domingo, 27 de septiembre de 2009

cortar por lo sano


Una de las primeras cosas que hice al llegar a Italia fue fracturarme una mano. El procedimiento fue relativamente sencillo: zambullirme en un mar irresistiblemente límpido, aunque movido, en una hermosa bahía flanqueada por dos acantilados. La sensación de dejarse arrastrar por las olas es maravillosa, excepto cuando el lugar al que uno es arrastrado es una pared de rocas afiladas por varios siglos de erosión marina.

Al fin de cuentas, sin embargo, el accidente resultó afortunado. Y no por el hecho de que la fractura se produjo en la mano izquierda y no en el cráneo –como razonó mi madre al conocer la noticia–, sino porque descubrí que una fractura, cuando uno se encuentra en el otro lado del mundo, rodeado de gente desconocida que habla otra lengua y se comporta según sus propios usos y costumbres, es una extraordinaria ayuda para comenzar una conversación. Si el interlocutor es lo suficientemente sensible, hasta es posible que interprete el infortunio como una muestra más de la brutalidad con la que Europa recibe a los inmigrantes y busque demostrar que no todos los italianos tratan a los extracomunitarios de la manera en la que me trató el Mar Adriático.

Por no hablar, dese ya, de las ventajas que tiene dirigirse a un público de calificados profesores y alumnos de Alemania, Holanda, Inglaterra, Bélgica, Francia e Italia con una mano enyesada. Lo que los manuales de retórica definen como captatio benevolentiae, el recurso de un orador para asegurarse la buena predisposición del público, ya estaba cumplido de antemano. O, en mi caso, de antebrazo.

Lo que no me esperaba era un extraño efecto colateral de índole administrativa. Ocurre que el 25 de septiembre pasado era el día en que las autoridades de la Cuestura de Lecce me esperaban para tomar mis huellas dactilares. La idea es que todos los extranjeros que van a pasar más de tres meses en suelo italiano deben tramitar un documento en el que constan sus datos y señas personales. Todos esos datos se cargan en una computadora, gracias a un moderno programa diseñado para tales efectos.

Y yo estaba a punto de descubrir una falla en el sistema.

Me recibió Angelo, el responsable de cargar los datos en la computadora y capturar las impresiones digitales mediante un scanner cuyo diseño estaba inspirado en una cruza entre La naranja mecánica y El nombre de la rosa. Me miró con detenimiento, me saludó con amabilidad y, con un grito, llamó a su superior:

-¡Peppino! ¿Cómo cazzo le tomo las huellas digitales a un tipo que viene enyesado?

Peppino –yo lo voy a llamar Giuseppe porque un Peppino uniformado no califica como figura de autoridad– no estaba de buen humor. Se limitó a decirle a Angelo que mirara con atención la pantalla de su computadora, en la que había un botón que permitía dejar constancia de cualquier tipo de anomalía en el masculino suprascripto, o sea yo.

-Acá está, pero no me deja escribir “enyesado”. Tengo que elegir una de las opciones preconfiguradas...

-Bueno, buscá “enyesado” y listo.

El Oficial Giuseppe dio por terminado su desempeño como soporte técnico y desapareció por una puerta lateral. Angelo empezó a buscar en el menú de opciones:

-A ver: “Amputación”... no. “Carencia de la oreja izquierda”... no. “Hemiplegia”... no. “Gigantismo”... no. “Tatuajes”... no.

-Bueno, un tatuaje tengo. Si sirve para algo...

Estaba claro que todas las opciones remitían a una circunstancia permanente, y el yeso claramente no lo era. Ofrecí volver en un par de semanas, con las dos manos libres, pero no hubo caso. Las autoridades italianas querían solucionar el asunto ese mismo día, supongo que para poder dedicarse, acto seguido, a cuestiones de mayor importancia.

La solución llegó a los pocos minutos. El oficial Peppino volvió a ingresar en el recito con toda la gravedad del caso y, dirigiéndose al pobre Angelo –que a esta altura ya jugueteaba nervioso con un cigarrillo entre los dedos– le ordenó:

-Hacé click en “Amputación”.

Angelo me miró. Sus ojos parecían resignados a aceptar la férrea lógica de la autoridad: lo más sencillo era, en vez de pretender que un complejo sistema informático se adaptara a mi ínfimo problema doméstico, ajustarme yo mismo a los parámetros del sistema. Había que cortar por lo sano. Off with his hand.

Pero no. Ocurre que, haciendo click en amputación se habría otro menú en el que era posible dejar constancia de que, temporalmente, el masculino suprascripto, o sea yo, no disponía de los dedos III, IV y V de la mano izquierda. Luego, en un campo despejado a esos efectos, se dejaba constancia de que dicha incapacidad se debía a un yeso.

Nada grave, salvo por el curioso hecho de que, para la policía italiana y su complejo sistema informático, tengo, temporalmente, una amputación de tres dedos de la mano izquierda.

Archívese.

viernes, 25 de septiembre de 2009

composición tema la vaca


Hablando de ediciones, escritos sobre música y demás temas y contratemas, encontré en una librería salentina una flamante reedición del libro L'anima di Hegel e le mucche del Wisconsin, un ensayo que Alessandro Baricco publicó en 1992 y que Siruela había editado (y posteriormente descatalogado) en español como El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin. En su momento, el libro me lo había prestado Diego Fischerman y el precio prohibitivo de la edición española motivó que me hiciera de una copia anillada que perdí a los pocos días. Aquí y ahora, Feltrinelli lo re-lanzó en su colección económica, y por sólo 6 euros pude volver a leer una obra interesantísima.

Por lo pronto, porque las reflexiones acerca de la Nueva Música (así, con mayúsculas) son lo suficientemente polémicas como para despertar en uno las ganas de discutir con el autor. Pero también por algunas reflexiones acerca de la circulación de la música llamada "clásica" que, en cierto modo, reflejan varias de las cuestiones que en este blog, y en los de acá al lado, reaparecen una y otra vez. Vaya, a modo de ejemplo, un parrafito:

No está claro, por ejemplo, por qué deberíamos alegrarnos por el hecho de que los jóvenes acudan a una sala de concierto. ¿Alguien puede realmente explicar por qué un muchacho que prefiera Chopin a U2 debería ser un motivo de consuelo para la sociedad? ¿Estamos realmente seguros de que, puestos a encontrar el lugar en el que transcurre el presente, el sitio exacto sea un auditorio y no una sala de cine o una calle? (...) Se trata del mismo moralismo que, incautamente, induce a utilizar la música culta como catalizador de una supuesta humanidad mejor.

martes, 22 de septiembre de 2009

imitación de la vida


Si es cierto que Las alegres comadres de Windsor nació por un encargo de la propia reina de Inglaterra –que, según dicen las crónicas que le dijo a William Shakespeare, andaba con ganas de “ver a Sir John Falstaff enamorado”–, entonces no sería tan descabellado pensar que la fiebre de secuelas, precuelas, off-spins y demás yerbas que hoy pueblan las salas de cine y teatro, las plantillas de blogs, twitter, facebook y las mesas de novedades de las grandes librerías no sería, al fin de cuentas algo tan novedoso. Porque si el mismísimo Shakespeare –suponiendo que haya sido él: los amantes de la teorías conspirativas tienen más candidatos para la autoría de las obras del Bardo que para el asesinato de JFK– se dignó a ceder a esas tentaciones, qué se les puede pedir a los que, como bien señala Rodrigo Fresán en un reciente artículo, no se resisten a la invitación a contar cómo sigue esa historia que alguna vez nos mantuvo a todos en vilo. Transformar el punto final en tres puntos suspensivos y to be continued...

Y estamos de acuerdo: hay algo de vampirismo en todo eso, pero a la vez sería necio ignorar que todos esos autores que uno aprecia por haber creado un mundo que nos parece absolutamente nuevo –ahora pienso en Bolaño, porque para este blog es una especie de tótem, un discípulo de Morrison que le da consejos a un fanático de Dylan o algo así– recuerdan una y otra vez que aprendieron a escribir después de aprender a leer, y que la historia que tenían para contar era la continuación de todas esas historias que les habían contado, en una regresión más o menos al infinito.

Es claro que no es lo mismo la motivación que el liso y llano préstamo, lindante con el plagio, de situaciones, personajes, tramas y peripecias. Ciertamente, la imaginación es capaz de caer en profundos abismos –¿Se llamaría “el Aleph” el blog de Borges? ¿Cómo sería la traición de Isabel Sarli? ¿Y si Maradona fuese el DT de la Selección?–. Pero aquí viene a la mente una vez más Shakespeare. Que, con la única excepción de La tempestad, encontraba que las historias de otros eran una fuente inagotable en la que abrevar para crear esas historias que hoy llevan su nombre.
.
Desde luego, no todo blogger metido a la creación de eso que se conoce como “fan-fiction” es Shakespeare, pero tampoco es cuestión de tachar de antemano todo lo nuevo por aquello de recentiores deteriores, como reza una célebre regla de la filología –una regla que, como todo el mundo sabe, se rompe más a menudo de lo que se la respeta–. Quiero decir: que tampoco es cuestión de creer que todo tiempo pasado fue mejor. O que todo cover es peor que el original. Ahí está el mismísimo Paul McCartney para reconocer que alguna vez los Beatles empezaron imitando a sus artistas preferidos, así como hoy todos empiezan por imitar a los Beatles. Y que, a su vez, fueron tantas las manifestaciones hoy consagradas que alguna vez fueron despreciadas como totalmente ajenas al campo del arte –las historietas o el rock, sin ir más lejos– que, por su parte, él no se atrevería a despreciar ni siquiera un videojuego.

Nosotros no podemos ver el futuro, porque los padres nunca entienden a sus hijos. Es el futuro el que nos ve a nosotros y se divierte haciendo todo lo contrario de lo que esperamos de él.

To be continued...

lunes, 14 de septiembre de 2009

dos historias salentinas


UNA. Hace mucho calor. Son los últimos días del verano boreal, y se sienten como si se hubiera liberado todo la energía que la tierra acumuló en los últimos tres meses. Si en Europa existiera la sensación térmica, me estaría deshidratando, o tendría la sensación de que me estoy deshidratando. Salgo al balcón y me entretengo mirando las ventanas, los rostros de piedra que me devuelven la mirada desde los frentes de las casas, los balcones vecinos, alguna que otra bicicleta que atraviesa Via dei Prioli. Me sorprende una suerte de guirnalda que adorna las macetas del balcón vecino. Extraño, pienso, pero qué no es extraño en el Salento cuando uno llega de Buenos Aires para estudiar filosofía... Un vecino sale a la calle, sin camisa, sudando bajo el sol de las cuatro de la tarde. Mira hacia arriba: observa el balcón vecino, después observa el mío. Repite la operación un par de veces. Cuando su mirada se cruza con la mía, lo saludo. Como respuesta recibo únicamente una mirada, pero no alcanzo a distinguir si es de bienvenida o de curiosidad. Acaso de lástima. Supongo que con el tiempo me habituaré a las costumbres salentinas. Cuando finalmente me decido a entrar, lo veo: un rollo de papel higiénico que se escapa de la ventana de mi baño, pasa por encima de mi cabeza y aterriza en el balcón vecino. Cinco, seis metros de una guirnalda espontánea, doble hoja, ultrasuave. El calor de la tarde se hace, de pronto, un poco más intenso. Vuelvo a mi habitación y cierro la puerta como puedo. Agrego un item a la lista del supermercado.

DOS. Pensé que exageraban, pero resultó ser cierto: Alitalia se especializa en perder los equipajes en los vuelos internos. Me avisan que mis cosas llegaron en perfecto orden a Roma, pero que, una vez en Italia, decidieron recorrer la península por su cuenta, sin preocuparse por su legítimo dueño, que ahora escucha las explicaciones pertinentes en Brindisi, después de trece horas de vuelo. En dos días vuelven, me prometen las autoridades. Mientras tanto, debo formalizar la denuncia, dejar constancia de la cantidad de valijas (2), su color (azul y negro), su marca (no la recuerdo) y la combinación para abrir los respectivos candados. Esto ya me parece demasiado. ¿Para qué necesitan la combinación? Cuestiones de seguridad, según dicen. De un tiempo a esta parte, los aeropuertos se convirtieron en el sueño húmedo de un paranoico. La gente se abalanza sobre la ventanilla de las denuncias. Los que reclaman por su equipaje perdido son muchos, demasiados. Supongo que en la bodega de nuestro vuelo viajaron las valijas de los que llegaron a Brindisi dos días antes. Entre los gritos y los forcejeos, la mujer de la ventanilla insiste, impaciente, por la combinación. Son tres números, apenas. Los elegí con cuidado, para no olvidarlos. La gente se sigue agolpando a mi alrededor y no me queda otra más que gritar entre los insultos que se escuchan en varios idiomas:

-¡666!

De pronto, el silencio. La breve multitud que me rodeaba retrocede un paso. Me doy vuelta y veo el rostro desencajado de una mujer mayor, bajita y regordeta, que me mira horrorizada. Le devuelvo la mirada, desafiante.

-¡Si! ¡Il numero della bestia!

Mis valijas llegan esa misma noche.

lunes, 7 de septiembre de 2009

soffia nel vento

No lo quería decir, pero casi casi lo dijo. Dario Congedo se asomó entre los tambores, el redoblante y los platillos y le agradeció al público por haberse acercado al Anfiteatro Romano de Lecce para escuchar jazz, en una de las últimas noches del verano salentino. Les agradeció, dijo, por reconocer el hecho de que en el Salento hay música más allá de la pizzica. Y es cierto: es casi imposible no escuchar la pizzica o la rondinella al menos una vez por día –y eso si uno no sale mucho de su casa–. Lo que es más raro es encontrarse un cuarteto como este Progetto Nadan tocando gratis en el hermosísimo Anfiteatro Romano de Lecce, una de las últimas noches de verano. Una noche, para más datos, de luna llena y de mucho, pero mucho viento.

Y es que el viento decidió hacer su aparición triunfal en Lecce esa mismísima noche. Se divirtió a su modo, arrebatándoles a los músicos las partituras que con cierto empeño –pero evidentemente poca pericia– habían intentado sujetar a unos atriles que por poco no siguieron a las hojas pentagramadas en su vuelo nocturno. La imagen del contrabajista Marco Bardoscia acurrucado sobre su instrumento, contorsionándose para intentar sujetar las partituras mientras tocaba, motivó un comentario casi paternal de Congedo (Guardatelo, poverino!) y sirvió, además, para demostrar por qué la improvisación es una parte importante del jazz.

Progetto Nadan es un cuarteto comandado por el propio Congedo desde la batería –es, además, el compositor de casi todos los temas–, con Giorgio Distante en trompeta, Raffaele Casarano en saxos y el ya mencionado Marco Bardoscia en contrabajo. Cada uno de los músicos contaba además con su respectiva computadora de la manzanita, con las que se encargaban de generar una serie de recursos musicales que le otorgaban un relieve especial a las composiciones. Por ejemplo, permitiéndole a Bardoscia tocar con el arco mientras seguían sonando el walkin’ que, a modo de passacaglia articulaba la impresionante “Il viaggio dell’eroe”. O permitiéndole a cada solista intentar un dúo consigo mismo en “In appreciation”. Pero, más allá de la capacidad de incorporar nuevas tecnologías sin caer en el frecuente pecado de querer mostrar una suerte de catálogo de efectos de sonido, lo sorprendente de Progetto Nadan es la capacidad que tiene el cuarteto de ir construyendo poco a poco los momentos de climax de cada composición, esos pasajes en los que parece que el viento va a hacer volar todo por los aires, justo antes de que la música retorne a su cauce. En la Argentina, creo haberlo dicho antes en el blog, esa sensación me la produce el quinteto de Fer Isella, a quien seguramente podrán escuchar por estos días en Buenos Aires.

Aquí, en Lecce, los cuatro integrantes de Progetto Nadan sumaron como invitados a William Greco en piano y Carla Casarano en voz para el tema “Luce gialla”. Greco volvió al final, para una versión muy emotiva de la música de Nino Rota que acompaña la escena final de I Clown de Fellini. Curiosamente, o no tanto, mucha gente se retiró del recital justo cuando Congedo atacaba el solo de percusión: en eso, parece que las costumbres son las mismas en todo el mundo.

Puede ser que, a su modo, la elección del escenario para esta música haya sido poéticamente acertada. Del Anfiteatro Romano hoy apenas se ve la superficie, un pequeño pero hermoso porcentaje de lo que fue una construcción monumental de casi 2000 años. A veces pasa lo mismo con la música: uno queda sorprendido por la belleza de un detalle, e intuye que esa pequeña experiencia evoca toda una tradición con la cual se comunica mediante hilos misteriosos e invisibles.

domingo, 6 de septiembre de 2009

nightswimming

Podría hablar del Salento, del barocco leccese que es un estilo en sí mismo, familiar y extraño a la vez. Podría hablar de Tito Schipa, de la tumba en la que los melómanos de la zona dejan flores y fotos. De la tierra roja, de las costumbres, de la gente, del reparador pisolino en una tarde de verano. De la música de la Puglia (música pugliese, en el sentido original de la palabra). O incluso del Calcio y el equipo de la ciudad que este año vuelve a competir en la serie B esperando volver a las grandes ligas.

Podría hablar (y supongo que lo haré en próximas entradas) de la influencia griega en toda la península salentina. De Gallipoli (kalé pólis) y las playas increíbles del Mar Jonio. Pero ocurre que llegué a Lecce gracias a la filosofía, y no pude dejar de pensar en un texto como la Ética nicomaquea de Aristóteles, en los esfuerzos del estagirita para definir qué es la felicidad.




Pienso todo esto mientras doy unas brazadas en el Mediterráneo, a las tres de la mañana en una noche de luna llena, riéndome como un loco, como un niño desnudo, como un idiota.

En una semana empiezan las clases.

jueves, 3 de septiembre de 2009

nubes


Desde el avión, uno puede sorprender a las nubes proyectando sus sombras sobre la tierra, como si jugaran entre ellas a imaginar figuras extrañas, lúdicamente obscenas.