martes, 22 de diciembre de 2015

A-Z


Eterna Cadencia arrancó el año publicando Facsímil de Alejandro Zambra y lo termina publicando Colón: Teatro de operaciones, firmado por un servidor.

En fin.

No voy a hablar del segundo, porque aun cuando el autobombo esté permitido (estimulado, en rigor) en anacrónicos blogs como este, pueden ustedes hacer clic en la imagen de la tapa, que desde esta semana reemplaza la pipa (¿era una pipa, al final, o no?) de Magritte en el borde superior izquierdo de la página y encontrar allí más información al respecto. No faltarán incluso los audaces que quieran leer el libro, y para ellos estarán siempre abiertas las ventanas de este sitio, para dejar sus pareceres, observaciones o esos vitriólicos insultos característicos de los lectores de las páginas de cultura.

Zambra, entonces. No es la primera vez que se recomienda su lectura en este blog (ya se lo hizo aquí y aquí, por ejemplo), pero por las dudas reitero que Bonsái (2006), La vida privada de los árboles (2007), No leer (2010), Formas de volver a casa (2011), Mis documentos (2013) y, ahora, Facsímil son de lo mejor que se puede leer en nuestro idioma. Y como no me gustan las exageraciones, diré simplemente: Zambra es el mejor de todos.

Para que se den una idea: Facsímil bien podría haber sido escrito a cuatro manos por Nicanor Parra y Roberto Bolaño, en aquel mítico encuentro en Las Cruces, frente a la tumba de Vicente Huidobro.

Pero alcanzaron las dos manos de Alejandro Zambra.


lunes, 30 de noviembre de 2015

Verdi y Wagner en Berlín


La semana pasada coincidieron en Berlín las últimas funciones de la producción de Philipp Stölzl para El holandés errante de Wagner (Staatsoper) y las primeras de Benedikt von Peter para la Aida de Verdi (Deutsche Oper). Lo que al principio parece apenas un divertido contraste (las principales salas de la capital alemana ofreciendo una obra de Verdi y una de Wagner, una obra de juventud y una de madurez, una cuyo título alude a un personaje masculino y la otra a uno femenino, etc.) se convierte imperceptiblemente en algo mucho más serio e interesante después de haber visto ambas producciones: no se parecen en nada y, a la vez, tienen muchas cosas en común. La principal coincidencia: sus puntos débiles no alcanzan a empañar la fuerza de sus momentos más logrados. O, dicho de otro modo, ambas son, por muy diversas razones y a pesar de algunas falencias, experiencias sumamente estimulantes.

Me explico.

El Holandés de Stölzl es, en rigor, la historia de Senta. Hasta aquí, nada nuevo: muchas producciones ponen el eje en la heroína de la historia, aquella que, en definitiva, es la que impulsa la acción hacia adelante gracias a su obsesión con la figura mítica del Holandés. La puesta de Stölzl es el relato de esa obsesión. En una secuencia de una inusual belleza, durante la obertura, vemos a una Senta niña entrando subrepticiamente en la biblioteca, tomando un volumen inmenso y leyéndolo a la luz de las velas. Los cambios en la partitura replican el paso de las hojas, mientras Senta va cambiando su posición en el diván hasta quedarse dormida con el libro en la mano. Así relatado, el recurso parece banal, pero fue un gran modo de introducir el relato, con un enorme cuadro de una tormenta marina que de pronto cobra vida al comenzar el primer acto.

La decisión de hacer de la historia una visión de Senta –algo relativamente habitual en ciertos enfoques de la obra– genera el inconveniente de cómo adecuar ciertas escenas a esa lectura. En la mayoría de los casos, la resignificación de Stölzl funciona precisamente por atreverse a hacer exactamente lo contrario de lo que se espera. Un ejemplo. Wagner dramatiza de una manera muy efectiva el primer encuentro entre los protagonistas: mientras Senta canta el refrán de la balada mirando al cuadro del Holandés, su figura se recorta en la puerta. Senta se sobresalta al observar al hombre de carne y hueso que es el doble exacto del representado en el cuadro. Stölzl hace que la señal musical del sobresalto de Senta responda a otras causas: nosotros, que la escuchamos cantar la balada (¡y que conocemos, además, cómo sigue la historia!) estamos esperando el momento en el que aquello que para la joven era apenas una historia romántica, transmitida por generaciones, se convierta en realidad. La propia Senta está aquí esperando que se cumpla esa profecía y que su padre atraviese la puerta con ese hombre que ella vio entre sueños y que nosotros vimos en el primer acto. Pero no. El que entra no es el doble del cuadro, sino otro: un viejo ricachón, que convenció a Daland para que le cediera a su hija en matrimonio a cambio de una dote cuantiosa. El efecto es inmediato: nosotros, al igual que Senta, nos sentimos engañados.

A partir de allí, lo que sigue es una noche de bodas alucinada, en la que una Senta perdida en su obsesión asesina a su flamante marido y luego se suicida, recreando en su mente la historia del Holandés errante. Una vez más: así enunciada, la propuesta de Stölzl no es necesariamente original. Es, sí, sumamente disfrutable, generando un suspenso que, alterando sensiblemente la historia que cuenta, logra sin embargo transmitir las ideas fundamentales de la obra de Wagner: el encuentro de dos personajes totalmente alienados de sus respectivos universos, y que sólo pueden unirse mediante el recurso a esa alteridad absoluta que es la muerte.

El caso de la Aida de Benedikt von Peter no es tan diferente en su planteo: aquí, como en el Holandés de Stölzl, se retrata la obsesión de un personaje con una figura imposible. Si la heroína de Wagner era Senta, que con su obsesión traía a la vida al personaje del título, para Von Peter es Radamés el que, obsesionado con Aida, alucina una aventura en el antiguo Egipto en la que es héroe, traidor, amante y víctima. La puesta de Von Peter es más ambigua que la de Stölzl, pero el propio director explicita en el programa cuál es la inspiración para su propuesta: el tríangulo amoroso que vivieron el propio Verdi, su esposa Giuseppina Strepponi y la cantante Teresa Stolz, para la que Verdi escribió el papel protagónico de la ópera. Según Von Peter, Amneris es el único personaje que tiene los pies sobre la tierra, la única que advierte aquello que Radamés no alcanza a ver: que su ilusión de ser el héroe del ejército egipcio contra los etíopes, y a la vez obtener el amor de la mujer cuyo reino ha destrozado, es no sólo imposible, sino absurda.

La puesta muestra a Amneris como Strepponi, a Radamés como Verdi y a Aida como Teresa Stolz... interpretando Aida. La intimidad de la vida de la pareja contrasta con las escenas imponentes de los dos primeros actos, en los que la orquesta sobre el escenario, cubierta con un velo, y el coro y los sacerdotes mezclados entre el público otorgan una sensación de irrealidad a todo lo que sucede. Algo así había intentado Von Peter en su puesta de Intolleranza 1960 de Luigi Nono en Hannover (los rostros en las pantallas de TV son un lejano resabio de esa poderosa puesta). No faltaron entre el público las voces que se quejaron por la escena del cuarto acto en la que el "héroe de guerra" Radamés es sometido a juicio. Los recortes de los diarios con las imágenes del horror de las víctimas reales de los bombardeos europeos en Siria, reproducidas además por una pantalla gigante y mediante proyecciones en las paredes de la sala, nos recuerdan algo que, de tan evidente, podríamos fácilmente pasar por alto: Aida es una ópera que se recorta sobre el telón de fondo de una guerra en Medio Oriente.

En ese sentido, las escenas corales resultan particularmente poderosas: cuando Ramfis y el Rey anuncian que irán a la guerra, las voces del coro se van alzando en diversos lugares de la platea, como en una asamblea que va levantando temperatura. Por no hablar, desde ya, del hecho de que estar en un teatro a oscuras, con personas levantándose en la platea al grito de "¡Guerra! ¡Gloria a Isis! ¡Guerra!", le confiere a la producción una involuntaria cuota extra de adrenalina, en esta Europa modelo 2015 que se aproxima a su fin.

sábado, 28 de noviembre de 2015

obras, intérpretes, programas


Tal vez se deba en parte al hecho de entrar por primera vez a la sala, de experimentar con los propios ojos (y oídos) algo que se conocía a la distancia, la sensación de un ámbito a la vez familiar y extraño. En cualquier caso, el concierto que la Staatskapelle Berlin ofreció en la Philharmonie el pasado 18 de noviembre fue especial en más de un sentido.

Uno, desde ya, es el apuntado al comienzo, pero en todo caso eso lo hace especial para mí, y en ese caso no pasaría de ser una de esas veladas que se atesoran en la memoria pero cuya experiencia es, al fin de cuentas, incomunicable. Pero hay algo más, en este caso: no es novedad que la Staatskapelle Berlin –que, creada en 1570, contó entre sus directores a Meyerbeer, Richard Strauss, Erich Kleiber, Herbert von Karajan y, desde 1992, Daniel Barenboim– es una de las grandes orquestas de Alemania. Ya sabía, antes de que comenzara el concierto, que todo iba a sonar muy, muy bien. Y aún así, no estaba preparado para lo que escuché.

Empiezo por el solista: Christian Tetzlaff ofreció una lectura que, a falta de mejores palabras, podría calificar de visceral. Un perfil en el New Yorker lo expresa en términos más precisos: "en una época en la que el sistema de conservatorios ha transformado el virtuosismo técnico en algo habitual, Tetzlaff se distingue por su profunda empatía musical". O, en términos del propio Tetzlaff: "La belleza es enemiga de la expresión." La frase, que podría sonar a una boutade, se entiende perfectamente cuando se lo escucha tocar –y, dicho sea de paso, no es nada que un buen cantante de blues no sepa–: a veces el extremo cuidado puesto en un sonido bello desvirtúa la expresión de ciertas músicas que exigen ciertas asperezas. O, dicho aun de otro modo, la belleza no posee necesariamente un valor universal. El enfoque es especialmente bienvenido en una obra como el Segundo concierto para violín y orquesta de Béla Bartók, que alterna pasajes de un irresistible lirismo con otros de una violencia apenas contenida, sin perder cierto espíritu lúdico, especialmente transparente en el último movimiento. La interpretación de Tetzlaff fue de antología.

Y ahora llego a lo importante, porque independientemente del virtuosismo del solista, de la riqueza del sonido de la orquesta y de la habilidad de su director, Dadiv Afkham, una parte no menor del rotundo éxito del concierto fue el programa. Parece una obviedad, pero cada vez lo es menos: uno va a la sala de conciertos, en primer lugar, a escuchar música. Es maravilloso escucharla por intérpretes de primerísimo nivel, pero todo el ritual cobra sentido, al fin de cuentas, por las obras que se interpretan.

Esto es especialmente claro en el caso de Buenos Aires, en donde muchas veces se sale de los conciertos con la sensación de haber escuchado a músicos extraordinarios ofreciendo programas que no van más allá de cierta rutina, de un puñado de obras más o menos consagradas hilvanadas sin ninguna relación, siquiera sugerida o aparente. O, variante de lo anterior, la sensación incómoda de tener que confiar en los ciclos de música contemporánea para escuchar obras de Stravinsky. Estoy generalizando, desde ya, y no es menos cierto que incluso en la Philharmonie se encuentra uno también con anuncios de programas de no muy alto vuelo. En cualquier caso, el programa de la Staatskapelle ofrecía esa idea de "relato" (repito aquí lo que comenté en otro post, a partir de algunos conciertos especialmente memorables en el CETC), en el que cada obra ilumina a las otras de una manera particular. O, para decirlo aun de otro modo, la sensación de que no se escucharon tres obras, sino una sola, que se despliega en varios momentos.

En este caso, el programa incluía Lontano de Ligeti, el Segundo concierto para violín de Bartók y la Segunda sinfonía de Brahms. Una novela en tres partes, una suerte de per aspera ad astra que, en la tradición musical centroeuropea, es una suerte de motivo recurrente.

martes, 24 de noviembre de 2015

la Weimar del Pacífico

En la sala Simón Bolívar de la Staatsbibliothek zu Berlin, Daniel Hope presentó ayer su libro Sounds of Hollywood. Wie Emigranten aus Europa die amerikanische Filmmusik erfanden ("Sonidos de Hollywood. Cómo los inmigrantes europeos inventaron la música cinematográfica norteamericana", Rowohlt, 2015). Hope completa con este libro el círculo iniciado con el disco Escape to Paradise (DG, 2014) y el documental para la TV Hollywood Sound (2015), que abordaban el mismo tema, pero también avanza en una historia personal, que había iniciado ya con los relatos que integran Familienstücke, un repaso por su propia historia familiar de exilios y persecuciones en varios continentes.

Las historias que se cuentan en el libro, el documental y el disco tienen varios atractivos, aunque curiosamente el disco probablemente sea el menos logrado de los tres formatos (la necesidad de compactar una seguidilla de "grandes éxitos" en unos pocos minutos no le hace justicia a la riqueza de un legado tan vasto). En el libro, en cambio, hay más espacio para explayarse en historias y personajes, aunque no se trata de un estudio histórico académico, sino de una serie de relatos muchas veces en primera persona, conversaciones con testigos de primera mano de los episodios que se cuentan.

La elección misma de los episodios tiene un dejo "cinematográfico": hay algo de comedia de enredos en el modo en el que los músicos de Europa central se enfrentan a los usos y costumbres de la época dorada de Hollywood. El caso de Schönberg es tal vez el más conocido: su exigencia de trabajar codo a codo con guionistas y directores nunca fue satisfecha ("esto no es una ópera", le recordaban una y otra vez, mientras que él replicaba no estar dispuesto a someterse a lo que consideraba una "prostitución"), y así su música nunca llegó a las salas de los cines (ni aun a las de edición). Otros exiliados, como Waxman, Korngold o Previn años más tarde, se incorporaron con mayor éxito a la maquinaria y la transformaron en lo que Ehrhard Bahr llamó la "Weimar del Pacífico", extendiendo la referencia más allá de lo musical para incluir a Mann, Adorno, Brecht y Werfel, entre muchos otros.

A veces la comedia de enredos toma una mueca trágica, como en el caso de Hanns Eisler. Íntimo amigo de Brecht, con el que colaboró en varias oportunidades, escapó a California cuando se desató el terror nazi, para ser luego deportado de los Estados Unidos, de vuelta hacia Berlín oriental, en tiempos de la "caza de brujas" anticomunista en norteamérica. En Berlín se encargó de escribir el himno de la República Democrática Alemana, pero cayó nuevamente en desgracia cuando el libreto para su ópera Johann Faustus fue leído por las autoridades como un texto que no representaba los ideales de la DDR. La ópera nunca fue terminada y Eisler murió pocos años más tarde. Dos veces estuvo nominado para obtener el Oscar a la mejor banda de sonido: en 1944, por Los verdugos también mueren de Fritz Lang (lo obtuvo Alfred Newman por Bernadette, dejando atrás, además de Eisler, a Aaron Copland por La estrella norteña y a Max Steiner por Casablanca), y un año más tarde por Un desolado corazón de Clifford Odets (lo ganó Max Steiner por Desde que te fuiste).

Lo tragicómico del asunto casi no necesita ser subrayado: la música alemana transformó la industria de Hollywood porque esos músicos fueron expulsados de Alemania; y, una vez cumplida la "revolución" en la música de Hollywood, los Estados Unidos se encargaron de expulsarlos nuevamente. Así, perseguidos a veces por ser comunistas, otras veces por no serlo lo suficiente, y casi siempre por ser judíos, la historia de muchos de los grandes músicos del siglo pasado es también un repaso por las innumerables variantes de la estupidez humana. Hace poco, un sitio de noticias apócrifas resumió la sensación en pocas palabras: "Científicos hallan un planeta profundamente preocupado por la posibilidad de que se descubra que es apto para la vida humana".

Ayer, en Berlín, Daniel Hope terminó la presentación de su libro interpretando su propio arreglo de "Kaddish", una de las Melodías hebreas que Maurice Ravel escribió en 1914. Afuera empezaban las primeras nevadas del año.

jueves, 12 de noviembre de 2015

hojas de otoño

(Actualización del post anterior.)

Mientras en Buenos Aires continúa la primavera electoral previa al invierno de nuestro descontento, aquí, en el hemisferio norte (en Düsseldorf, más exactamente), el otoño hace eso que mejor sabe hacer: cubrir las calles con un colchón de hojas secas para incrementar la sensación de melancolía (y si creen que exagero, escuchen esa joya de Schubert llamada "Otoño", que algunos cantantes incluyen, más que merecidamente, en el corazón del no-ciclo Schwanengesang).

Pero no es de Schubert que quiero hablar aquí, sino de otras canciones otoñales, esas que Dylan grabó en el ya comentado Shadows in the night y que ocupan el centro de la escena en el tramo actual del Never Ending Tour. Y si el post anterior giró en torno a la transformación que las propias canciones de Dylan sufrieron después de haber pasado por la experiencia de arreglar e interpretar esas canciones grabadas por Sinatra en los '50 y '60, el tramo actual de la gira interminable (digamos, el tramo de otoño), introduce una inesperada variante respecto de los shows del último verano. Las canciones de Dylan, sencillamente, pasan a un inequívoco segundo plano. No sólo son menos, con casi la mitad del show cubierta ahora con covers. Dylan acentúa su costado crooner y se mantiene, salvo contadas excepciones, en el centro del escenario, moviéndose, intentando unos chaplinescos pasos de comedia para representar las situaciones que describen las canciones, casi todas variaciones sobre el tema de los corazones rotos, los bolsillos vacíos y las botellas llenas. Y el otoño.

Dylan se permite incluso ofrecer un par de standards que no forman parte de Shadows in the night, pero que habrían merecido acompañar esas joyas que son "I'm a fool to want you", "Why try to change me now", "The night we called it a day", "Autumn leaves" (obviamente) y (lo dije en el post anterior pero lo repito aquí) "What'll I do". Las nuevas incorporaciones son "Melancholy mood" y "All or nothing at all" y, como en las versiones de Shadows in the night, como cada noche de la gira interminable, la banda se luce en arreglos pensados para músicos que se conocen de memoria: Charlie "Boyhood" Sexton sigue robándose los aplausos cuando Dylan se mantiene en segundo plano, Donnie Herron toca cualquier instrumento que le pongan adelante, Stu Kimball es el encargado de arrancar cada una de las secciones del show, entrando guitarra en mano como músico callejero, y la base de siempre, más sólida que nunca: George Receli en batería y Tony Garnier en bajo.

Es raro asistir a un show de un artista que escribió casi 1000 canciones, muchas de las cuales cambiaron el curso de la música popular en el último medio siglo, y encontrarse con que la mitad del show está dedicada a canciones de otros. Pero eso es también Dylan, el tipo que desde su programa de radio o desde las pocas entrevistas que concede se dedica a recordar que alguna vez, cuando era apenas un chico de Minnesota, escuchaba esas canciones en la radio, y gracias a ellas decidió convertirse en Bob Dylan.

Como todas esas personalidades que desfilan en I'm not there de Todd Haynes, no importa cuánto se acerque uno a Dylan. Cuando cree que está a punto de entenderlo, ya no está allí.

viernes, 10 de julio de 2015

"Why try to change me now"



Cuando se anunció la inminente edición de Shadows in the Night, 36º lanzamiento discográfico oficial de Bob Dylan, dedicado a standards grabados por Frank Sinatra entre fines de los '50 y comienzos de los '60, la reacción inmediata fue un temblor. De emoción, para algunos; de temor para otros. Un periodista norteamericano lo resumió en pocas palabras: "es un proyecto que puede salir mal de demasiadas maneras". La calidad del primer simple colgado en el sitio oficial de Dylan, sin embargo, –una versión contenida y extraordinaria de "Full Moon and Empty Arms"– parecía despejar esas primeras dudas.

La salida del disco, finalmente, fue recibida con una admiración casi unánime, no sólo por la elección de los temas –una suerte de recorrido nocturno por todas las variantes posibles de describir un corazón roto–, sino también por la interpretación vocal de Dylan y, muy especialmente, por los arreglos, casi todos de una sutileza capaz de convertir al más escéptico: apenas la habitual banda de las etapas recientes del Never Ending Tour (con un Charlie "Boyhood" Sexton en estado de gracia) y muy ocasionales vientos. "Sin piano", enfatizó Dylan en la entrevista que acompañó el lanzamiento.

Y originalmente la idea era hacer un breve comentario del disco, pero se pueden encontrar varios (como este, por ejemplo), así que para qué insistir. Baste señalar que, entre los puntos más altos de un disco breve y rotundo, destacaría personalmente la ya mencionada "Full Moon and Empty Arms", el track que da título a esta entrada y, muy especialmente, "What'll I do", en la que hasta la respiración de Dylan entre los últimos versos es de antología.

Pero hay algo más: a juzgar por el extraordinario show que Dylan ofreció en Bamberg el último 23 de junio  –y supongo que todos los otros shows de la gira europea, pero hablo de ese porque fue el que pude ver y escuchar sin poder creer lo que veía y escuchaba–, Shadows in the Night parece estar cumpliendo en el indetenible itinerario musical de Dylan lo mismo que, veinte años (!) atrás, cumplieron esas otras dos joyas en las que una mirada retrospectiva a la música ajena del pasado anticipaba y transformaba la mirada de las obras propias por venir. Dicho de otro modo: ya casi nadie duda de que la última transformación de Dylan, esa que produjo obras perfectas como Time Out Of Mind, "Love and Theft" y Tempest, tuvo su periodo de gestación en el combo Good as I Been to You y Wolrd Gone Wrong. Shadows in the Night, entonces, puede ser el punto de inflexión para una nueva transformación, que retoma las características de la etapa anterior y las lleva a un nuevo nivel.

Me explico. De 2008 a la fecha, las sucesivas encarnaciones del Never Ending Tour –con pocas modificaciones en la formación de la banda, que en los últimos años parece haber alcanzado su alineación definitiva– cambiaban día a día la lista de temas, pero mantenían un mismo formato: unas quince canciones más dos o tres bises ("Like a Rolling Stone", "All Along the Watchtower", "Blowin' in the Wind"), con apenas un lacónico saludo final de Dylan presentando a los músicos de "su" banda. En ocasiones, algún músico invitado (Mark Knopfler en 2011, por ejemplo, como se comentó aquí), en un formato visualmente sobrio, que concentraba todo el interés en la constante rotación y transformación de las canciones, a veces alterando algún que otro verso clave (alguna vez habría que compilar todas las encarnaciones de "Tangled up in Blue" de 1975 hasta la fecha), "declamando" las palabras en ese ya clásico registro que hace sonar a Tom Waits como uno de los niños cantores de Viena.

Ya no más: los shows de estos últimos meses –insisto, a juzgar por el único show que pude ver, más la lectura de las críticas de otros shows del mismo tramo de la gira– son una experiencia completamente distinta. Por lo pronto, son recitales de más de dos horas, organizados en dos grandes arcos con un intervalo. Al final de la primera parte, con un set list invariable y que inevitablemente termina con alguna de las canciones de Shadows in the Night, Dylan se acerca al micrófono para lanzar un "gracias amigos, enseguida volvemos". Cuando, avanzada la segunda parte, vuelve a sonar uno de los arreglos de Shadows in the night, se sospecha que la velada llega a su fin. La banda saluda pero, a los pocos minutos, vuelve para los bises. Ya no más "Like a Rolling Stone" –la estadística la señala como la más tocada por Dylan, después de "All Along the Watchtower"–: la noche termina con una versión incendiaria de "Love Sick", como si las canciones de esta gira, como las de Shadows in the Night, fueran una suerte de Winterreise del siglo XXI.

Pero el cambio principal, desde ya, no es del marco del espectáculo, sino que se advierte en el modo en que se (re)interpretan las canciones. A diferencia de las versiones "declamadas" de los últimos años, Dylan parece haber recuperado esa faceta de crooner que probó en algún momento, a fines de los 60, en la época de Nashville Skyline y Self Portrait –época no casualmente revisitada hace poco con la edición del volumen 10 de las Bootleg Series–. Dylan canta, aunque ese verbo aplicado a ese nombre le parezca sorprendente a más de uno. Alternando entre el piano (ya no más Korg), la armónica y el micrófono en el centro del escenario, las canciones más recientes y las canciones de siempre se reencarnan ahora en un registro nuevo, al que le cabe la descripción de ese verso de "Feel a Change Comin' on":

Algunas personas me dicen
que tengo la sangre de la tierra en mi voz.

Ojalá esta nueva encarnación del tour pase por Buenos Aires, o por cualquier lugar en el que ustedes estén para verla o volver a verla.

Un último comentario, a título de posdata, acerca de la inminente presentación de Dylan en San Sebastián, con Andrés Calamaro como artista soporte. Creo que ya dije aquí que fue gracias a Calamaro que finalmente pude apreciar el periodo "ochentoso" de Dylan, el último en ser aceptado en mi discoteca personal y todavía con alguna que otra reticencia. A su vez, parece bastante fácil encontrar en el periodo calamaresco de las grabaciones encontradas y El salmón la resonancia de las Bootleg series dylanianas (ya hablé de la relación AC/BD aquí, sin ir más lejos; y aquí y ahora lo hace el proprio AC). Pero hay algo más, que no es ni copia, ni homenaje sino algo más profundo: desde la época de El cantante, Calamaro viene proponiendo una búsqueda de las raíces de su herencia musical –el rock y el blues, pero también el tango, el folklore argentino, el flamenco y hasta la cumbia– que dio forma a sus mejores discos de los últimos años, y que se resume en las discusiones que se entablan en Twitter acerca de si la letra de "Tantas veces" es o no de Calamaro. Lo es, en el mismo sentido en que lo son las canciones de Dylan en las que cita versos enteros de los blues del Delta del Mississippi o pasajes de El gran Gatsby, Confesiones de un yakuza o la Biblia. Las canciones de Calamaro son inconfudiblemente suyas, aunque resuenen en ellas versos de José Larralde o de Homero Expósito. Él es también toda esa música que escuchó.

No es muy distinto el proceso de "intertextualidad" (ahora que está nuevamente de moda la palabra) en uno y otro caso. Se trata de artistas lo suficientemente originales como para dejar que a través de ellos fluyan años, décadas, acaso siglos de tradiciones musicales. También, como Dylan, Calamaro toca cada vez menos y canta cada vez más, dejando que se luzcan los músicos de su banda. Y tal vez a Dylan le quepan esos versos de la canción más dylaniana de Calamaro (al menos desde "Algunos hombres buenos"):

Buen día extraños asuntos de nariz y garganta.
(...)
Buen día, voy a seguir escribiendo canciones.

domingo, 22 de febrero de 2015

el artista



No suelo usar este espacio para hablar de cine y, en cierto modo, tampoco lo voy a hacer ahora, a pesar de que sean algunas películas las que motiven esta entrada. (Acabo de revisar rápidamente el historial del blog y veo que lo que acabo de escribir es mentira: hablé de cine varias veces. Podría defenderme diciendo que, a pesar de todo, es poco lo que se habla de cine en comparación con lo que se habla de música y/o literatura. Podría incluso borrar lo que escribí unas líneas más arriba y empezar de nuevo. O no borrarlo, pero empezar de nuevo, de todos modos. Así, por ejemplo:)

Una vez más uso este espacio para hablar de cine, aunque en rigor no sea estrictamente el cine lo que motiva esta entrada, sino la música en el cine. Y no sólo la música compuesta y/o seleccionada para funcionar como banda de sonido de una película, sino la presencia de la música (o los músicos) como tema, como objeto, como eje alrededor del cual se articula una película, o algunas de sus escenas o personajes.

Me saco de encima rápidamente el aspecto coyuntural de la cosa: en unas horas se entregan los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas norteamericana. Alguna vez seguí esas veladas interminables con fruición, compitiendo con amigos en adolescentes apuestas clandestinas, después me desentendí completamente de todo el asunto, hasta llegar ahora a un comportamiento que a falta de una palabra mejor sólo puedo llamar "adulto", y que consiste en un módico (des)interés, confundiendo algún que otro nombre y secretamente deseando que mi limitado gusto personal coincida con el de un grupo de magnates desconocidos. Así será, supongo, de aquí en adelante, en los años por venir.

Aunque este año la cosa es un poco distinta, porque –no debería ser necesario aclararlo en un blog personal, pero parece que por estos días no se puede dar nada por sentado: lo que sigue son apenas impresiones personales y no una bajada de línea de ningún tipo– algunas de las películas que más disfruté no sólo en el último año, sino en los últimos diez (exagerando un poco, como siempre), son algunas de las que están ahora mismo en encarnizada competencia. Así, me resulta odioso que la fiebre de los premios me obligue a decidir qué experiencia disfruté más, cuando nada me impide decir que salí de ver Boyhood, Whiplash, Birdman y The Grand Budapest Hotel mucho más feliz de lo que era cuando entré (podría incluir también a Ida y a Relatos Salvajes, aunque compitan en otra categoría y hablen de otras cosas), y nada debería a compelirme a asignar un número a cada una de ellas para medir supuestos niveles de placer. Aquí sí la cínica frase de Don Giovanni se vuelve verdadera, y elegir una implica que chi a una sola è fedele / verso l'altre è crudele.

Dicho esto, paso a lo que me interesa de todo este asunto. Que, como dije, es la música. La música de esas películas y la música en esas películas, que es lo que, subterráneamente, y más allá de los méritos cinematográficos de cada nominada –méritos que, al fin de cuentas, no estoy capacitado para evaluar técnicamente–, desataron algunas controversias en charlas de amigos, redes sociales y reseñas cruzadas. Para mí, la cosa empezó con Whiplash (simplemente porque fue la primera que vi de las cuatro que me interesan), sobre la que comenté algo aquí. La discusión que parecía desatar el film de Damien Chazelle era la consabida leyenda de que la entrega de un artista a su arte debe ser total y completa, llegando incluso al sacrificio (en Whiplash el derramamiento de sangre es literal). Ese mismo sacrificio, ese mismo nivel de obsesión lindante con la locura, es también uno de los ejes de Birdman, que no casualmente tiene como banda de sonido casi excluyente una única batería que, en mi imaginación, tenía al joven Miles Teller/Andrew Neiman batiendo los parches.

Así, Birdman y Whiplash recibieron, en diversas dosis, un mismo tipo de crítica: la de haber caído en el estereotipo de que el único genio verdaderamente admisible en el arte es el que se sacrifica hasta la locura o la muerte. Personalmente, creo que el único modo de sostener esa crítica es poner el acento exclusivamente en el último fotograma de cada una de esas películas (no digo más en caso de que algún desprevenido no las haya visto). Porque no me queda claro que Birdman o Whiplash consagren unilateralmente ese estereotipo; en todo caso, sus protagonistas creen en él, lo cual no alcanza para decir que la película nos impone esa misma visión a los espectadores. Dicho de otro modo: las películas no parecen decir que los verdaderos artistas son los genios torturados hasta la locura, sino que nos muestra a artistas que no dudan en cruzar ese umbral en nombre de lo que ellos consideran verdadero arte. Y no parece un procedimiento adecuado –estéticamente, al menos– juzgar una obra a través del juicio a sus personajes.

En los casos concretos: creer que Birdman dice que hay que ser inmolarse ante el altar del arte es ignorar que a lo largo de toda la película se juega deliberadamente con duplicaciones. El par Riggan/Birdman, desde ya, pero también el par Riggan/Shiner (la misma profesión pero diversa mirada) e incluso el par Riggan/Sam (la misma mirada, pero distinta profesión). O, en Whiplash, el par de figuras paternas, diametralmente opuestas, de Fletcher y Mr. Neiman. Estoy siendo deliberadamente vago para evitar spoilers, pero digamos que si esas películas reciben esas críticas parece ser simplemente porque, en las escenas finales, insinúan inclinarse hacia la redención de ese héroe convertido en mártir por la causa del arte.

Pero, en todo caso, se trata de finales que no renuncian a una gran cuota de ambigüedad. Es decir: no hace falta compartir el punto de vista de esos héroes torturados para disfrutar de las películas. Y, fundamentalmente, me resisto a que se llame "estereotipos" a esos puntos de vista, al menos cuando son tratados de la manera en la que lo hacen Birdman y Whiplash. Porque, al fin de cuentas, esos supuestos "estereotipos" tienen una larga y más que reconocida tradición en la propia historia del arte. Tan sólo recurriendo a la memoria (que cada uno completará con títulos de su preferencia o rastreando en Google), obras como El príncipe de madera de Bartók, Die ferne Klang de Schreker, Los cuentos de Hoffmann de Offenbach, la Sinfonía fantástica de Berlioz o Tannäuser de Wagner ponen en escena, en mayor o menor medida, esa misma identificación entre el arte y la vida. O, mejor dicho, la necesidad de sacrificar una en nombre de la otra (y pensé en El retrato oval de Poe, pero ahí no es el propio artista la víctima sacrificial, sino su amada; algo así ocurre también con el artista-vampiro de la maravillosa Elegía para jóvenes amantes de Henze).

También Boyhood tiene dos "estereotipos" musicales enfrentados (uso las comillas para insistir en que no creo que el director los use como tales: al contrario, el mérito de todos los directores involucrados en estas películas reside en que sus personajes no son en absoluto estereotipos), en las figuras de Mason Sr. y su amigo Jimmy. Desaliñados, con cajas de pizza y latas de cerveza vacías, Mason Sr. abandona a sus hijos para "conectarse con su yo", escribe canciones autobiográficas autoindulgentes y termina finalmente "sentando cabeza" y consiguiendo trabajo en una empresa. Jimmy, en cambio, termina haciendo una carrera como bluesman consagrado (y, dicho sea de paso, saliendo de gira con Bob Dylan: apenas un par de apariciones bastan para advertir que Jimmy es el mismísimo Charlie Sexton). Boyhood no nos dice que así son todas las vidas, sino simplemente que así son esas que vemos desfilar ante nuestros ojos. Podremos establecer más o menos empatía con sus personajes, con algunas de sus decisiones. Salvo contadísimas excepciones (precisamente, en las escenas menos interesantes de la película), no se juzga a los personajes, y mucho menos se pretende que los juicios, si los hubiere, sean universales.

Dejé The Grand Budapest Hotel para el final, porque su caso es distinto, aunque relacionado con todo lo anterior. Aquí el artista es apenas el marco de todo el film, ese "Autor" que esconde a Stefan Zweig (el doble, otra vez), y la noción de un arte que deviene artesanía: el film avanza porque todos los personajes cuentan historias y a su vez esas historias cobran vida cada vez que alguien, como la chica en el banco de la plaza en homenaje al Autor (y cuyo doble es ese chico que interrumpe al Autor con sus juegos), vuelve una y otra vez sobre sus páginas. La música de Alexandre Desplat para The Grand Budapest Hotel es casi bartókiana en su invención de un folklore imaginario. Si Birdman, Whiplash y Boyhood, cada una a su modo (central o tangencialmente) discuten el sentido de la figura del artista, The Grand Budapest Hotel simplemente la pone en movimiento, elevando el artificio a obra de arte total.

Lo dicho, pues. Que gane cualquiera, que ganen todas.


(Y a modo de post scriptum: toda esta perorata fue desencadenada por un intercambio de observaciones con la lectora tutelar de este blog. Con la que, dicho sea de paso, alguna vez realizamos juntos el ascenso al Kapuzinerberg de Salzburgo en el que está el busto de Stefan Zweig, y donde fueron tomadas las terribles fotografías que ilustran esta entrada.)

domingo, 11 de enero de 2015

el pudor del blogger

Como esos villanos de las películas de aventuras, que vuelven a moverse cuando uno menos lo espera –bah, cuando menos lo espera el protagonista; no así los espectadores, ya habituados a ese último estertor de peligro que permite que un actor hasta entonces secundario tenga su minuto de gloria al salvar al héroe–, este espacio retoma su programación habitual.

O, en palabras de Frank Costanza al retomar su instinto de cocinero castrense: I'm back, baby!

Diversas cuestiones, que van desde obligaciones académicas a compromisos editoriales, pasando por catástrofes finacieras y vaivenes amorosos –o viceversa– motivaron el extenso hiato que termina oficialmente aquí, para que comience una nueva temporada en este abandonado rincón de la igualmente abandonada blogósfera.

No voy a mentir –tengo entendido que en internet no está permitido hacerlo, especialmente en un blog personal–: durante estos meses de ausencia, unas cuantas cosas que podrían haber sido comentadas en este espacio fueron comentadas en otros. De modo que este primer contacto después de la tormenta se reduce a ofrecer al visitante desprevenido una serie de links para dejar constancia de que, a pesar de la ausencia en este sitio específico, esta primera persona del singular ocupó ocasionalmente otros hospitalarios salones de la matrix.

Así, por ejemplo, pueden leer aquí una reseña de la doblemente póstuma –por compositor e intérprete– Novena sinfonía de Bruckner registrada por Claudio Abbado y la Orquesta del Festival de Lucerna. Unas semanas antes, también para los amigos de Tiempo de Música, había comentado el estreno sudamericano de Coro de Luciano Berio. En diversos números de la Revista TC aparecieron también algunas reseñas dispersas. Por ejemplo, la del maravilloso disco de Miguel de Olaso interpretando la música para laúd de Giovanni Zamboni (en el nº 114), o unas reflexiones previas al estreno de Music for 18 musicians de Steve Reich (en el nº 113). También pueden leer una breve reflexión acerca de la actualidad de la ópera en el flamante número de la flamante MúsicaClásicaBA.

Y hablando de ópera, sobre esas cuestiones versaban mis últimas colaboraciones para Ñ –ya inadecuadas, en el contexto de una postergada adecuación–, que pueden leer aquí y aquí, dedicadas, respectivamente, a la maravillosa La vendedora de fósforos de Helmut Lachenmann y a la mucho menos estimulante Calígula de Detlev Glanert. Y lo escribí ahí pero lo repito aquí: a ver si de una buena vez los teatros líricos de la Argentina se deciden a programar óperas de Hans Werner Henze. No lo digo para hacerme el viejo maniático que reclama que se hagan las obras que sólo a él le gustan, sino porque, ante tantos estrenos de los últimos tiempos –algunos bienvenidos, otros sin mayor sentido–, esa parece ser, hoy, la deuda musical pendiente más relevante en el campo de la ópera. Y, además, porque me gustan esas obras. Mucho. (Y hablando de lo que me gusta: aquí pueden leer también mi contribución a la sección de Tiempo Argentino en la que se recuerda algún disco emocionalmente relevante. En mi caso, Blood on the tracks y su influjo en mi biografía reciente, si es que eso le puede interesar a alguien.)

Pero no sólo de óperas, sinfonías y clusters se vive, así que detallo a continuación otras colaboraciones que pueden consultar si andan con ganas de recibir consejos sobre los libros que pueden llevar a la playa, la montaña, el refugio anti-atómico o el bunker para sobrevivir el apocalipsis zombie. Todas comentadas, bajo estricto y simpsoniano seudónimo, para los amigos de Brandy con Caramelos: la maravillosa novela La parte inventada de Rodrigo Fresán, la colección de artículos Por dentro todo está permitido de Jorge Barón Biza y los Relatos reunidos de Marcelo Cohen.

Y ya que estamos, y para comentar algo en esta entrada que sea original y no un mero repertorio de enlaces para una eventual y anárquica antología: acabo de terminar –"acabar" sería el término más apropiado– la reciente reedición de El pudor del pornógrafo de Alan Pauls (Anagrama). Una obra con cuyo rescate se especulaba hace un tiempo –fue originalmente editada en 1984 por Sudamericana– y que finalmente reapareció treinta años más tarde. "Sin cambiarle una coma", según cuenta el autor en el posfacio.

Después de haber leído otros títulos de Alan Pauls, de Wasabi a la trilogía de las Historias –la del llanto es mi preferida y no sólo de la trilogía–, pasando por la inevitable El pasado y el genial El factor Borges, siempre me provocó curiosidad esa primera novela inhallable. Como todo lo que se adquiere después de tanta espera, y sobre todo cuando esa espera es usada para imaginar detalles de esa experiencia postergada, lo que se obtiene es siempre menos de lo que se había imaginado. No necesariamente por defecto de lo esperado, sino como efecto colateral de la espera misma. No puedo decir que El pudor del pornógrafo no me gustó, pero tampoco puedo asegurar que la releeré en un futuro próximo.

Por lo pronto, hay pequeñas pero reconocibles marcas de la juventud de su autor –mínimos deslices que la construcción de un estilo y una voz reconocibles se encargarían de evitar en obras posteriores–. Esa urgencia –"precocidad" podría ser, otra vez, la palabra más apropiada– es lo que menos me atrajo de la obra. Distinto es, en cambio, el caso del registro deliberadamente impostado del narrador, con sus interjecciones decimonónicas –los ¡oh! y los ¡ah! que, en el contexto de la novela, cobran sonoridades inquietantes–. Porque, en un principio, me obligaron a hacer un gran esfuerzo para habituarme a ese tono inusual. Hasta que, en leves detalles, en palabras o situaciones apenas insinuadas, me llevaron a recuperar, inesperadamente, toda una atmósfera de lectura que había quedado sepultada bajo años y años de otros textos y otras experiencias.

Confirmé esa intuición al leer, en el posfacio del autor, la palabra "terror" o la alusión al latido de un "corazón peligroso" en la novela. En realidad, lo que había entrevisto como telón de fondo de esa novela escrita por un veinteañero era mi propia experiencia como lector adolescente: especialmente esas traducciones de Poe firmadas por Cortázar en las que, entre los pliegues de las obras más fascinantes y releídas, se escondían otras piezas generalmente soslayadas pero que, en toda su imperfección, contenían elementos que reaparecían, por gracia de un lenguaje deliberadamente arcaico, en El pudor del pornógrafo. Elementos de ligera comicidad que podían, en un golpe de ojo, convertirse en una señal ominosa o en un motivo siniestro que, advertimos de pronto, siempre había estado recorriendo el subsuelo de la novela. El motivo del mensajero misterioso, el del espectador que observa por la ventana un espectáculo que lo angustia y sobresalta, el de la pareja que planea un encuentro imposible, el del peligro de que la correspondencia fuese interceptada. En todos ellos me descubría recordando cuentos como La cita, La esfinge o, más previsiblemente, La carta robada. O el crescendo febril de Manuscrito hallado en una botella en mi propia angustia al leer la historia acercándose al inevitable desenlace. Pero, insisto: no tanto en las situaciones de la novela, sino en el lenguaje en el que esas situaciones son ofrecidas, arrojadas al lector. O, para retomar una de las palabras más recurrentes en sus páginas, "entregadas", en todas sus acepciones posibles.

Todo El pudor del pornógrafo puede ser leído como un cruce entre las revistas Penthouse y Blackwood. No está mal, para una primera novela.

Reloj de Gerald Murphy (1925)