lunes, 27 de enero de 2014

necrónicas II: melancholia hypocondriaca




If music be the food of love, play on,
Give me excess of it; that, surfeiting,
The appetite may sicken and so die. –
That strain again; – it had a dying fall…
Twelfth Night I, 1.1-4


La crítica literaria diagnosticó tempranamente al duque Orsino: melancholia, la enfermedad de los intelectuales, de los poetas, de los músicos. Sobre todo, de los enamorados. La enfermedad, también, del princeps musicorum, Orlando di Lasso (1532-1594). Imaginen a un compositor requerido por todas las cortes europeas, tres veces raptado durante su infancia a causa de su voz extraordinaria (los escandaletes de los músicos populares de nuestros días empalidecen ante las intrigas de los siglos XVI y XVII); un hombre que a los 25 años había sido maestro di cappella en Letrán, que había visitado todos los centros musicales de Europa y en todos había sido reconocido como el más grande de su tiempo. Imaginen que, instalado en la relativamente oscura Munich, recibe invitaciones para trasladarse a París, Londres, Roma, Florencia. Imaginen que su respuesta sea: "no quiero abandonar mi casa, mi jardín, y todas las cosas hermosas de Munich".


Hay un famoso capítulo de House, M.D. en el que el Dr. Gregory House diagnostica una enfermedad en un músico de jazz escuchando sus discos, percibiendo leves modificaciones en su modo de tocar, consecuencia de una degeneración de sus capacidades sensoriales y motrices. Lasso, en sus últimos años en Munich, abandonó su estilo de grandes ornamentaciones y contrapunto deliciosamente complejo, privilegiando una engañosa simplicidad, una especie de laconismo de una expresividad por momentos lacerante. En 1591, tras un colapso, se le diagnosticó melancholia hypocondriaca. En el año de su muerte (1594) compuso el extraordinario ciclo Lagrime di San Pietro, pero si House hubiese vivido en la época de la Contrarreforma, podría haberlo diagnosticado mucho antes, en sus primeros años en Munich, cuando compuso el motete Infelix ego a partir de uno de los textos escritos por Savonarola poco antes de su ejecución –el otro texto que Savonarola escribió en prisión, inconcluso, lleva un título aun más expresivo: Tristitia obsedit me.

Los últimos días de Lasso en Munich parecen acompañar la oscuridad de esas últimas composiciones: la casa real de Baviera estaba prácticamente en bancarrota, debido a los gastos que había implicado la construcción de la Michaelkirche –restaurada hace poco, en la calle que conecta Karlstor con Marienplatz–. Era el verano de 1594 y varios músicos del coro y la orquesta de la corte habían sido despedidos. Aparentemente, se había tomado la decisión de rescindir, también, el contrato del Kapellmeister. No hizo falta comunicarle la decisión: en los registros de la corte, al lado del nombre de Orlando di Lasso, puede leerse: ist bereits gestorben. Cuando el mensajero llegó a su residencia, el compositor estaba muerto.

A pesar de ese final, no es extraño que, en la construcción de la identidad musical alemana que caracteriza los años centrales del siglo XIX, Orlando di Lasso haya sido considerado unser Meister, el más alto representante de un arte alemán que el siglo XIX no decía estar inventando, sino redescubriendo. La elección de Lasso, al fin de cuentas, parece justificada: de origen flamenco y formación italiana, no sólo podía considerarse alemán por la decisión de permanecer en Munich y establecer allí su familia, sino fundamentalmente porque esa gravedad del estilo tardío de Lasso parece efectivamente un preanuncio de otras melancolías típicamente germanas. La variante de la melancholia de Lasso parece más cercana de esa sensación que los alemanes llaman Sehnsucht que de la casi exhibicionista melancolía isabelina. Dicho de otro modo: su música parece más cerca del Mahler de "Ich bin der Welt abhanden gekommen" que del Dowland de "In darkness let me dwell".

Y la verdad es que –yendo finalmente a la anécdota personal de toda esta historia– Munich también es, para mí, como para Orlando di Lasso, una ciudad asociada a la música, al estudio, al alejamiento del mundo, a la vida de entrecasa con la compañera ideal. Un poco de nostalgia se cuela al escribir esto, porque al fin de cuentas también la nostalgia es un componente ineludible en las grandes historias de amor, de Tristán e Isolda en adelante.


Durante mi estadía en Munich –en 2011 primero y, más tarde, en una visita fugaz para el aniversario wagneriano–, me habría gustado visitar la tumba de ese compositor extraordinario que fue Orlando di Lasso. Supe que había sido enterrado en el viejo cementerio franciscano, pero el edificio fue destruido a fines del siglo XVIII, y los restos que había allí fueron trasladados al Salvatorfriedhof, que funcionaba como cementerio asociado a la Frauenkirche, a unas pocas cuadras. Hoy, la Salvatorkirche es una iglesia ortodoxa, y una placa en uno de sus muros recuerda los nombres de los que allí descansan. La lista abarca muertes ocurridas entre 1570 y 1787, pero, curiosamente, no se menciona a Orlando di Lasso.

Entre los monumentos distribuidos por toda la ciudad –desde Wagner hasta el rey Ludwig I, pasando por los infaltables Goethe y Schiller– hay uno dedicado a Orlando di Lasso, reconvertido recientemente en santuario a la memoria de Michael Jackson por los fans que depositan allí ofrendas florales: la escultura del princeps musicorum está ubicada justo enfrente del hotel en el que el se hospedó, en su último paso por Baviera, el "rey del pop". De modo que, como era de esperarse, el rey eclipsó al príncipe.

Imaginé que el "retiro del mundo" de Lasso había continuado post mortem. Que poco a poco los rastros de su estadía en Munich iban desapareciendo: olvidados en una placa del siglo XVIII, o cubiertos por las ofrendas a un ídolo que construyó su propio Neverland. Pero hace poco descubrí que mi búsqueda de los rastros de Lasso en la cartografía de Munich no era nada original: en la edición del lunes 8 de diciembre de 1851, el corresponsal en Munich del Allgemeine Musikalische Zeitung de Leipzig, Prof. Schafhäutl, publica un estudio acerca de los últimos días del que llama Fürst und Phönix der Musiker. Allí supe que el monumento funerario de Orlando di Lasso se conserva, desde el siglo XIX, en el Bayerisches Nationalmuseum, ubicado en la Prinzregentenstrasse.

El dato me tomó por sorpresa. En los meses que viví en Munich visité varios museos, pero nunca ese, a pesar de que pasé por su puerta innumerables veces. Mi primera reacción al leer que allí estaba, si no la tumba, al menos el monumento funerario de Lasso, fue lamentar no haberlo visitado en alguna de las caminatas en las que mi compañera y yo nos sorprendíamos descubriendo cosas que no sabíamos que estaban allí; huellas de algún pasado más o menos remoto, pero cercanos para nosotros a causa de los libros, de la música o el estudio. La segunda reacción fue imaginar que era mejor así. Que esa melancholia hyponcondriaca que le habían diagnosticado a Lasso era la que iba haciendo que sus rastros se fueran esfumando, que siempre se nos escapara. "In darkness let me dwell". La imagen cubierta por flores destinadas a otro; el monumento funerario camuflado entre las atracciones de un museo histórico; la tumba errante en la que su nombre no aparece.

Su epitafio es una hermosa metáfora sobre la voz humana, una especie de versión musical del enigma de la Esfinge:

Discant hab ich als Kind gesungen
Als Knabe weiht’ ich mich dem Alt
Dem Mann ist der Tenor gelungen
In Tiefen jetzt die Stimm' verhallt.
Laß, Wandrer, Gott den Herrn uns loben
Sei dumpfer bass mein Ton
Die Seele bei ihm oben!


necrónicas I: historia de un soldado



Alguno dirá que es un regalo más propio de una Navidad à la Tim Burton que de unas fiestas familiares en el campo. Puede ser. En cualquier caso, obedecí una sugerencia supraliminal de mi hermana y le regalé, el pasado 24 de diciembre, Alguien camina sobre tu tumba, a.k.a. "crónicas de una catadora de cementerios", de Mariana Enriquez. En breve –para cuando esté publicada esta entrada, ya lo habrá terminado– me lo deberá prestar, como contrapartida del préstamo del libro que ella me regaló a mí, El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza. Con eso pueden darse una idea de lo ligeras y luminosas que son las lecturas familiares de verano.

De todos modos, esta no es una entrada acerca de lecturas familiares. Ocurre que diversas cuestiones me mantuvieron alejado de esta revolucionaria plataforma de comunicación –el comentario es irónico, pero para los que se hacen los superados porque abandonaron el blog para volcarse a Twitter, les recuerdo que, como ya ha sido demostrado, NADIE lee los tweets, tampoco–, pero este intercambio de regalos navideños funcionó como catalizador para esta extensa entrada. Ocurre que hace rato que quería comentar un par de experiencias necrológico-musicales y no encontraba el modo de enlazarlas. La inesperada convergencia de estos libros me dio una clave posible.

La cosa es más o menos así: el año pasado, como parte de los festejos por el bicentenario wagneriano, organizamos con mi compañera una mini-gira europea para asistir a algunas funciones que los teatros alemanes habían programado como homenaje a su tótem. La crónica de esa experiencia musical puede leerse en parte aquí y también aquí, pero, como podrán imaginarse, unas cuantas cuestiones quedaron fuera de esos relatos parciales. No había encontrado la ocasión para comentarlas, hasta ahora, cuando la lectura de algunos relatos de visitas a cementerios unió los puntos sueltos (y ahora que lo pienso, hace unos años escribí, en este mismísimo blog, una breve anécdota de una lejana peregrinación a la tumba de Wagner, así que no será esta la primera "necrónica" en estudio de noche).

El primer episodio al que me refiero tuvo lugar en Leipzig, en el Alter Johannisfriedhof, el cementerio más antiguo de la ciudad, con tumbas que se remontan al siglo XIII. Ahí, según había leído, habían trasladado los restos de Johann Cristian Woyzeck después de su ejecución, la última que se hizo en la plaza pública de la ciudad, en 1824. El caso fue lo suficientemente notable como para que Georg Büchner basara una obra de teatro que, años más tarde, se transformaría, también, en una de las más grandes óperas del siglo pasado: Wozzeck de Alban Berg.

La historia es relativamente conocida: huérfano desde los 13 años, Woyzeck comenzó a trabajar como aprendiz de barbero y finalmente se alistó en el ejército. Nunca se casó, pero mantuvo relaciones con varias mujeres. Con una de ellas llegó a tener un hijo, al que abandonó. Su última relación fue con Johanna Woost, viuda de un cirujano, con la que mantenía fuertes discusiones, por lo general motivadas por los celos. La última, el 21 de junio de 1821, terminó con Woyzeck acuchillando a Johanna y entregándose a las autoridades, que lo sometieron a un juicio al cabo del cual fue sentenciado a muerte. La decapitación tuvo lugar el 27 de agosto de 1824, en la plaza del mercado.


Conocí la historia a través de la ópera de Berg, a su vez basada en la pieza teatral de Büchner. Allí Woyzeck se convierte en Wozzeck (por razones musicales, según explicaba Berg), y un mismo personaje, Marie, es la madre del hijo de Wozzeck y su víctima. No hay un intento por justificar el femicidio, pero sí un asfixiante retrato de los sometimientos padecidos por Wozzeck a manos del Capitán y del Médico (así, con mayúsculas, no por una mala traducción del alemán, sino porque esos personajes no tienen nombre). Varios detalles de la ópera y de la obra de teatro tienen su correlato en la trágica historia original: desde el comienzo en el que Wozzeck afeita al Capitán –en alusión al primer oficio del soldado– hasta los delirantes diagnósticos del Médico: durante los tres años que duró el juicio de Woyzeck en Leipzig, los forenses hablaron de depresión, esquizofrenia y otros trastornos de la personalidad del acusado. El propio Büchner recurrió al informe oficial del Dr. Johann Christian August Clarus para informarse sobre el caso. En el paso a la literatura y la música, las cuestiones de clase cobran mayor relieve: si hubiera que encontrar la frase que condensa todo el sentido de la ópera, habría que poner el acento en ese "Wir arme Leute" ("nosotros, los pobres") suspirado por Marie y dos veces repetido por Wozzeck.

En mi anterior visita a Leipzig no había reparado en que esa había sido la ciudad en la que había transcurrido toda esta historia. No era desinterés, sino el hecho de que el pequeño centro de la ciudad está saturado de referencias musicales y literarias que hacen difícil recordar, además, la historia de un soldado femicida. Era un 31 de diciembre, y la taberna de Auerbach, la iglesia de Santo Tomás, la tumba de Bach, el monumento a Wagner, la Gewandhaus y las casas de Mendelssohn y Schumann acapararon el interés turístico, y motivaron un justificado reproche de mi compañera, a causa de la desenfrenada carrera por las calles de Leipzig –por supuesto, ella tenía razón: las pretensiones de no dejar esquina sin fotografiar no tenía sentido y, por otra parte, "siempre se puede volver", como apunta Dylan… "aunque nunca se vuelve del todo". En cualquier caso, volví a Leipzig casi dos años después, a causa del reestreno de Las hadas, la primera ópera escrita por un jovencísimo Richard Wagner. Y entonces fue el turno de una visita al tenebroso Völkerschlachtdenkmal, en las afueras de la ciudad, y un paseo matinal por el viejo cementerio, en busca de las tumbas de Woyzeck y Johanna.

Eran los primeros días de abril de 2013. No hacía mucho frío, pero todavía había algunos rastros de nieve sobre las tumbas. Originalmente, el cementerio estaba ubicado detrás de la iglesia de San Juan, destruida durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora funciona allí un museo, desde el cual es posible acceder al camposanto. Hay otra entrada lateral, pequeñísima. En ese sector están las tumbas de fines del siglo XIX, las últimas que fueron habilitadas. Muchas están destruidas, y los charcos de nieve le daban un aspecto aún más triste al cuadro. Encontré, casi sin darme cuenta, las tumbas de la madre y la hermana de Wagner. Había algo de curiosa justicia poética en ese hallazgo: cuando visité la tumba de Wagner en Bayreuth, la imagen que venía de inmediato a la mente era la del compositor consagrado, el autor de Tristán e Isolda, de Parsifal, de la Tetralogía. Aquí, en cambio, la modesta lápida de Johanna y Rosalie Wagner, en la ciudad natal del compositor, evocan otra época: la de la promesa, los comienzos de una carrera titubeante, la del apoyo que esas dos mujeres le dieron a las veleidades artísticas de un muchachito insoportable, que se creía un genio aunque todavía no lo había demostrado.

Pero no había rastros de la tumba de Woyzeck o de la Johanna Woost. Desde luego, no esperaba encontrar nada muy llamativo: al fin de cuentas, no es de esperar que un asesino ejecutado en la plaza pública haya sido enterrado con honores. Pero el caso había sido lo suficientemente célebre en su tiempo como para imaginar, al menos, algún tipo de rastro, si no del criminal, al menos de su víctima.

En uno de los ángulos, una serie de lápidas herrumbradas daba cuenta de trabajos de restauración en curso, o acaso abandonados. Como pude averiguar, muchas de las tumbas más antiguas se habían deteriorado con el paso del tiempo. Otras nunca habían sido marcadas: eran fosas comunes utilizadas en épocas de epidemias, en el siglo XVI, o, las más recientes, en tiempos de la batalla de 1813, la misma celebrada por el Völkerschlachtdenkmal que estaba a punto de visitar. De la trágica historia de Woyzeck no quedaba nada. El manto de olvido, al parecer, cayó tempranamente: en el volumen Der Friedhof zu Leipzig in seiner jetztigen Gestalt editado por Heinrich Heinlein en 1844, que detalla una a una todas las inscripciones fúnebres del cementerio, no menciona una sola vez los apellidos Woyzeck o Woost. Imagino que muchas de las personas que asistieron a aquella última ejecución pública en la ciudad, en 1824, todavía vivían en 1844 cuando Heinlein publicó su libro, un curioso ejercicio de fascinación y nostalgia ante los cambios que sufría una ciudad en vías de modernización. "Las palabras de amor y de recuerdo grabadas en mármol y granito", escribe el cronista, "tarde o temprano deberán sucumbir, hasta que el nombre de los que aquí descansan desaparezca para siempre".

El libro de Heinlein es precisamente un intento de conservar la memoria de esos nombres, pero, sin mármol que los recordara, los nombres de Woyzeck y Johanna Woost no se conservaron en las páginas del historiador. La imaginación de Büchner y Berg, al fin de cuentas, resultó ser más duradera que las piedras.