital, para que me dedicara un par de discos:
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1. OK, ya sé que no es muy profesional de mi parte mendigar un par de autógrafos a los artistas. De hecho, estaba enfilando para la puerta de salida cuando miré al grupo que se arremolinaba y pensé en que tampoco era cuestión de dejar pasar la posibilidad de saludarla, de mirar a esa mujer extraordinaria a los ojos, ahí, tan cerca. Y me quedé hasta el final, para que los testigos de ese momento, a la vez mágico e intrascendente, se redujeran al mínimo posible. Pero más sobre esto luego.
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2. Decidí hacer tiempo leyendo las notas del programa del recital, y leí, respecto de Eugéne Ysaÿe, que "problemas de salud -diabetes- lo llevaron gradualmente a la composición". Interesante comentario del musicópata de turno. Me propuse, a partir de ahora, colocarme un terrón de azúcar debajo de la lengua cada media hora. Con un poco de suerte, podré componer un cuarteto de cuerdas antes de fin de año. Aunque, pensándolo mejor, para qué conformarse con poco si uno puede aspirar a mucho... Veré si me pesco alguna enfermedad venérea y me escribo una sinfonía con coro y todo.
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3. Pero vuelvo otra vez sobre el asunto de los críticos y sus pasiones, y me acuerdo de Julio Palacio. Recuerdo que hace un tiempo, en el Colón, me tocó arbitrar en una polémica involuntaria respecto de las notas de los programas de mano. Las posiciones en disputa eran las de Pola Suárez, que sostenía que los comentarios debían repartirse alternadamente entre ella y Julio, y la del propio Julio, que sostenía que los programas debían repartise equitativamente, sí, pero no en una alternacia mecánica, sino atendiendo a ciertas afinidades por parte de los comentaristas. Pola aducía que, en tanto profesionales, los musicólogos deben ser capaces de comentar cualquier obra, independientemente de géneros, épocas, escuelas y cualesquiera otros parámetros. Desde ese punto de vista la posición de Julio era prácticamente un capricho: él quería hablar de sus obras favoritas. Y digo que me tocó "arbitrar" en la polémica en tanto responsable de las publicaciones del Teatro, y debo decir que, en principio, la postura de Pola Suárez me pareció perfectamente racional y la postura de Julio, en cierto modo, caprichosa. Desde ya, me incliné por la posición de Julio, y él pudo escribir sobre sus obras favoritas.
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4. Y acá es donde me parece que está lo interesante, porque es cierto que una mirada crítica debe ser capaz de aplicar con rigor sus herramientas independientemente del objeto sobre el que esas herramientas son aplicadas, pero la verdad es que, en el caso particular de la música, hay dos variables que en cualquier otro ámbito podrían llegar a minimizarse, pero que aquí se convierten en algo fundamental. Una es, desde ya, el carácter elusivo del objeto musical. Pablo Gianera ya se preguntó en su blog qué es lo que critica el crítico, y allí hay una discusión más que interesante. Pero no es menos cierto que también está esta otra, y es que el crítico es, en cierto modo, una figura no menos elusiva. Quiero decir, que está atravesada por afectos, experiencias varias, pasiones... caprichos, en definitiva. La pregunta es entonces si uno debe reprimir esas pasiones o, por el contrario, hacerlas manifiestas. O, si se quiere, hacer conscientes esos contenidos inconscientes. Lo cual no pretende ser, desde ya, una apología del prejuicio o del capricho. Otra vez, creo que el caso de Julio es el que mejor da cuenta de la situación: ciertamente, en tanto profesional, podía escribir acerca de cualquier tema. Sin embargo, pocos habrán dejado de percibir que, cuando escribía acerca de Bruckner, por ejemplo, sus artículos se disfrutaban más. Y eso que se filtraba en ese escritura no hacía ni más ni menos objetiva su mirada crítica. En rigor, en esos casos es donde afloraba algo de lo que rara vez se habla en los críticos, pero que se puede reconocer en los verdaderamente interesantes: un estilo.
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5. Y si el estilo es lo contrario de la objetividad, quedará para otra discusión. Yo creo que no, y creo más: creo que allí, verdaderamente, se juega la crítica. En un cierto tipo de creación, en la definición de una mirada que es todo menos homogeneizante o prescriptiva. No decir cómo hay que escuchar una obra, porque -esto ya se dijo demasiadas veces- la experiencia musical es, en última instancia, intransferible. Se trata, en cierto modo, de crear una obra nueva. De completar un sentido que siempre queda -sí, ya lo adivinaron, se viene la cita dylanesca- blowin' in the wind. Y compartirlo, claro.
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6. Pensaba también que el crítico tiene que hacer pogo, al menos una vez en su vida.
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7. Y ya llega el momento, ya me toca. Hilary Hahn, cara a cara. Cruzar un par de palabras, un par de miradas. Sus manos que escriben "To Gustavo" en un disco de Elgar y las mías que tiemblan. El concierto que incluye el acorde de Tristán. El momento crítico de la noche.
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Y, por supuesto, hay muchas otras cosas que pensé y no digo. El blog, como todo el mundo sabe, es una plataforma de descarada autocomplacencia, y sin embargo hay ciertos límites a los que es mejor sólo acercarse. Pensé, por último, que esta es la entrada N° 100, que lo voy a anunciar con la impostada solemnidad que se merece, y que con eso está cubierta la cuota de autobombo.

sábado, 20 de junio de 2009

L'occasione fa il ladro


Mientras escribía, en la entrada anterior, que el periodismo cultural era un trabajo de detectives, sentí unos pasos acercándose por el pasillo de mi departamento, seguidos por el sonido característico del papel deslizándose por debajo de la puerta. Supuse que era una más de las tantas facturas a pagar, entregadas furtivamente por el portero en su recorrida diaria. No suelo apresurarme mucho en recoger ese tipo de correspondencia, de modo que recién reparé en el sobre unas horas más tarde, mientras me disponía a preparar una tercera taza de café, cerca del mediodía. Lo primero que noté es que no se trataba de una factura. Lo segundo que percibí, o intuí –aunque la palabra “intuición” esté cada vez más desprestigiada– es que dentro de ese sobre había algo más urgente que una fecha de vencimiento. Algo más amenazador y, por lo tanto, fascinante. Lo que sigue es una transcripción del contenido de ese sobre, cuya lectura interrumpí únicamente cuando el café hirviendo se volcó sobre la hornalla con un ruido que parecía reforzar la sensación de que las palabras, más que escritas, habían sido susurradas sobre la hoja que tenía entre mis manos. La letra era manuscrita y muy pequeña, lo cual, intuyo, me sugirió esa idea de susurro o confidencia. De alguien que se acerca para decir algo mientras los ojos se retuercen como los de un camaleón al acecho, incapaz de distinguir si él es la amenaza o el amenazado.

Leí:

“No me interesa que alguien crea esta historia. Me basta con saber que es cierta, con haberla vivido. Si decidí contarla es porque creo que, en tiempos como hoy, una historia como esta puede encontrar, tal vez, un oído dispuesto a escucharla. No pretendo ser un santo ni un ejemplo. No espero que el relato de los crímenes que otros cometieron me absuelva de mis propios pecados. Mi nombre es Mario Pazza. Soy músico. No me arrepiento de nada.

El día de mi casamiento, hace apenas un par de años, noté entre los invitados una presencia extraña, un hombre de unos cuarenta años, con un traje elegante, como los de todos los asistentes a la ceremonia. En rigor, no era en nada distinto a cualquier otro invitado, a excepción del hecho de que, en su caso, esa aparente indiferencia parecía algo forzada. Como si estuviera haciendo un esfuerzo por pasar desapercibido. La verdad es que en ese momento pasaban cosas mucho más importantes por mi cabeza, y no volví a reparar en ese hombre, hasta que, una vez finalizada la ceremonia, se acercó para saludarnos a mi esposa y a mí. Noté que le susurraba a ella unas palabras al oído y después se dirigió hacia donde yo estaba. No me dijo nada. Apenas me guiñó un ojo y estrechó mi mano. En ese momento estábamos rodeados de familiares y amigos que se amontonaban para saludarnos y no pude ver en qué dirección se escapaba. Lo perdí muy rápidamente de vista y mientras saludaba distraídamente a varios primos y parientes virtualmente desconocidos, advertí que aquel hombre había dejado en mi mano una tarjeta. La guardé en el bolsillo sin mirarla y no le volví a prestar atención hasta el día siguiente. Al fin de cuentas, era mi noche de bodas, y lo que menos me interesaba en ese momento era malgastar en energías un misterio a todas luces inocente.
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Como dije, recién a la mañana siguiente volví a reparar en la tarjeta, hurgando en los bolsillos del saco en busca de unos cigarrillos. La miré, ahora sí, con cierto detenimiento, intrigado por lo que, a primera vista, parecía un pentagrama y una clave de Fa. Al mirar con mayor cuidado advertí que no se trataba de una clave de Fa, sino de un signo de interrogación. Abajo sólo había una dirección, una fecha y una hora. Le pregunté a mi mujer si conocía a esa persona que se había acercado a ella y le había susurrado algo al oído el día anterior. Me dijo que había creído que era un amigo mío por las palabras que le había dicho, y sobre todo por el guiño y el apretón de manos que había reservado para mí. Le dije que jamás había visto a esa persona en mi vida y le mostré la tarjeta. Le pregunté qué era lo que había susurrado en su oído. “Sos muy afortunada”, me dijo. Después, miró la tarjeta. “Esto es mañana”.
Era una cita, en efecto, para el día siguiente. O al menos supuse –intuí, otra vez– que se trataba de una cita. El lugar indicado en la tarjeta no estaba muy lejos de mi departamento, a pocas cuadras del Teatro Cabeza de Vaca. Miré a mi esposa, pero no dije nada. Apenas un beso, una caricia que intentaba transmitirle una sensación de seguridad, de que todo estaría bien, un movimiento que ocultara que mis manos estaban temblando. Ese día pasó demasiado rápido, o demasiado lento. En cualquier caso, pasó a otra velocidad, o simplemente pasó como si la velocidad fuera apenas un espejismo, como si por ese día me hubiera sido revelado el secreto mecanismo que genera la ilusión de la velocidad. Al día siguiente, a la hora que marcaba la tarjeta, me presenté en la dirección.

No tuve que anunciarme. Un par de matones abrieron la puerta apenas me vieron. No dijeron nada y me escoltaron, a través de una serie de escaleras imposibles, a un subsuelo húmedo y ligeramente hediondo. No sé si algo puede ser ligeramente hediondo, pero en todo caso era como si flotara en el ambiente la promesa de un hedor que inundaría todo ni bien cayera la pared o la membrana que lo mantenía por el momento como solamente eso: una promesa. En una habitación oscura me aguardaba un hombre. Sentado, fumando, iluminado por una triste lámpara de escritorio a la que los agujeros de la tela le conferían una actitud siniestra. Sobre una de las paredes, la sombra de una telaraña completaba una imagen de sordidez extrema. El hombre habló:

-Siéntese, signore Pazza. Bienvenido.

No supe qué decir. Me senté. Oí que la puerta se cerraba detrás de mi. Los matones se fueron, aunque yo sentía todavía su presencia, como si detrás de ellos hubiesen dejado un fantasma, o dos.

-Me han hablado muy bien de usted… Escuche con atención: necesitamos sus servicios.

No entendía nada de lo que me estaba pasando. Ni siquiera sabía quién era esa persona que me hablaba, ni a qué tipo de servicios hacía referencia. Algo relacionado con la música, tal vez, pero… ¿por qué el secreto? ¿Quién era esa persona? Como si hubiera escuchado esos pensamientos, continuó:

-Mi nombre es Carlo Palazzi. Soy el responsable de la Piccola Opera del Teatro Cabeza de Vaca. Probablemente no haya escuchado mi nombre. Mejor así. Mi trabajo exige una cierta discreción… Perfil bajo, ¿sabe?

Se rió. Yo no. Me quedé callado, pensando en el Teatro Cabeza de Vaca. No dije ni mu.

-Estamos en plena producción de una nueva ópera. Una ópera pequeña, modesta en sus medios, pero ambiciosa en sus fines. Le voy a ser sincero: no tenemos la partitura y, usted sabe cómo funcionan estas cosas… Los músicos de hoy en día no pueden tocar sin partitura. Con los cantantes es más fácil. La mayoría apenas puede distinguir una clave de Fa de un signo de interrogación.

Me guiñó el ojo. No pude reprimir una mueca de asco, que él percibió de inmediato.

-Está bien, piense lo que quiera. Pero si estima en algo a su esposa, o a su carrera, me va a escuchar, y va a hacer lo que le digo. Ya lo conoció a mi socio Condottieri. La próxima vez que lo visite no va a ser tan amable… Le decía que no tenemos partitura: esos burócratas del Directorio no dejan ingresar la mercadería. Nos quieren asfixiar, no les gusta cómo conducimos nuestro pequeño, ejem, negocio…

Bajó la mirada y siguió hablando mientras encendía un cigarrillo.

-Lo necesitamos a usted para falsificar esa partitura.

Y entonces hablé:

-No soy un falsificador, soy un compositor.

-No se ofenda, que no quise acusarlo de plagiario. Lo que digo es que, si sabe componer, puede reproducir los pasos que fueron necesarios en su momento para la composición de una partitura X. ¿O no? Mire, yo puedo facilitarle una copia pirata de una grabación de esta ópera. Unos conocidos nuestros, en Italia, arriesgaron el pellejo para tomarla. Se la dejo. Usted la escucha y reproduce. Imagine que es un dictado, como esos que les hacen hacer en el Conservatorio.

-¿Por qué a mí?

-A riesgo de que su ego se resienta una vez más, le confieso: usted no fue nuestra primera opción… No me mire así. Usted mismo preguntó por qué. Se imagina que su nombre no es uno que circule de boca en boca en los ámbitos en los que nos movemos... Recurrimos primero a Candini.

Carmelo Candini. A él sí que lo conocía. Había sido mi profesor, y era uno de los mejores compositores del país. ¿Cómo se habían atrevido estos rufianes a hacerle una propuesta así a una persona como Candini? Otra vez, habló como si respondiera a las preguntas que me estaba haciendo en ese momento, como si la luz que filtraban las telarañas le permitiera acceder a mis pensamientos.

-Supusimos que, así como alguna vez había escrito una obra usando la música de otro compositor, un tal Schumacher, ahora podría hacer lo mismo. Pero nos equivocamos. Él insistía en no reproducir la obra tal como nosotros la queríamos, sino que pretendía agregarle algo propio, una marca personal. Nosotros no podíamos tomar un riesgo así. Candini piensa sólo en él. Cree que todo esto es un juego. Pero nosotros pensamos en toda la familia, ¿entiende? La familia es lo más importante.

No entendía de qué familia estaba hablando. Pensé que todo era una especie de broma macabra, algún eco trasnochado de mi despedida de soltero. Miré hacia todos lados, buscando en la habitación alguna señal que indicara la presencia de una cámara o algo por el estilo. Vi que Palazzo apoyaba una nueva tarjeta sobre la mesa. La miré. Había garabateado unos números. Muchos.

-¿Y? ¿Lo va a hacer?

Lo miré a los ojos. Sentí una especie de lástima por él. Al fin de cuentas, era apenas otro hombre desesperado que no podía asustar a nadie. Sentí que yo era su última oportunidad, y que para mí esta era apenas la primera. Pensé en el Teatro Cabeza de Vaca, en el hedor que acumulaban estos pasillos subterráneos, habitados demasiados años por cazadores de un botín imaginario, la pálida tripulación de un buque fantasma que encalló en un mal sueño. Pensé en mi esposa. Me levanté sin decir una palabra.

Esa noche empecé a escribir.”

lunes, 15 de junio de 2009

los críticos


Diego Fischerman recuerda hoy en Página/12 la ya legendaria performance de Joshua Bell en el metro de Washington: aquella en la que uno de los mejores violinistas del mundo, con su Stadivarius de cinco millones de dólares en las manos, se puso a tocar partitas de Bach en la estación, en hora pico, y recibió como únicas respuestas apenas 27 dólares, un único oyente conmovido y otro más que lo reconoció debajo de su gorra de beisbol.
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Pero lo que a mí nunca que me quedó del todo claro, más allá de la primera reacción, casi risueña, al leer la historia, es cuáles deberían ser las conclusiones a extraer de esa experiencia. Es decir, ¿qué se quiso demostrar con semejante experimento? Y me lo pregunto porque yo mismo ensayé varias respuestas y ninguna me convence del todo. Por lo pronto, imagino a los usuarios del Metro de Washington pasando al lado de uno más de los tantos músicos callejeros que estamos acostumbrados a ver en los subtes de todas las ciudades. Y sí, algunos son mejores que otros, algunos son realmente buenos, pero eso es todo. Si uno recorre las estaciones preocupado por la jornada laboral en ciernes, pronto se acostumbra a ignorar todo cuanto lo rodea. Incluso cuando algo llama la atención -un cartel particularmente gracioso o indignante, una mujer demasiado hermosa, un sonido inusitadamente bello- apenas se limita uno a registrarlo, tomar nota y seguir adelante, sacudiendo la cabeza, entre incrédulo y optimista por el shock de cafeína a las ocho de la mañana.
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Quiero decir, que no se trata de insensibilidad a la música, sino de lisa y llana alienación. Lo cual lleva a preguntarse por la situación complementaria: es decir, Joshua Bell ya no en el Metro, con jeans, zapatillas y gorra de beisbol, sino en el Lincoln Center, de etiqueta, ante un público que no llegó allí precisamente en subte. Gente que lo aplaude, pero que, como sugiere T. W. Adorno en una de las páginas más encendidas de sus Disonancias, aplaude en realidad los cientos de dólares con los que pudo pagar su entrada. Al igual que a los usuarios del Metro de Washington, a las buenas gentes del Lincoln Center que sean Joshua Bell y su Stradivarius los que están ahí arriba les da, en teoría, exactamente lo mismo.
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Y digo "en teoría", porque entonces habría que pensar en realizar el experimento correspondiente. Vestir de gala a un músico cualquiera del Metro de Washington y ponerlo a tocar en la función de gala del Lincoln Center y ver qué pasa. La idea no es original, por supuesto, y alguna vez leí algo acerca de otra leyenda urbana según la cual un puñado de respetables críticos musicales fue sometido a un experimento similar, del que sólo uno salió airoso. Nunca pude comprobar si el episodio efectivamente era cierto, pero en todo caso consistía en una variante del desafío Pepsi vs. Coca que se hizo popular en los noventas. Darles a los críticos grabaciones de artistas consagrados y de otros no tanto, sin decirles quién era quién, y ver qué pasaba. Una variante menos delictiva, fraudulenta e ilegal que el affaire Joyce Hatto.
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Hace poco, Pablo Gianera se preguntaba en su blog por los límites del periodismo cultural. Y sí, hay allí un problema, que afecta directamente a quienes de una u otra manera nos dedicamos a esas cuestiones, pero que excede el marco del periodismo cultural para convertirse en un problema del periodismo, a secas. Quedará para discusiones ulteriores, pero mi sensación, sobre todo a raíz de algunas conversaciones con el propio Pablo, es que uno a veces se siente como Joshua Bell, hablando para una o dos personas que se acercan con genuina curiosidad. El resto pasa de largo, pero, una vez más, no creo que sea por ignorancia o desinterés.
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A la inversa, a veces son los propios periodistas/críticos los que parecen tener un Stradivarius delante de sus narices y pasan de largo olímpicamente. Pero ni siquiera los críticos que perdieron el tren son los malos de la película. El villano de turno sabe esconder bien sus pasos, y seguramente disfruta al ver a los músicos, los críticos y el público echándose la culpa unos a otros. Como Keyser Söze, sabe hacernos creer que en realidad no existe, aunque a veces es difícil no percibir su presencia. Y siempre se sale con la suya.
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Dicen que el periodismo cultural es también un trabajo de detectives, de noches de insomnio, de whisky y, en ocasiones, mujeres fatales.
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Y, de vez en cuando, una persecución en el Metro.

viernes, 12 de junio de 2009

yo no sé qué me hahn hecho tus ojos


Curiosidades de YouTube, en este video se puede ver a Hilary Hahn entrevistando a la familia Schoenberg en la residencia que el viejo Arnold ocupaba en Brentwood, California. Allí están Ronald y Lawrence Schoenberg, hijos de su segundo matrimonio, y Randy, hijo de Ronald (nótese el anagrama de "Arnold") y por lo tanto nieto de Schoenberg.

Ahora bien: si es cierto que Arnold Schoenberg es el padre del dodecafonismo, es necesario concluir que esos dos hombrecitos que sonríen detrás de Hilary Hahn son sus hermanos. El caso de Randy es aún más curioso: puede afirmar sin pudor que él es nada menos que el sobrino del dodecafonismo. Lindo título para una novela de Thomas Bernhard.

En cualquier caso, aquí pueden escuchar a Hilary Hahn interpretando el segundo movimiento del Concierto para violín de Schoenberg, recientemente grabado para Deutsche Grammophon junto con el Concierto de Sibelius. Un disco extraordinario, a punto de ser editado en la Argentina, a tiempo para la visita de esta mujer increíblemente talentosa, adorable y capaz de hacer que uno usurpe identidades sólo para hablar con ella. Lo cual me recuerda unos versos de Together through life, disco recientemente comentado en este blog:

One of these days I'll end up on the run
I'm pretty sure she'll make me kill someone.

Dicen que el amor nos hace escuchar el sonido de un violín. No sé si es cierto, pero si lo fuera, tendría que ser un violín en manos de Hilary Hahn. Aunque no necesariamente haciendo música de Schoenberg...

martes, 9 de junio de 2009

Happy together


Ahora dicen que se van a juntar Dylan y McCartney para grabar un disco. Que en apenas unos meses empiezan a trabajar en la residencia californiana de Dylan en la que alguna vez el viejo Bob se juntó con otro ex-Beatle y unos cuantos otros amigotes para crear a los Traveling Wylburys. En algunas revistas, blogs y páginas varias ya se están preguntando si las canciones aparecerán firmadas como McCartney/Dylan o Dylan/McCartney. De más está decir que la segunda opción es claramente la apropiada. En primer lugar, por las evidentes resonancias a aquella otra dupla legendaria en la que el nombre de Sir Paul estuvo involucrado. Y en segundo lugar porque, ahora como entonces, el segundo lugar es el que mejor le sienta a McCartney. Y, OK, de acuerdo, esto último es una especie de agresión gratuita al bueno de Macca, pero leí por ahí que los blogs sirven para destilar odio y resentimiento hacia las grandes estrellas sin mayores argumentos que el propio capricho. Y sin embargo…

Sin embargo, interesante el tema de las colaboraciones, porque en cierto modo podría ser la introducción ideal al demorado comentario de Together through life, el más reciente item del corpus dylanita, escrito precisamente en tandem (Cursivay Quo usque tandem? se preguntarán algunos intolerantes). Un disco que alude a las compañías ya desde su mismo título y que parece estar hablando de muchas mujeres, pero que en realidad habla de muchas, pero muchas canciones. Canciones que te acompañan toda la vida. De esas que todos quieren tocar y hacer suyas. Y ahora que lo pienso, bien puede ser que, al fin de cuentas, esté hablando de mujeres.

El tema de las colaboraciones, entonces. Al comienzo se armó un pequeño revuelo cuando se supo, antes de la salida del disco, que todas las letras de Together through life menos una habían sido escritas en colaboración con Robert Hunter. Hunter, letrista de los Grateful Dead -banda de la que Dylan fantaseó en algún momento con convertirse en vocalista estable-, ya había colaborado con Dylan en un par de canciones del que para muchos es su peor disco (Down in the groove, de 1988, que a mí, dicho sea de paso, me encanta, aunque el 90% de las canciones estén en la misma tonalidad). Pero el antecedente más relevante para una colaboración de este tipo lo constituía sin duda Desire (1976), el disco que tuvo que lidiar con la pesada carga de suceder al que para muchos es no sólo el mejor disco de Dylan, sino lisa y llanamente el mejor disco de todos los tiempos, Blood on the tracks (1975). Si uno quisiera buscar paralelismos, los encontraría rápidamente: ahora, como entonces, se hablaba de un regreso triunfal y cuando apenas se habían apagado los ecos, Dylan se despachaba con una colección de bootlegs (los Basement tapes son, en rigor, el volumen cero de las Bootleg Series que se iniciaron oficialmente, si vale la paradoja, en los ’90) y un disco de canciones nuevas, contundentes, escritas con la ayudita de algunos amigos, en el medio de una gira demencial.

Así que aquí están, estas son, las canciones de Together through life. Decidí que, dado el tiempo que vengo amenazando con comentar el disco, lo menos que podía hacer era detenerme en cada uno de los tracks, y escucharlos hasta que saliera sangre.

Beyond here lies nothin’. Apertura ideal, corte de promoción y video armado con la secuencia de fotografías que culmina con la imagen de la portada del disco, de la serie Brooklyn Gang de Bruce Davidson. Ideal, digo, por su capacidad de establecer el clima del disco, su referencia a un pasado que no es visto necesariamente con nostalgia, sino que es, paradójicamente, vislumbrado cuando se mira hacia delante. Más allá no hay nada.

Life is hard. Según cuenta Dylan en entrevistas recientes, el germen del disco. Un tema escrito a pedido para la película My own love song de Olivier Dahan, que puso en marcha una vez más los engranajes. Una canción en la que Dylan suena como un crooner que ve cómo pasan los closing titles de la road movie de su vida. Y sí, la película es un bajón. Pero la banda de sonido es buenísima.

My wife’s home town. Primera gran sorpresa del disco. Una verdadera joya que Tom Waits debería incorporar a su repertorio si es que todavía no lo hizo. Y Dylan que reconoce en los créditos del disco a Willie Dixon, autor de la melodía original y uno de los principales responsables del sello Chess allá por los '50, es decir, del sonido con el que el joven Zimmerman debe haber crecido en Minnesota y al que aquí le rinde un más que merecido tributo. Las risas diabólicas con las que se apaga esta canción en la que se afirma que “mi mujer es oriunda del infierno” producen escalofríos.

If you ever go to Houston. Después de la canción anterior, este chiste se gasta rápido. Aun así, el tema tiene su encanto. Dylan parece haber dejado un corazón roto en cada ciudad de Texas –Houston, Austin, Dallas y San Antonio-, pero le pide ayuda a la policía para encontrar a esa que siempre se le escapa. Nacho Vegas diría: “Soy un cazador y sólo persigo lo que huye de mí”. Amen.

Forgetful heart. El punto más oscuro de un disco que desborda de momentos luminosos, incluso en medio de tantas despedidas, lluvias, maldiciones, asesinos seriales y el mismísimo infierno. En el resto del disco, aun entre todas las desgracias, despuntaba un sarcasmo luminoso. Acá no hay nada. El tema no habría desentonado en Modern times, casi como un epílogo a “Ain’t talkin’”: “la puerta se cerró para siempre / si es que alguna vez hubo una puerta”.

Jolene. Para mí, el punto más flojo del disco. No porque sea malo, sino porque se lo ve casi inofensivo entre tantas canciones adictivas. No sé quién será Jolene, pero eso de “yo soy el rey / y tú eres la reina” no se lo cree nadie. Dylan lo dijo mejor en los '70: todavía no vimos a nadie como Quinn, the Eskimo.

This dream of you. El único tema del disco que lleva la firma exclusiva de Dylan, y probablemente el clásico instantáneo de Together through life. La canción que parece escrita desde siempre, la que uno recuerda incluso cuando la está escuchando por primera vez. Es, además, la que permite el lucimiento de David Hidalgo, acordeonista de Los Lobos, con un sonido que remite inmediatamente al costado más tex-mex de Dylan, ese que ya había explotado en todo su esplendor en Desire. Podría ser el punto más alto del disco en lo que hace a las letras, si no fuera tan difícil elegir entre esta canción y las tres que siguen. “¿Cuánto tiempo puedo quedarme / en este café en el medio de la nada / antes de que la noche se convierta en día? / Me pregunto por qué / le tengo tanto miedo a la salida del sol. // Todo lo que tengo / y todo lo que sé / es este sueño tuyo / que me mantiene con vida.”

Shake shake mama. Una de esas canciones que servirían para explicarles a los extraterrestres lo que es el rock. Como “Summer days” o “Rollin’ and tumblin’”. Tres acordes y a otra cosa.

I feel a change comin’ on. Esta es mi favorita. Increíblemente divertida, y capaz de demostrar –una característica, dicho sea de paso, de todo Together through life– que Dylan puede ser muy, pero muy gracioso cuando se lo propone. Y el chiste no está tanto en lo que dice (aunque esta será recordada probablemente como la canción en la que Dylan canta, con todo el amor del mundo, “estás más puta que nunca”) sino en cómo lo dice. Y esta es también la canción en la que confiesa estar leyendo a James Joyce mientras algunas personas le dicen que “tiene la sangre de la tierra en la voz”. Algo parecido le decían hace muchos años, cuando también anticipaba que los tiempos estaban a-cambiando. Sólo que ahora, nos recuerda, “ya pasó la última parte del día”.

It’s all good. Mencioné antes la palabra “sarcasmo” y la verdad es que la tendría que haber guardado para este final, tan ideal como el principio. El mundo se derrumba y nosotros nos separamos, parece decir Dylan, pero nos despedimos con una sonrisa y acá el Big Bang es lo que está al final de todo. Escuchar a Dylan haciendo “whoo!” antes de la estrofa final, como si fuera un jinete del Apocalipsis cumpliendo la profecía de “Summer days”: “Me iré por la mañana / pero voy a incendiar todo como regalo de despedida.”

Y lo último que vemos es su sonrisa, en medio de las llamas.