martes, 3 de septiembre de 2013

la terrible violencia de los hombres educados


Interrumpo el hiato impuesto por obligaciones académicas y editoriales porque, entre tanta lectura de papers, abstracts y una larga lista de etcéteras, encontré tiempo para leer El camino de Ida (Anagrama) de Ricardo Piglia. Además, y fundamentalmente, la principal lectora de este blog me hizo llegar una queja ante la falta de nuevas entradas. Así que aquí estoy de vuelta, contando las cosas que pasaron en el camino de ida.

Pero antes de pasar al libro, un apunte musical (un viaje, al fin de cuentas, tiene siempre su banda de sonido). Durante los mismos días en que leí El camino de Ida llegó a mis manos el disco … pour passer la mélancolie, con música de Froberger, Fischer, (Louis) Couperin, D'Anglebert, Clérambault y Muffat interpretada por Andreas Staier en un clave francés del s. XVII. La asociación fue espontánea y esperable: de Piglia a Gerardo Gandini y su Anatomía de la melancolía interpretada el mes pasado en el Centro de Experimentación del Teatro Colón, y de ahí a este otro viaje imaginario, en el que uno puede reconocer a los pocos compases si está atravesando territorio francés o alemán. Lo cual ayuda a completar una suerte de mapa de la melancolía musical, en el que los ingleses siguen manteniendo la hegemonía, aunque ahora amenazada por una obra como la impresionante "Suite Urania" de Johann Caspar Ferdinand Fischer, una de las nueve suites del Musikalischer Parnassus en el que cada musa recibe un tratamiento musical acorde a sus características.

Y Urania, precisamente, es, además de la musa de la astronomía, la que se interesa en las cuestiones científicas. Así que probablemente también sea la musa que sobrevoló a Piglia durante la escritura de El camino de Ida, que (y a esto quería llegar) es la más "bolañesca" de las novelas de Piglia. Lo cual, a los efectos de este blog, equivale a decir que es la mejor. Me explico: no digo que haya una búsqueda deliberada de emular a Bolaño. Piglia no necesita emular a nadie, está de vuelta de todo y su voz es claramente reconocible en El camino de Ida. Lo que parece haber allí es algo mucho menos tangible, como una cicatriz casi invisible dejada por la lectura de 2666. Algo así le pasó también a Alessandro Baricco, como ya se comentó (en esta entrada): después de leer 2666, sus libros siguen siendo inconfundiblemente suyos, pero ya no son los mismos. La marca está allí, como la quemadura en el brazo de Ida Brown. Precisamente porque Piglia es un gran escritor es que esa cicatriz es apenas perceptible: es en los jóvenes e inexpertos cachorros bolañistas en donde deben buscarse las citas textuales o los guiños cómplices. Aquí, en cambio, hay simplemente una gran novela.

Pero, insisto, es imposible resistirse a la tentación de encontrar ciertas resonancias que remiten al universo de Bolaño: la descripción de la vida en el campus universitario bien podría llamarse "La parte de los profesores". El camino de Ida tiene, incluso, su propia "parte de los crímenes" en la que se describen minuciosamente los sucesivos golpes del Recycler/Unabomber. No es que la relación entre el crimen y la literatura sea un coto exclusivo de Bolaño, pero el modo en que la literatura atraviesa todas las relaciones de la novela (relaciones de poder, relaciones amorosas, relaciones profesionales, hasta el cuestionamiento del propio tejido social que dramáticamente pone en escena el Recycler) puede leerse como una flecha disparada hacia 2666: cuando algunos personajes hablan de ocultarse en México, es casi imposible no imaginarlos en Santa Teresa. O leer las alusiones a Melville, a Hudson, a Conrad como señales en un mapa secreto cuyo centro conduce al desierto de Sonora. O imaginar a Thomas Munk como una mezcla de Ted Kaczynski y Benno von Archimboldi.

Están, también, las alusiones a la filosofía analítica que podrían hacer pensar en el Concierto del no mundo de A. G. Porta (las otras dos manos de Bolaño en los Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce), la nostalgia de una tierra lejana que despierta un exilio autoimpuesto, un detective anacrónico y el inevitable catálogo de perdedores. Y, por supuesto, también está ese tiburón blanco que da vueltas en el sótano de Don D'Amato y cuya imagen se proyecta a toda la novela, como ese otro sótano misterioso y terrible en el que latía el corazón de Nocturno de Chile.

Insisto, no es que quiera "reducir" la novela a esta única lectura. Es, apenas, una idea. Y, como se afirma en El camino de Ida, la naturaleza tomó la precaución de que las ideas sean invisibles.

miércoles, 22 de mayo de 2013

RW 200



Hoy se celebra el bicentenario wagneriano y este blog no podía dejar pasar la oportunidad de celebrarlo. Basta con teclear "Wagner" en el buscador para advertir que el suyo es uno de los nombres más evocados en estudio de noche, casi al nivel de Roberto Bolaño o, por mencionar a otro artista que cumple años esta semana, Bob Dylan.

No me voy a extender demasiado, para no contribuir a la profusión de textos alusivos que se multiplican en las publicaciones de todo el mundo. Textos como este o este otro. Si todo va bien, espero terminar a tiempo la crónica de una peregrinación por el viejo continente para celebrar el aniversario wagneriano, en la mejor compañía posible, asistiendo en una semana a presentaciones de la primera y la última de las óperas de RW: el alfa y el omega de todo el asunto, de Die Feen (1833) a Parsifal (1882).

Mientras, los curiosos pueden darle un vistazo a Wagner & Me, el hermoso documental de Stephen Fry sobre la problemática convivencia entre su herencia judía y su pasión por el antisemita más famoso de la historia de la música. O, desde ya, aprovechar la excusa que ofrece el calendario y volver a escuchar alguna curiosidad que tengan olvidada en la discoteca, como esta. O acercarse al piano más cercano y tocar el acorde de Tristán, una especie de compulsión personal a la que someto todo teclado con el que me cruzo.

En fin... No se me ocurre, como homenaje, nada mejor que repetir aquí las palabras de Robert Walser, escritas para referirse a la música en general, pero que parecen dedicadas específicamente a la música de ese otro que comparte sus iniciales:

Me falta algo cuando no escucho música, y si escucho música, entonces empieza realmente a faltarme algo.

martes, 21 de mayo de 2013

Der Vampyr



No estuve en la última edición de la Feria del Libro, pero vivo sobre la calle Corrientes: en cierto modo, tengo a mano una suerte de variante permanente y lo-fi, con novedades, ofertas, libros usados, nuevos, incunables, volúmenes provenientes de otros lugares y otros tiempos. Ahí encontré, por ejemplo, un libro ya mencionado en este blog, que alguna vez estuvo en mi biblioteca, y que luego desapareció, acaso vampirizado por algún visitante que lo encontró irresistible. Si así fue, espero que lo haya disfrutado. En todo caso, más que pedirlo prestado, el lector interesado puede acercarse a algunas de las librerías de la zona y llevárselo por apenas $11.90. El libro está firmado por John William Polidori, apareció en el sello Verticales de Bolsillo de la Editorial Norma y se llama El vampiro.

La historia es conocida: atrapados por una tormenta inclemente que duró varios días, Percy Shelley, su mujer Mary Wollstonecraft, Claire Clarmont, Lord Byron y su médico y asistente John W. Polidori se entretenían leyendo cuentos de terror en una mansión cerca de Ginebra. Byron propuso que cada uno escribiera un relato de fantasmas, aunque él mismo fue el primero en abandonar el proyecto, apenas salió el sol. Percy Shelley escribió un cuento breve, Mary comenzó su Prometeo moderno, más tarde conocido como Frankenstein, y Polidori terminaría lo que su amo había dejado inconcluso: la historia de un vampiro, Lord Ruthven, sospechosamente parecido al propio Byron.

La historia, de hecho, fue publicada en 1819 con el nombre de Byron, aunque el poeta se apresuró a aclarar que no era el verdadero autor, y que el crédito le correspondía a Polidori. Unas décadas más tarde, la estrella del Lord Ruthven de Polidori sería eclipsada por la aparición del Drácula (1897) de Bram Stoker, que a partir de entonces fue la referencia ineludible para toda historia de vampiros.

Desde ya, Polidori no es el inventor del relato de vampiros, pero sin duda es el responsable de darle al monstruo el perfil que llegó a nuestros días: un personaje aristocrático, de modales refinados y una insaciable sed de sangre, preferentemente de jovencitas núbiles. Antes, los vampiros eran los protagonistas de cuentos populares de extracción rural, y rara vez frecuentaban los salones de baile de la nobleza europea. Y mejor ni hablar de los pálidos vampiros adolescentes de hoy en día, aburridísimos y grises en comparación de un Nosferatu y, si me apuran un poco, hasta de un Lestat.

El protagonista de la versión de Polidori, Aubrey, se pone al servicio del misterioso Lord Ruthven. Aunque tempranamente recibe pruebas del poder maligno de su amo, nunca las toma en serio. Llega incluso a burlarse de una familia de campesinos griegos que cree en los seres sobrenaturales (un guiño a la tradición rural de las historias de vampiros, a las que el "civilizado" Aubrey considera mera superstición), aún a pesar de las advertencias de la joven y hermosa Ianthe, que intenta convencerlo casi al borde de las lágrimas:

... she begged of him to believe her, for it had been remarked, that those who had dared to question their existence, always had some proof given, which obliged them, with grief and heartbreaking, to confess it was true.

En ese pedido de la pobre Ianthe late el corazón de la historia. Aubrey irá perdiendo amigos, amada y hermana a manos de Ruthven y sólo al final, convertido en un despojo, acabará por reconocer que su amo era un vampiro. No es difícil imaginar en ese Aubrey destruido al final de la historia al futuro Renfield del Dracula de Stoker.

En cualquier caso, la inminente llegada del invierno invita a releer El vampiro de Polidori. Existe también una hermosa adaptación del relato, cortesía de Heinrich Marschner: Der Vampyr (1828) fue una ópera increíblemente popular en su tiempo, precursora del teatro musical alemán de inspiración fantástica, de La flauta mágica de Mozart al Freischütz de Weber, que acabaría de tomar forma con las grandes obras de Richard Wagner.

Así que aquí tienen: un poco de música de vampiros, ideal para una noche de tormenta.


domingo, 28 de abril de 2013

mejor leer


Hace poco más de un año, en noviembre de 2011, viajábamos con A. de Hannover a Milán, siguiendo la ruta del Never Ending Tour de Bob Dylan. Los largos viajes en tren por Europa invitan a la lectura, y entre algunos libros relacionados con nuestra práctica profesional de la filosofía medieval llevábamos también algunos diarios: el Süddeutsche Zeitung de Baviera y La Repubblica italiana (personalmente, me gustaba leer en Italia Il Fatto Quotidiano, pero su circulación no es muy grande, y se limita a algunas grandes ciudades). En La Repubblica, entre las noticias relacionadas con la reciente dimisión de Berlusconi, se anunciaba el comienzo de una nueva sección a cargo de Alessandro Baricco: una vez por semana, a lo largo de todo un año, el escritor turinés dedicaría una columna a un libro. Podía ser un libro cualquiera: no tenía por qué ser una novedad editorial, y ni siquiera tenía que ser un título literario. Libros de ensayo, de historia, filosofía, periodísticos, además de novelas de todas las épocas y latitudes, la única consigna era la de hablar de libros que hubieran afectado al columnista en los últimos diez años.

A todas luces, la vaguedad de la consigna no era sino un modo de justificar, al menos someramente, la verdadera intención del autor: hablar de los libros que se le antojaran. El primer título elegido, además de la presentación de la columna y la explicitación de esos límites autoimpuestos, tenían ese tono entre polémico y burlón, siempre estimulante, propio de los ensayos de Baricco, de El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin a Los bárbaros. Las columnas en La Repubblica comenzaban con un comentario de Open, la "autobiografía" (así, entre comillas, porque en realidad se trataba de la obra de un aplicado ghost writer) de Andre Agassi. No era, desde ya, lo mejor que había salido de la pluma de Baricco, pero no estaba mal, y su lectura era ideal para un viaje: inmediatamente uno podía discutir con el texto, imaginar qué títulos serían invocados en las próximas columnas, o incluso recordar qué libros lo habían afectado a uno en los últimos años, cómo respondería uno mismo al desafío planteado por Baricco. Al fin de cuentas, como sucede con la música, la literatura también ofrece uno de sus mayores placeres en la conversación, con uno mismo o con otros, acerca de los modos en los que nos afecta.

Hace poco, haciendo nuevamente el viaje de Alemania hacia Italia en tren, antes de tomar el vuelo que me trajo de regreso a Buenos Aires, me detuve a elegir algunos libros. Y además de algún título relacionado con la filosofía medieval, me encontré con dos volúmenes de la serie económica de la Feltrinelli que me hicieron recordar aquella experiencia del 2011: uno era La voce di Bob Dylan. Una spiegazione dell'America de Alessandro Carrera, originalmente publicado en 2001, y corregido y ampliado para esta nueva versión de 2011. El otro era Una certa idea di mondo de Alessandro Baricco; y cuando lo hojeé un poco para ver de qué se trataba me encontré con un texto ya conocido: una introducción que hablaba de una mudanza y de una biblioteca, y un comentario entretenido y polémico acerca de Open, la "autobiografía" de Andre Agassi. Lo que tenía en mis manos no era otra cosa que la colección, en formato de libro, de todas las columnas en las que Baricco había hablado de otros libros: los títulos que lo habían afectado en los últimos diez años.

Le di un vistazo al índice y repasé los nombres de los cincuenta libros que, durante todo un año, Baricco había comentado en sus columnas de La Repubblica. Con sólo mencionar algunos comprenderán porqué compré Una certa idea di mondo y comencé de inmediato su lectura: ahí estaban Roberto Bolaño, Javier Cercas, Christa Wolf, Descartes (?), Pierre Hadot, William Faulkner, Truman Capote, Paolo Villaggio y Charles Darwin, entre tantos otros, a merced de la mirada siempre fascinante -aunque muchas veces la fascinación se transforme en deseos de pelea a muerte- de Baricco. Empecé la lectura en el tren, la seguí en el aeropuerto, continué leyendo en el avión, y una inesperada niebla que mantuvo cerrado Ezeiza durante varias horas y nos obligó a desviarnos hacia Montevideo, me permitió terminar el libro con tranquilidad esa misma mañana, antes de llegar a Buenos Aires y retomar las obligaciones acumuladas en estas semanas de ausencia.

Y no sé si Una certa idea di mondo se editará en la Argentina (Mr. Gwyn, el último libro de Baricco publicado en nuestro país, llegó un año más tarde de su aparición en Italia). En todo caso, algunas de las columnas pueden rastrearse en el sitio de La Repubblica. No voy a repetir que los libros que reúnen artículos que hablan de otros libros son una debilidad personal. O sí: lo voy a repetir. Entre paréntesis de Bolaño ante todo, el modelo con el cual comparar todos los demás (a propósito: cuenta Baricco hablando de Bolaño que un escritor amigo, después de leer 2666, le escribió el siguiente SMS: "Leí a Bolaño. Cambio de profesión"). Después: No leer de Alejandro Zambra, De eso se trata de Juan Villoro, Temas lentos de Alan Pauls (estos tres últimos editados por la Universidad Diego Portales de Chile), El hombre que fue viernes de Juan Forn y, en el campo de los escritos sobre música, Escrito sobre música de Diego Fischerman. Y para cuándo, me pregunto, los prólogos con un prólogo de prólogos (no crean que me olvidé de Borges) de Rodrigo Fresán…

Del libro de Baricco, entonces, basta decir que le dan a uno ganas de leer los libros que todavía no leyó, de releer los que ya leyó, y de discutir la idea de literatura que se esconde detrás de ciertas elecciones, de ciertas frases contundentes y provocadoras. Y de revisar, por extensión, esa cierta idea del mundo detrás de todo, mencionada en el título, y que la literatura apenas si alcanza a sugerir, como ese Virgilio que nos acompaña hasta las puertas del Paraíso, sin poder atravesar la última frontera. Como apunta Baricco en la columna dedicada a La luchadora de sombras de Inka Parei: "puedo equivocarme, pero hoy en día, quien tiene mucho talento para escribir un libro, tiene también la capacidad suficiente para comprender que no vale tanto la pena".

Leer, recomendaba Bolaño. Siempre mejor leer.

martes, 9 de abril de 2013

fábulas en música


Acaso uno de los inesperados efectos colaterales de la prolongada agonía del disco sea, en el caso de la ópera, la importancia que en los últimos años parece haber ganado la puesta en escena. Desde ya, no es que se esté descubriendo nada nuevo. La ópera no perdió nunca ese componente teatral bajo cuyo signo nació hace más de cuatrocientos años; pero al fin de cuentas, la segunda mitad del siglo pasado, con la proliferación de grabaciones comerciales y artistas exclusivos de las grandes casas discográficas, colaboró en la consolidación de cierto sentido común que veía a la ópera como un subgénero de ese universo todavía llamado "música clásica".

Pero, aunque parezca innecesario repetirlo, el caso es que esa galaxia musical a la que se alude con el rótulo de "clásica" no existía, por ejemplo, en la época en la que Monteverdi escribió su Orfeo. O, al menos, no existía con los contornos con los que hoy lo conocemos -contornos que, dicho sea de paso, parecen cada vez más difusos, como los de ciertas galaxias-. El género mismo nació como una suerte de híbrido, de "favola in musica", en palabras de Monteverdi, o de "tragedia lírica", como se consolidó en Francia. O, dicho más rápidamente, como un subgénero de lo dramático. Que era, en una época en la que la música era poco menos que una artesanía, el género en el que aspirar a una verdadera altura artística. La música, en todo caso, debía servir a la mayor expresión de ese drama cuya superioridad no era puesta en duda.

Dicho sea todo esto para manifestar mi mayor admiración por dos producciones que tuve la oportunidad de disfrutar en estos primeros meses de 2013. Producciones con diversos problemas en la parte musical, pero impecables desde la concepción escénica y, sobre todo, dinamizados por una enorme imaginación para resolver las muchas dificultades -muy diversas entre sí, por cierto- de los respectivos libretos, uno perfecto hasta el detalle, el otro plagado de lagunas. Y, para ser claro: no quiero decir con esto que no sea importante el aspecto musical. Al contrario: la música es la razón principal por la que uno asiste a una obra de Mozart o de Wagner, como en estos casos. Pero no deja de ser sintomático que, aun cuando puedan encontrarse puntos débiles en el costado musical del asunto, puede ocurrir -o, al menos, me ocurrió a mí- que la profunda empatía que genera la producción le permita a uno salir del teatro sintiendo que participó de una experiencia enriquecedora.

A las pruebas, entonces: las dos producciones que despertaron esta perorata son, en orden cronológico, Così fan tutte de Mozart con puesta en escena de Pablo Maritano, en la apertura de temporada de Buenos Aires Lírica, y Die Feen de Wagner con puesta de Renaud Doucet en la Ópera de Leipzig, una co-producción con los Festivales de Bayreuth que forma parte de los festejos organizados en la ciudad natal del compositor para celebrar su bicentenario ("Richard ist Leipziger", se leía en varios afiches estratégicamente distribuidos en una ciudad plagada de referencias musicales con las que competir: de Bach y Mendelssohn a Schumann y hasta Grieg).

En el caso de Così fan tutte, la principal virtud de la puesta de Maritano es tomarse muy en serio el libreto, acaso el más perfecto y a la vez más criticado de la dupla Da Ponte-Mozart. Evitando caer en la sobreactuación, a veces lindante con lo grotesco, de tantas producciones, aquí no hay ninguna necesidad de sobrecargar el drama. El texto mismo está tan cargado de detalles, de pequeños gestos -pequeños pero elocuentes-, que, paradójicamente, la puesta logra que la ambigüedad de los personajes no sea vista como un modo de ocultar algo, sino, al contrario, de volverlo transparente. Con imágenes visualmente hermosas en varios momentos -algo que a esta altura parece ya una marca de autor: pienso en su Rigoletto en La Plata o en Hippolyte et Aricie con la Compañía de Las Luces- Maritano pone en escena, literalmente, los hilos tras las bambalinas. La casa de muñecas con la que juegan las hermanas, mientras su propia casa se convierte en el teatro de marionetas de Don Alfonso -que, dicho sea de paso, por momentos parece una versión dieciochesca del villano de El juego del miedo- no deja dudas acerca de que todo lo que estamos presenciando no es más que un artificio. Pone, además, a todas las idas y vueltas de la trama en el ámbito, precisamente, del juego. Los "disfraces" de Despina, apenas disimulados, o los de los propios amantes, son una clara señal de no hace falta mucho empeño para engañar a quien quiere ser engañado. Lo mismo ocurre con el coro, una runfla que interpreta con cierto desgano los papeles que les acaban de entregar, sumándose a la farsa, uno imagina, por un poco de dinero o de alcohol. O por el pancho, en este caso preparado con una buena salchicha vienesa.

El caso de la producción de Die Feen en Leipzig es diverso, aunque el resultado es igualmente revelador. La obra no se interpreta casi nunca, en parte porque el propio Wagner y sus herederos se encargaron de "borrarla" del canon: escrita a los veinte años y nunca estrenada en vida del compositor -apenas la obertura y algunos fragmentos fueron incluidos en conciertos en los que el joven Wagner comenzaba a hacerse conocido en los teatros alemanes-, la obra parece el producto de un jovencito ambicioso que quiere demostrar que conoce bien la tradición de la que pretende declararse heredero. Mozart, Weber, Beethoven, y hasta el bel canto italiano del que Wagner siempre se declaró amante -Bellini, especialmente-, Wagner, a sus veinte años, parece querer meter todo en una única ópera. Así como sus obras de madurez -Tristán y Parsifal, especialmente- parecen reducir la acción a lo mínimo indispensable, aquí en cambio constantemente están pasando cosas, los personajes no paran de moverse y de pasar por las situaciones más absurdas, con escenas que parecen una prolongación o un homenaje/plagio a La flauta mágica: Farzana y Zemina son primas hermanas de las Tres Damas, Drolla y Gernot son la variante medieval de Papageno y Papagena, y su dúo es una reescritura del de Mozart, por no hablar de las tres pruebas que debe sortear Arindal, la última de las cuales supera gracias a una lira mágica convenientemente ofrecida por un mago al comienzo del tercer acto...

La música, en cambio, se aparta del universo mozartiano (salvo en el dúo cómico del segundo acto) y se inscribe en la tradición de las óperas fantásticas alemanas que estaban de moda en las primeras décadas del siglo XIX: El vampiro y Hans Heiling de Marschner, Fausto de Spohr y, explícitamente, Carl Maria von Weber, figura central para Wagner, cuya influencia es reconocida por el propio compositor, no sólo en la elección del tema, que remite al Oberon weberiano, sino al espíritu general de la obra, que en sus memorias Wagner vincula al inevitable Freischütz. El espíritu italiano, en cambio, se materializa en los extraordinarios concertantes del final del segundo acto y el comienzo del tercero, acaso lo mejor de la obra, que demuestran que desde muy joven Wagner fue un maestro en lo referido a la escritura vocal. Que esa maestría se deba a la influencia de la música italiana no debería sorprender: no faltan, por caso, algunos guiños a Norma en pasajes del segundo acto. De hecho, independientemente del título elegido para la obra, en plural, la verdadera protagonista es Ada, con un nombre imposible para hablar de esta obra, al menos en idioma español: el "hada Ada" no parece ser el mejor nombre para la heroína de una tragedia. Hay en ella, sin embargo, algún indicio de lo que será la Brunilda del segundo acto de El ocaso de los dioses, una esposa que se siente traicionada por un amante demasiado tonto como para entender las fuerzas macabras que se desatan a su alrededor.

En ese sentido, la elección de Doucet al poner el centro de atención en Arindal fue un acierto notable (aunque no, ciertamente, por el desempeño vocal del tenor). El hallazgo, en todo caso, fue la organización espacial, en tres claros niveles, con sus respectivas leyes: el mundo medieval de la corte de Tramond, el mundo mágico de las hadas, ambientado con un vestuario del siglo XIX y un bosque que parecía tomado del Wonderland de Tim Burton, y, finalmente, una casa de nuestros días, en las que un padre de familia abandona una reunión organizada por su esposa y sus amigas para sentarse a escuchar la música de Wagner y perderse en la partitura, imaginando que él mismo es Arindal, rey de Tramond y prometido de la Reina de las Hadas.

Una vez más, la idea no es nueva. Pero la genialidad de esta utilización de un recurso ya probado (todo lo que se ve en el escenario es el fruto de la imaginación de un personaje) tiene la virtud de servir, además, como explicación para la debilidad dramática de Arindal, constantemente sorprendido por las reglas aparentemente caprichosas de los dos mundos que lo reclaman para sí. En eso, se parece a la Alicia de Carroll: tironeado entre diversos personajes a los que parece difícil tomar en serio, en última instancia no se siente ligado a ninguno, como si sospechara que en el fondo no se trata sino de una fantasía. Todo lo que ocurre lo toma por sorpresa, las hadas lo sumen en el goce o en la locura, y de ahí que, en vez del final feliz de la ópera, con un Arindal al que se le ofrece la oportunidad de ser inmortal junto a Ada (el final del cuento de hadas que imaginó Wagner), lo que vemos es otro final feliz para una pareja que estuvo al borde de la disolución: un padre de familia que apaga la radio y se sienta a disfrutar de los tranquilos placeres de la vida conyugal. Esa distancia establecida desde el inicio con el cuento de hadas hace que podamos sentir una cierta empatía con una historia que no se sostiene si uno se la toma muy en serio.

En ese curioso final feliz se advierte, también, la juventud de Wagner. Más cerca de Don Alfonso, en su madurez acabaría por descubrir la felicidad del hogar gracias a la reiterada infidelidad de sus mujeres.

martes, 12 de marzo de 2013

in limbo

PLAYBOY: ¿Qué le despierta la palabra "póstumo"?
BOLAÑO: Suena a nombre de gladiador romano.
Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer
el pobre Póstumo para darse valor.



Benedicto XVI será recordado no sólo por su viaje de despedida en helicóptero, sino también por haber sido el papa que blanqueó que el limbo no existe. Desde ya, esa revelación tiene a muchísimas personas sin cuidado. Por caso, a José María Muscari, que sitúa la acción de Póstumos precisamente en esa zona nebulosa ubicada entre este mundo y el otro.

Hace poco fuimos a ver la obra con unos amigos. Su crítica se puede leer aquí. Y la verdad es que, mientras conversábamos a la salida del teatro, estábamos más o menos de acuerdo en que la obra era un divertido ejercicio de nostalgia, que generaba una evidente emoción entre el público que reconocía a los actores y a sus personajes, un público que seguramente había crecido con ellos, y que ahora disfrutaba esa hora y media en la que podían recostarse en la butaca, mirar hacia atrás y soltar lágrimas y sonrisas recordando viejos buenos tiempos. Luisa Albinoni, Ricardo Bauleo, Max Berliner, Hilda Bernard, Edda Diaz, Tito Mendoza, Nelly Prince, Pablo Rinaldi, Gogó Rojo, Erika Walner... todos iban desfilando, recordando sus personajes del pasado, evocando a sus compañeros perdidos, intercambiando sensaciones acerca de sus épocas de esplendor y de sus últimos años, lejos de los carteles luminosos de los teatros, los cines, las pantallas de la televisión. Cada tanto, se producía algún chispazo, ecos de alguna lejana pelea de cartel. Una mezcla de Cocoon con Huis-clos.

Lo que nos había desconcertado en un principio era la razón por la que estábamos allí. Póstumos era anunciada, desde su presentación oficial, como "un show filosófico sobre la vida y la muerte". Y la primera reacción, cuando la obra terminó, es que no había allí mucha filosofía. La mayoría de las reflexiones sobre "la vida y la muerte" parecían deliberadamente paródicas, haciendo referencia a cuestiones místicas, a la reencarnación, a los libros de autoayuda, al imperativo de aprovechar cada instante, antes de que desaparezca para siempre.

¿Por qué, entonces, la referencia explícita a la filosofía en el subtítulo de la obra? El paralelo con el Huis-clos sartreano es evidente, pero no alcanza con eso. Mi sensación era que tenía que haber algo más. Estuve varios días intentando pensar cuál podía ser la "moraleja" filosófica del asunto, por detrás de las apelaciones fáciles a "disfrutar el presente" y otras cosas por el estilo. Y finalmente lo vi: el subtítulo me descolocaba porque lo estaba leyendo mal. Póstumos es "un show filosófico", y es "un show sobre la vida y la muerte". Sólo que su contenido filosófico (entendiendo la filosofía en un sentido amplio, y no en el sentido de la disciplina que estudiamos en los claustros universitarios) no está dedicado a las ideas sobre la vida y la muerte, sino a la idea misma de show. Lo más extraordinario de Póstumos, eso que hace que todavía siga pensando en ella después de varias semanas de haberla visto en el teatro, es que nos dice mucho acerca de lo que las sociedades modernas entienden por "espectáculo". Habla de sus protagonistas, de los mecanismos que lo ponen en movimiento, del gran simulacro en que consiste, y de las pequeñas tragedias que se esconden entre sus engranajes.

Eso explica, entre otras cosas, la situación que más de descolocó cuando vi la obra. Al comienzo, todo parece indicar que estamos en una situación como la que plantea Sartre: una suerte de mayordomo va escoltando a distintas personas a una enorme sala. Están muertos, pero ellos no lo saben, o tardan más de la cuenta en advertirlo. Poco a poco se van sumando los "invitados", y cada uno reacciona de distinto modo a la revelación de que ya no están en nuestro mundo, sino en tránsito hacia el otro. Pero de pronto pasa algo que altera esa idea: los personajes comienzan a recordar a sus amigos o familiares muertos, hablan de los funerales que les prepararon y de los que ellos querrían cuando les llegue el momento de la propia muerte. Ahí se produce un sacudón: de pronto hablan los actores, y no los personajes que representan, aún cuando esos personajes sean una versión de ellos mismos. Reconozco que al principio me molestó: sentía que estaban haciendo trampa. Empezaron hablando como si estuvieran todos muertos, y de pronto estaban todos vivos. ¿Qué estaba pasando?

Sólo después caí en la cuenta de que en eso consiste, precisamente, el limbo. En estar muertos, pero no del todo. O en estar vivos, pero no del todo. Y advertí, también, que no se estaba hablando del limbo en el sentido teológico del asunto, sino en el sentido del espectáculo: los actores están vivos cuando suben a escena. Y, como todos nosotros, algún día mueren. Pero entre esa muerte terrenal e irreversible, sufren una especie de condena a un limbo en el que no están muertos del todo, aunque tampoco del todo vivos. Lejos de los escenarios, su momento de gloria quedó definitivamente atrás y apenas si pueden disfrutar de algún que otro reconocimiento callejero por parte de algún memorioso que los encuentra en la cola del banco, mientras esperan para cobrar la jubilación.

La razón por la que me sentí descolocado es el núcleo del asunto: los actores pueden hablar en lugar de sus personajes, porque ellos también están en su propio limbo. Póstumos es la obra en la que podemos asistir al milagro de la resurrección. Por un momento (como en Coccon, como en Despertares) los actores vuelven a ocupar el centro de la escena, a reclamar sus derechos. Nos recuerdan que pasaron gran parte de su vida trabajando para entretenernos, y que les debemos algo más que simplemente olvidarlos o dedicarles un recuerdo únicamente cuando mueren. Al fin de cuentas, parece que Muscari intentó lo mismo que el papa: convencernos de que la idea del limbo es algo que debe dejarse atrás.

martes, 12 de febrero de 2013

Trías, Bruckner y el silencio

Ayer se conoció la noticia de la muerte del filósofo español Eugenio Trías (Barcelona, 1942-2013). La mención en un blog como este es casi obligatoria, dada la especial atención que Trías dedicó, en toda su obra, a la reflexión acerca de la música. Personalmente, no comparto muchas de sus observaciones, lo cual no es necesariamente una crítica hacia él y sí, quizás, una forma de autocrítica. En todo caso, la noticia me sorprendió mientras escuchaba la Segunda sinfonía de Anton Bruckner, acaso uno de los compositores más aptos para un tipo de análisis como el de Trías, alternando entre lo hermenéutico y lo teológico. Así que, a modo de homenaje, me acerqué a la biblioteca y me encontré con esto:


Dice Nietzsche, quizá por propia introspección, que en todo genio subsisten fuerzas ancestrales depositadas en su inconsciente. O que el genio constituye siempre un atavismo que desafía límites geográficos e históricos. No necesita, pues, dar ese paso atrás (Schritt zurück) que, según Martin Heidegger, permite tomar carrera para poder atisbar el futuro. No requiere ningún decreto de la voluntad, ni ningún acto de conciencia, para conocer, intuitiva, instintivamente, lo que constituye su humus propio y específico.

De ahí que sea tan frecuente lo que puede parecer una gran paradoja: ese carácter atávico es, cuando el genio es de verdad, lo que permite al artista o al pensador intervenir como pionero, o como centinela que adivina y presiente el porvenir.

Y en este sentido Anton Bruckner encarna como nadie ese carácter misterioso, hundido en las raíces telúricas y matriciales de la música. Y es a la vez pájaro profeta, para decirlo al modo de la célebre pieza de piano de Robert Schumann, que inaugura el ámbito orquestal y sinfónico del siglo XX.

Resuena en Bruckner un espacio sonoro que es incluso anterior al Barroco, y que todavía parece resistir a la unificación racionalista propia del Barroco tardío, la que sanciona J. S. Bach en sus preludios y fugas para clave.

Le acompaña y encuelve un ámbito sonoro casi renacentista, en el que las líneas de voz se conjugan en contrapunto, de modo que en su autonomía relativa logran producir una conjunción armónica que es siempre efecto y producto, y no a priori "racional", como en la era del basso continuo; la que culmina en el hiper-racionalismo propio del temperamento igual.

Se dice que los órganos, de los que fue gran virtuoso, poseían una forma de armonización que no necesariamente correspondía con el canon que el temperamento igual sanciona y ratifica. Ese carácter de la forma del órgano fue una y otra vez destacado, para criticarlo o para alabarlo, como una de las peculiaridades de sus hábitos de compositor.

Como si sus sinfonías fuesen inmensas, infinitas piezas de un órgano convertido en gran orquesta (pero que mantuviese lo más sustancial de las características de ese instrumento). Se evoca, en este sentido, la utilización de pedales para la modulación, la instalación subitánea en una nueva tonalidad, la utilización de silencios que intervienen como puntos y aparte para permitir esas transiciones propias de un virtuoso del órgano. Respecto a esos famosos silencios brucknerianos debe recordarse que un músico que interpretaba la Segunda sinfonía la bautizó Pausensinfonie, la sinfonía de las pausas.

Silencios propios de la "respiración" del órgano; armonías en las que parece resonar la música del Renacimiento, anterior a la gran revolución barroca; un imaginario icónico y arquitectónico enraizado en el gran Barroco bávaro, el que le albergó y rodeó en su tarea de virtuoso del órgano, sobre todo durante su estancia en Linz. Y unido a todo esto, una fe cristiana inquebrantable en un Dios clemente que, sin embargo, también es o puede ser juez implacable; y que suscita temor, temblor.


En: Eugenio Trías, El canto de las sirenas. Argumentos musicales, Barcelona, Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores, 2007, 382-3.

lunes, 14 de enero de 2013

encuentros con Borges (o "Beck, David Foster Wallace y yo")

Decía, entonces, que me encontré con el nombre de Borges en un par de lugares inesperados. Cierto, no tan inesperado como el tantas veces comentado encuentro en Borges y Mick Jagger, pero al menos lo suficientemente interesante como para obligar a comentar algunos detalles de esos cruces.


El primero involucra a Song Reader, el más reciente proyecto de Beck: una colección de canciones ofrecidas al público en formato de... partitura. Es decir: Beck escribió un puñado de canciones y decidió que, en vez de grabarlas, las publicaría en papel, para que quien quisiera obtuviera una copia y decidiera darles forma y vida (aquí puede leerse el prefacio a la edición de McSweeney's, en el que Beck cuenta cómo todo surgió cuando vio uno de esos libros en los que las canciones de un disco exitoso son transcriptas para voz y piano o guitarra; y cómo, a partir de esa experiencia, pensó en hacer el camino inverso).

Lo que a primera vista parece una excentricidad más del bueno de Beck -y, para algunos, apenas un ejercicio de nostalgia por las viejas épocas en las que las partituras de las canciones populares se vendían de a millones- es en realidad una demostración de hasta qué punto la música continúa siendo, como siempre, una experiencia física, emocional y, al fin de cuentas, colectiva. Basta darse una vuelta por la página oficial del proyecto para ver literalmente cientos de versiones de esas canciones, interpretadas por personas de todas partes del mundo, algunas de las cuales colaboran entre sí para hacerse llegar diversas piezas que luego son ensambladas y subidas a la web. Como comenta el propio Beck en su prólogo, para escuchar cómo suenan estas canciones hay que tocarlas. O, en todo caso, escuchar cómo las tocan otros, cada uno a su modo, configurando una suerte de disco potencialmente infinito.

Pero, ¿dónde está Borges en todo esto? En una entrevista publicada en el propio sitio de la editorial McSweeney's, Beck cuenta cómo se inspiró, para el diseño de cada una de las partituras, en las viejas publicaciones de música popular que se vendían en la primera mitad del siglo pasado (para nosotros, la referencia más cercana es seguramente la del tango). En ellas, cada espacio de la hoja era aprovechado. Si la canción terminaba una página antes del último pliego, la contratapa se utilizaba para promocionar otras canciones de los mismos editores, a veces con una imagen, una breve descripción, o incluso un fragmento de esa pieza. Así es que varias de las canciones de Song Reader terminan con fragmentos de otras canciones, deliberadamente inconclusos, en un juego que el propio Beck define como "borgesiano":

Me atraía la idea de que, con todos estos fragmentos de canciones, existía una suerte de aspecto borgesiano ["Borgesian"] para todo el asunto, en el sentido de que uno se pregunta si esas canciones existen realmente. Uno podría imaginar que, más allá de esos fragmentos, podía existir algo milagroso, aunque probablemente se haya perdido.

A propósito, uno de esos fragmentos posee una versión interpretada por este humilde servidor. La pueden encontrar mientras rastrean las diversas canciones subidas en el sitio de Song Reader, o pueden ir directamente a este link y escuchar (¡y descargar!) los menos de dos minutos de la borgesiana "There's a sarcophagus in Egypt with your name on it". Algo supuestamente divertido que probablemente vuelva a hacer.

Y así llegamos entonces a la segunda referencia "borgesiana".

El "libro" en cuestión, con las comillas del caso, es The Pale King de David Foster Wallace. Ante todo, dos aclaraciones: voy recién por la mitad de sus más de 700 páginas (gracias, de paso, a mi hermana por semejante regalo). Pero al ser esto apenas una serie de observaciones y no una crítica o un comentario más o menos extenso, basta con aclarar que lo que se diga a continuación acerca de The Pale King vale, al menos, para esas primeras 337 páginas. La otra aclaración tiene que ver con las propias características del libro, publicado póstumamente y que exigió de parte de los editores un trabajo con el material disperso de DFW no muy distinto al que los editores de Roberto Bolaño debieron realizar con 2666, otra novela póstuma y total.

En el caso de The Pale King, el nombre de Borges aparece ya en el epígrafe de la novela. Que no es una cita de Borges, sino de "Borges and I" de Frank Bidart, una suerte de meta-reflexión sobre "Borges y yo" del propio Borges. Un juego de espejos que, deliberadamente, pone todo el complejo universo de la novela póstuma de David Foster Wallace bajo la órbita de la de Borges. Pero no como un satélite cercano, sino más bien como esas galaxias muy muy lejanas que parecen muy similares a la nuestra, pero con pequeños e imperceptibles cambios.

Porque, en rigor, The Pale King no es una novela "borgesiana". Si hubiera que buscarle un antecedente, yo arriesgaría Moby Dick. No tanto por la desmesurada longitud que comparten ambos libros, sino fundamentalmente por el intento por capturar, hasta el último y exasperante detalle, un universo particularísimo, con sus propias reglas. Así como la novela de Melville incluye extensas explicaciones acerca de los diversos tipos de nudos marineros, técnicas para utilizar el arpón y otros aspectos del universo marino, toda The Pale King está construida alrededor del funcionamiento de una de las instituciones emblemáticas de los Estados Unidos, como es la agencia impositiva (IRS). ¿Se imaginan una novela de aliento épico acerca de la ANSES?

En serio: ¿se la imaginan?

...

Exacto.

Lo increíble de la novela póstuma de DFW es que nos sumerge en un universo completamente ajeno y, a la vez, indisolublemente viculado a nuestras vidas. La lectura de The Pale King es una experiencia que lo deja a uno perplejo precisamente por estar leyendo una extensa descripción de los diversos formularios que pueden llenarse en una declaración impositiva y sentir que allí está latiendo el corazón de la literatura. Cómo logra eso DFW es algo que no estoy aún en condiciones de explicar. Y no creo que la lecura de las páginas que aún me faltan logre despejar ese interrogante (a propósito, ya hablé en esta entrada acerca de esos "momentos-Wallace" en los que se produce una epifanía de este tipo).

Lo que sí me parece que puede asegurarse es que, en efecto, la sombra de Borges aparece cada tanto en sus páginas. La del texto "Borges y yo" lo hace indudablemente en esos capítulos en los que el autor aparece en primera persona, saludando a sus lectores y desdoblando su figura como lo hacen el Borges del breve texto de El hacedor y el Frank Bidart que escribe un texto que no se llama "Frank Bidart and I" sino, al modo de Pierre Menard, "Borges and I".

Aparece también en ese extraordinario capítulo #22, en el que un personaje sin nombre nos cuenta, durante más de cien páginas, cómo fue que llegó a trabajar en la IRS. En ese capítulo nos enteramos de una extraña afección, una suerte de variante del mal de Funes, por la cual este pobre hombre, en una etapa de su vida, descubrió que, para él, "leer" implicaba contar la cantidad exacta de palabras de cada discurso, incluyendo el propio. Así, cada acción de este hombre (a veces bajo el efecto de alguna droga) viene acompañada la propia percepción de esa acción, en una suerte de duplicación potencialmente infinita, como potencialmente infinitas son las planillas que los personajes de The Pale King deben llenar en sus declaraciones impositivas.

Como en Moby Dick, no hay aquí simbología posible. No se trata de crear un relato alegórico, sino un análisis microscópico de un universo, precisamente para ir en busca de un sentido, con la constante (y consciente) amenaza de que no exista ningún sentido en absoluto.

Dicho de otro modo, The Pale King podría ser ese libro escrito en las manchas de un tigre.

Y todavía no lo terminé.

viernes, 11 de enero de 2013

sueños, otra vez

Antes de continuar con la habitual programación de este blog y retomar los comentarios musicales (eventualmente literarios: debo una explicación acerca de la reciente conjunción de los nombres de Beck y Borges), me permito abrir un pequeño paréntesis de índole personal. Casi una suerte de llamado a la solidaridad, aunque la verdad es que tampoco es para tanto. En realidad, es apenas una observación acerca de los sueños. No de los sueños en general, sino mis sueños. Y muy particularmente mis últimos sueños. Ténganme paciencia.

No es la primera vez que aparecen los sueños en este blog: se habló bastante de los sueños de Theodor W. Adorno, de los de Walter Benjamin y alguna que otra vez no resistí la tentación de relatar alguno de mi propia cosecha. Pero nada de eso viene a cuento. En realidad, no pretendo contarles un sueño, sino describir una sensación extraña y un tanto incómoda, acaso a modo de exorcismo, que rodea a algunos sueños recientes.

No podría hablar estrictamente de "pesadillas". Creo haber comentado alguna vez que, por alguna razón, desde hace varios años me sucede que, en medio de un sueño particularmente cruento (escenas violentas, a menudo fantásticas, que culminan invariablemente en una o varias muertes, entre ellas la propia) logro advertir que estoy soñando, a pesar de lo vívido de las sensaciones. En esos casos, no me despierto, sino que permanezco en el sueño y aprovecho esa momentánea suspensión de las leyes naturales: si hay un precipicio, me arrojo; si hay zombies, los muerdo yo primero; si una manada de lobos salvajes me ataca, dejo que me muerdan un poco antes de despertar, sintiendo apenas un escozor en las piernas, en los brazos o en el cuello.

Otras veces, ocurre que las circunstancias que me rodean mientras duermo logran colarse en los sueños: recuerdo especialmente un verano en Chile, en el que soñé que estaba en un antiguo calabozo, oscuro, con tenues rayos de sol que se filtraban entre las rejas de una ventana pequeña y alta. Sonaba la música del segundo acto de Fidelio, pero ya no en el sueño, sino en la radio que oficiaba de despertador. Todo mi sueño se había construido a partir de esa percepción inconsciente de la música de Beethoven. El otro caso que recuerdo era una sensación de estar atrapado en un alud, con un peso enorme que me impedía respirar. Cuando desperté, la sensación continuaba, pero se trataba de mi perro que había decidido subirse a mi cama y dormir hecho un ovillo sobre mi pecho.

Hasta aquí, todo parece bastante normal: la percepción, dentro del sueño, de que se está soñando; y la incorporación como elementos del sueño de las circunstancias que rodean al cuerpo que duerme. Supongo que estos fenómenos son relativamente normales. Los sueños de los últimos días, en cambio, son distintos. Ya dirán ustedes si alguna vez les pasó algo por el estilo, y créanme que me sentiría aliviado si supiera que se trata de un fenómeno más o menos frecuente. Para mí, en cualquier caso, se trató de una sensación nueva.

Y es que, por primera vez, había algo que me despertaba desde dentro del propio sueño. Pero no como ocurre generalmente, cuando es uno el que se despierta para protegerse de alguna imagen atroz o angustiante. En esos casos, uno despierta para protegerse de la inminencia de algo desagradable en el sueño. Aquí era al revés: lo primero que pensé fue que era el propio sueño el que se estaba protegiendo de mí, y no a la inversa. Como si yo fuera esa presencia extraña de la que el sueño quisiera mantenerse a salvo. O como si estuviera acercándome a algo, y mi incosciente se resistiera a permitirme alcanzarlo.

En cierto modo, esa reacción que comenté antes, que me permitía saber que estaba soñando y, entonces, soportar cosas que en la vigilia jamás soportaría (disparos, caídas, golpes, ataques de zombies) bien podría haber generado en mi incosciente la necesidad de protegerse de mí mediante nuevos artilugios. Y así, supuse, podría explicarse este nuevo fenómeno. Una adaptación de mi inconsciente, a la manera de esos insecticidas que tienen que ser cada vez más potentes para superar la capacidad de adaptación de los insectos.

El mecanismo es ingenioso: todo funciona como si algo fuera del sueño me reclamara, aunque en realidad no es así. No es el contenido del sueño lo que es falso (eso es, al fin de cuentas, sólo un sueño, y no un engaño), sino que lo que resulta falso es lo que debería estar fuera del sueño, esto es, en la realidad. La sensación es tan extraña, que de inmediato olvido el contenido del sueño, a excepción de ese último tramo que me obligó a despertar. Eso, desde ya, alimenta la sensación de que el propio sueño buscaba expulsarme ya no de un modo violento, como es lo usual, sino mediante un engaño.

Acaso sea más fácil comprenderlo mediante un ejemplo. Lo único que recuerdo de uno de los sueños es que me estaban trasladando en avión a un hospital, podría ser en Europa del Este o en África. Tuvimos que atravesar turbulencias, mientras un médico intentaba estabilizarme. Al aterrizar, el médico se encargaba de discutir con una enfermera los pasos a seguir para mi internación. Desde otra habitación, se escuchaba la voz de otra enfermera que gritaba mi nombre, como si quisiera despertarme. La voz se oía como se oye la voz de nuestros padres cuando nos despertaban para ir a la escuela. Un sonido que se cuela en el sueño desde el mundo de los despiertos, y que finalmente nos arrastra de vuelta a la realidad. Por supuesto, me desperté, pero eran las tres de la mañana, estaba solo en casa y, desde luego, nadie me había llamado.

Otro sueño fue aún más extraño. Debido al calor de estos días de verano, duermo con un pequeño ventilador junto a la cama. Del sueño propiamente dicho no recuerdo nada, salvo el hecho de que, en un momento en el que sentía que me estaba acercando a algo que, aparentemente, estaba buscando, se cortó la luz en mi casa, con ese silencio característico que se escucha en medio de la noche cuando todos los aparatos dejan de funcionar. Y, sobre todo, con el calor que comienza a sentirse cuando ya no funciona el pequeño ventilador junto a la cama. Me desperté, pues, sólo para comprobar que el ventilador seguía funcionando y que la luz, como lo atestiguaba el despertador que no había modificado en nada su pantalla digital, jamás se había cortado. No hacía más calor que el habitual en una noche de verano en Buenos Aires.

Al ponerlos por escrito, los ejemplos parecen menos extraños de lo que me parecieron en su momento, pero eso se deba probablemente a que siempre es necesario tergiversar los sueños para poder poner en palabras una sensación que goza de todas las ambigüedades de las que el lenguaje articulado no es capaz. En todo caso, y para decirlo una vez más, la sensación no era la de esos sueños en los que uno se despierta sobresaltado por lo que soñó, sino de una sensación más extraña, en la que lo que a uno lo sobresalta no es el contenido fantástico del sueño, sino la inesperada normalidad de todo lo que lo nos rodea al despertar. Como si el sueño estuviera luchando más por expulsarnos de su dominio que por encantarnos para permanecer en él. Como si nos arrojara una rama hacia el lado de la vigilia, para que, como perros dóciles y obedientes, corramos a buscarla.

Pero en ese caso, aun si la encontráramos, no tendríamos manera de poder llevarla de regreso.

domingo, 6 de enero de 2013

Gramsci régisseur


Cada tanto, algunas puestas de ópera en el Teatro Colón o el Teatro Argentino de La Plata despiertan polémicas que, con cierta regularidad, reaparecen en las conversaciones en el foyer, en blogs especializados o en algún llamado a programas radiales (sin ir más lejos, a ese programa altamente recomendado que tiene por título "Un Programa de Ópera" y que todos los domingos, entre las 21 y las 23, puede escucharse en Radio Nacional Clásica).

No voy a entrar aquí en detalles o en opiniones personales. Me gustaría en cambio compartir unos párrafos que encontré casi de casualidad en la hermosa edición de los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci que me regaló la persona con la que más disfruto discutir estas cuestiones. La traducción fue hecha con cierta velocidad, así que sabrán disculpar algunas posibles imperfecciones. El párrafo más relevante para la discusión es el último, pero para mayor comprensión del contexto en el que Gramsci ofrece sus reflexiones (que son, en rigor, acerca del teatro, pero que pueden hacerse extensivas a la ópera, como la fugaz aparición del nombre de Wagner parece sugerir), transcribo también algunos párrafos anteriores:

Una primera lectura ofrece sólo la posibilidad de introducirse en el mundo cultural y sentimental del escritor, pero esto no es siempre así, especialmente para los escritores no contemporáneos, cuyo mundo cultural y sentimental es diverso del actual: una poesía de un caníbal acerca de la felicidad que produce un gran banquete de carne humana puede concebirse como bella y exigir, para ser apreciada artísticamente, sin prejuicios "extra-estéticos", una cierta distancia psicológica de la cultura presente. Pero la obra de arte contiene también otros elementos "historicistas" además del determinado mundo cultural y sentimental, y es el lenguaje, entendido no sólo como expresión puramente verbal, que puede ser fotografiado en un determinado tiempo y lugar de la gramática, sino como un conjunto de imágenes y modos de expresarse que no pueden ser absorbidos por la gramática. Estos elementos aparecen con mayor claridad en las otras artes. La lengua japonesa se presenta de inmediato como diversa a la italiana, no así el lenguaje de la pintura, de la música y de las artes figurativas en general: y sin embargo existen también estas diferencias de lenguaje, y son tanto más llamativas cuanto más se pasa de las manifestaciones artísticas de los artistas a las manifestaciones artísticas del folklore en las cuales en lenguaje de estas artes se ve reducido a su elemento más autóctono y primordial. [...]

Existe, desde el punto de vista cultural e histórico, una gran diferencia entre la expresión lingüística de la palabra escrita y hablada y las expresiones lingüísticas de las otras artes. El lenguaje "literario" está estrechamente ligado a la vida de las multitudes nacionales y se desarrolla lenta y apenas molecularmente; si se puede decir que cada grupo social posee una "lengua" propia, sin embargo es posible advertir (salvo raras excepciones) que entre la lengua popular y aquella de las clases cultas existe una continua adhesión y un continuo intercambio. Ello no ocurre con los lenguajes de las demás artes, respecto de los cuales se puede afirmar que actualmente se verifican dos órdenes de fenómenos: 1) en ellos están vivos, por lo menos en una cantidad enormemente mayor que en la lengua literaria, los elementos expresivos del pasado, y podría decirse que de todo el pasado; 2) en ellos se forma rápidamente una lengua cosmopolita que absorbe los elementos técnico-expresivos de todas las naciones que a cada paso producen grandes pintores, escritores, músicos, etc. Wagner ha dado a la música elementos lingüísticos que toda la literatura alemana no ha dado en toda su historia, etc. Ello ocurre porque el pueblo participa escasamente en la producción de estos lenguajes, que son propios de una elite internacional, mientras que puede, con bastante rapidez (y como colectividad, no individualmente), acceder a su comprensión. Todo esto para indicar que en realidad el "gusto" puramente estético, si puede llamarse primario como forma y actividad del espíritu, no lo es en sentido práctico, es decir, cronológico.

Alguno ha escrito que el teatro no puede ser calificado como arte, sino más bien como un entretenimiento de carácter mecánico. Y ello debido a que los espectadores non pueden apreciar estéticamente un drama representado, sino que se interesan sólo a la intriga, etc. (o cualquier cosa similar). La observación es falsa, en el sentido de que, en la representación teatral, el elemento artístico no está dado sólo a partir del drama en el sentido literario; el creador no es sólo el escritor: el autor interviene en la representación teatral con las palabras y la didascalia que limita el arbitrio del actor y del régisseur, pero en realidad en la representación teatral el elemento literario se convierte en ocasión para nuevas creaciones artísticas, que de complemetarias y crítico-interpretativas están pasando a ser cada vez más importantes: la interpretación del autor individual y el complejo escénico creado por el régisseur. Es cierto, sin embargo, que sólo la lectura repetida puede haceer disfrutar el drama tal como el autor lo produjo. La conclusión es esta: una obra de arte es tanto más "artísticamente" popular cuanto en mayor medida su contenido moral, cultural y sentimental es compatible con la moralidad, la cultura y los sentimientos nacionales, mas no entendidos como algo estático, sino como una actividad en continuo desarrollo. El contacto inmediato entre lector y escritor tiene lugar cuando en el lector la unidad de contenido y forma parte de la premisa de la unidad del mundo poético y sentimental; de otro modo, el lector debe comenzar a traducir la "lengua" del contenido en su propia lengua: puede decirse que la situación se asemeja a la de alguien que aprendió inglés en un curso acelerado Berlitz y después lee a Shakespeare; la dificultad de la comprensión literal, obtenida con el continuo auxilio de un mediocre diccionario, reduce la lectura a un ejercicio escolástico pedante y nada más.

En: Antonio GRAMSCI, Quaderni del carcere. Edizione critica dell'Istituto Gramsci, a cura di Valentino GERRATANA, Torino, Einaudi, 2007, v. II, q. 6 (1930-1932), pp. 730-732

viernes, 4 de enero de 2013

las vacaciones de la familia Strauss


Tenía pensado iniciar la temporada 2013 con un comentario acerca de un par de ecuentros con el nombre de Borges en lugares inesperados (el último "disco" de Beck, el último "libro" de David Foster Wallace), pero me pareció un tema demasiado intrincado para el veranito que comienza. Se sabe que estas son épocas en las que los temas serios no abundan y siempre se prefiere abordar cuestiones más ligeras, aptas para leer en la playa o tomando mate en las sierras. En cualquier caso, pronto tendré que escribir sobre esas curiosas apariciones del nombre de Borges, entre otras cosas porque espero haber generado al menos un poco de intriga con esta presentación y, además, porque también deberé explicar por qué puse las palabras "disco" y "libro" entre comillas.

Pero eso, como dije, será en otra entrada.

Ahora, mejor empezar el año de una manera un poco más liviana, proponiendo algo tan antimusical y, al mismo tiempo, tan inseparablemente vinculado a la música como es un ranking.

Y es que hace poco me crucé con el ranking de las películas de James Bond elaborado por Slate, en el que no sólo se intenta ordenar jerárquicamente las películas, sino también a los actores que encarnaron a 007, a las mujeres que oficiaron de ocasional compañera (o de esposa, en ese único y extraordinario caso), a los villanos y, por supuesto, las canciones de la apertura de cada entrega. Y la verdad es que coincido en algunas de las apreciaciones de Slate, pero en otras estoy en amplio desacuerdo. Supongo que para eso están hechos los rankings.

En todo caso, no se trata aquí de ordenar las más de veinte películas de Bond en orden decreciente de calidad, sino de algo igualmente caprichoso: elaborar el ranking de los poemas sinfónicos de Richard Strauss. Del mejor al peor, con el gusto y el capricho personal como guía, aunque con un mínimo intento por justificar la elección, esperando que alguien se enoje lo suficiente como para insultar, proponer órdenes alternativos, sugerir modificaciones o iniciar una de esas intrascendentes polémicas de verano sin las cuales no habría noticias musicales entre enero y marzo. O, por qué no, elaborar su propio ranking, de este compositor o de cualquier otro.

Así que aquí va el tan innecesario como placentero ejercicio de elaborar el top ten de los poemas sinfónicos de Ricardo II:

1. Eine Alpensinfonie, op. 64 (1915): alabar el trabajo de orquestación en esta obra es un lugar común; lo mismo ocurre con esa capacidad casi "cinematográfica" de describir las situaciones (algo que, en su momento, fue esgrimido como una falla antes que como un logro). Pero independientemente de esos ya reconocidos méritos, en un plano más personal reconozco que en esta obra están algunos de los motivos más logrados de Strauss o, al menos, algunos de los que más me gustan: el del ascenso, el de la calma antes de la tormenta, el de la noche y el de la extática contemplación del paisaje desde la cima, en la que de una manera única no se alude al silencio del protagonista con el silencio de la orquesta, sino con una paradójica e irresistible representación musical de ese silencio. El título original de la obra iba a ser El Anticristo, casi como una respuesta (yo diría "prolongación", aunque sobre esto tendré que abundar en otra entrada, me temo) al Parsifal de Wagner. La sensación es que Strauss quería filmar una película al estilo de Terrence Malick. "No tenemos cámaras", le dijo un amigo. "¿Tenemos orquesta?", preguntó Strauss. "Sí", le respondieron. "Entonces no hay problema".

2. Don Quixote, op. 35 (1898): alguna vez dijo Herbert von Karajan que este era su poema sinfónico preferido. Motivos no le faltan: formalmente, la idea de un "tema con variaciones" se adapta de manera única a un personaje que va sufriendo una serie de aventuras que lo van transformando a los golpes, hasta la última y definitiva conversión en Alonso Quijano. Pero, una vez más, el mérito de Strauss no puede ubicarse únicamente del lado formal del asunto, sino en su capacidad para que, como en todas las verdaderas obras maestras, la forma resulte inseparable del contenido. Don Quixote tiene muchos efectos casi "exhibicionistas" (eso que despectivamente se llama "pirotecnia"), desde la dificultad de la parte del violoncello solista que interpreta al caballero, hasta las representaciones de algunas de las situaciones que atraviesa el protagonista. Lo increíble es que, a diferencia de otros poemas sinfónicos de Strauss, estos efectos logran generar una conexión con la obra ausente en otros casos, cuyo exhibicionismo suele expulsar al oyente antes que involucrarlo con la obra (ver, para eso, los últimos puestos del ranking). Una joya.

3. Tod und Verklärung, op. 24 (1891): en muchos casos, Strauss naufraga cuando desea escribir obras "profundas", sea por la naturaleza misma de las referencias extramusicales, sea por el tratamiento concedido a esas referencias. Hay cierto componente lúdico en las mejores obras de Strauss que es innegable. Y no quiero decir con esto que Strauss sea un compositor "ligero", sino que cuando incorpora una cierta distancia con su composición Strauss es capaz de transmitir esa profundidad que no se logra con una mueca de pretendida gravedad, sino con una media sonrisa. O (ver puesto Nº 4) con una carcajada. En cualquier caso, este parece ser un caso en el que Strauss aborda un tema "serio", sin resquicio para la ironía o el jugueteo, y sale airoso. Una obra extrañamente concentrada, menos expansiva que cualquiera de los otros integrantes de este ranking, pero por momentos mucho más intensa.

4. Also sprach Zarathustra, op. 30 (1896): una obra riesgosa, al borde de esa "profundidad" afectada en la que pueden caer los proyectos ambiciosos, pero que en este caso parece salvarse por la propia cuota de irreverencia contenida en la obra que Strauss toma como punto de partida. Probablemente ya no podamos escuchar nunca más ese comienzo de una manera "inocente", pero no sería justo criticar una obra (sean esas críticas positivas o negativas) por sus primeros dos minutos. Pasan muchas cosas en esta partitura, que incluye algunos de los momentos más logrados de su autor (personalmente, en la sección de "las alegrías y las penas").

5. (ex aequo) Till Eulenspiegels lustige Streiche, op. 28 (1895) y Don Juan, op. 20 (1889): difícil ubicar uno de estos dos poemas sinfónicos sobre el otro. Aquí sí que entran a jugar motivos personales, caprichos, gustos, pequeños detalles, o la simpatía que uno pueda sentir por uno u otro protagonista. Las obras son muy similares: ascenso y caída de un personaje "con capacidades morales diferentes", para usar un eufemismo. Las versiones cómica y trágica de una misma historia. Las dos obras son, además, las más breves del grupo, e igualmente encantadoras.

7. Aus Italien, op. 16 (1886): una obra de juventud, que muchos eligen no incluir en el canon de poemas sinfónicos. Hay motivos para defender esa decisión (los cuatro movimientos cerrados en vez de la continuidad del discurso presente en los poemas sinfónicos propiamente dichos), pero en todo caso, tampoco faltan las razones para incluirla en la lista. Es una obra rarísima, una de esas tantas composiciones en las que artistas alemanes manifiestan su absoluta fascinación con todo lo que sea italiano. Acaso lo más comentado de Aus Italien sea la inclusión de "Funiculì, funiculà" en el cuarto movimiento ("Escenas de la vida napolitana"), que le valió al jovencísimo Strauss perder un juicio por plagio, pero a mí siempre me llamó más la atención el segundo ("Ruinas de Roma"), en la que Strauss deja entrever que, antes de convertirse en el heredero de Wagner, podría haberse convertido con igual maestría en el heredero de Brahms.

8. Sinfonia domestica, op. 53 (1904): es muy difícil encontrar gente que hable bien de esta obra. Fue la última que escuché de Strauss, entre otras cosas por esas críticas casi universales a la idea misma que subyace a la composición: la vida del Sr. y la Sra. Strauss, sus peleas, sus sesiones de amor en el lecho matrimonial, y el baño de su pequeño hijito a las 7 de la mañana. Después descubrí que Martha Argerich había interpretado una versión para dos pianos y mis prejuicios se conmovieron (poco, pero se conmovieron). Y decidí darle una oportunidad. La verdad es que hoy en día no debería sorprendernos semejante nivel de autorreferencialidad, sobre todo cuando estamos acostumbrados a una literatura que prácticamente consiste en el inventario de las vivencias de los narradores en primera persona (¡y estoy escribiendo esto en un blog!). Acaso en eso, en el culto a la personalidad que hoy nosotros damos por sentado, Strauss haya sido un adelantado. Y también aquí, como en otros casos, el modelo a seguir parece haber sido Wagner, el mismo que escribió su Idilio de Sigfrido para el cumpleaños de su esposa, después del nacimiento de su hijo. Personalmente, encuentro mucho más inspirada la vida doméstica de Wagner que la de Strauss, pero aún así la Sinfonia domestica no es lo peor de su autor (ver, para eso, el puesto Nº 10).

9. Macbeth, op. 23 (1888): por distintas razones que en el caso anterior, también es difícil encontrar gente que hable bien de esta obra. Es igualmente difícil encontrar gente que hable mal de ella. Es, sencillamente, una obra de la que no hay mucho para decir. Para los que no consideran Aus Italien un poema sinfónico, este es el primer intento de un joven Richard Strauss por abordar la forma. Tenía 24 años. En Macbeth, se nota.

10. Ein Heldenleben, op. 40 (1899): personalmente, la obra más insoportable de Strauss. No por la megalomanía que implica (al fin de cuentas, la historia de la música sería muy distinta sin la megalomanía de algunos artistas), sino sencillamente por lo aburridísima que resulta. Temas horribles, un programa absurdo, una vacuidad sorprendente que, si fue escrita con seriedad, mueve a risa. Y si fue escrita como una broma, se trata de la broma más larga de la historia. Una obra sin gracia.