(allí está la fundamental mirada de Scorsese al archivo musical americano en No Direction Home. Y ya que estamos, no estaría mal un artículo compilando todas las acusaciones de plagio que Dylan recibió todos estos años, con el inevitable título Everything He Could Steal), pero en este caso sin aspirar a ser una mirada documental, aunque sí documentada. A Complete Unknown cuenta la historia que todos conocemos, pero, por si fuera necesario (y siempre es necesario, o al menos así pensaba y así sigo pensando), nos recuerda que lo importante, más que la historia, es cómo se cuenta esa historia. Y la verdad es que entré al cine pensando que la película no me iba a gustar (dispuesto a gritarle "Judas!" al James Mangold que aplaudí de pie en Logan), pero salí feliz de haber pasado un par de horas en compañía de completos desconocidos, en un cine de Gotemburgo. Pocos, eso sí, porque por diversas cuestiones recién alcancé a ir a la última función antes de que la película bajara de cartel.
viernes, 27 de junio de 2025
El maravilloso señor Zimmermann
(allí está la fundamental mirada de Scorsese al archivo musical americano en No Direction Home. Y ya que estamos, no estaría mal un artículo compilando todas las acusaciones de plagio que Dylan recibió todos estos años, con el inevitable título Everything He Could Steal), pero en este caso sin aspirar a ser una mirada documental, aunque sí documentada. A Complete Unknown cuenta la historia que todos conocemos, pero, por si fuera necesario (y siempre es necesario, o al menos así pensaba y así sigo pensando), nos recuerda que lo importante, más que la historia, es cómo se cuenta esa historia. Y la verdad es que entré al cine pensando que la película no me iba a gustar (dispuesto a gritarle "Judas!" al James Mangold que aplaudí de pie en Logan), pero salí feliz de haber pasado un par de horas en compañía de completos desconocidos, en un cine de Gotemburgo. Pocos, eso sí, porque por diversas cuestiones recién alcancé a ir a la última función antes de que la película bajara de cartel.
martes, 19 de julio de 2022
Orfeo en las pampas
Hoy recordé la historia (que mi bisabuelo le había contado a mi abuelo, como parte de la tradición oral de relatos familiares) mientras revisaba versiones del mito de Orfeo y me encontraba con un epigrama de Marcial en el que el poeta describe una curiosa dramatización del sangriento final del poeta tracio:
Adfuit inmixtum pecori genus omne ferarum
et supra uatem multa pependit auis,
ipse sed ingrato iacuit laceratus ab urso.
Haec tantum res est facta par' historían.
Más me llamó la atención la extensa bibliografía secundaria que discute algunos detalles de los versos de Marcial: ¿se trataba de un oso o de una osa? (Respuesta: no importa, la variación de género al referirse a animales no es rara en la poesía latina) ¿Cómo se representaba la escena pastoral en el teatro? ¿Las aves estaban pintadas en un lienzo o pájaros muertos pendían de hilos invisibles sobre la escena? (Respuesta: no importa, pero si les da curiosidad, busquen en Room to Dream cómo fue que David Lynch se las ingenió para filmar la escena final de Blue Velvet). Lo inesperado del final, ¿se refiere a que había un oso verdadero que mató al actor que interpretaba a Orfeo, o al hecho de que un actor disfrazado de oso fuera el que despedazaba a Orfeo, en lugar de las Ménades, como en las versiones clásicas del mito? (Respuesta: lo segundo; el espectáculo al que se refiere Marcial no sería otra cosa que una versión en clave órfica de la damnatio ad bestias romana.)
Pero más allá de esas eruditas discusiones, la pregunta que todavía me da vueltas en la cabeza es otra: ¿cómo llegó un epigrama de Marcial a convertirse en un chiste contado en General Alvear, provincia de Buenos Aires, por varias generaciones de inmigrantes irlandeses?
viernes, 17 de junio de 2022
"He turned around and he slowly walked away"
Ya habrá tiempo de comentar todo lo sucedido entre la última entrada y esta. Pero no quería dejar pasar más tiempo sin anotar rápidamente lo que recuerdo del sueño que tuve anoche, porque ya se sabe lo frágil que es la memoria de esas imágenes que, en el momento, parecen detener el tiempo pero que, al final, como todas, se debilita hasta desaparecer completamente. Quiero decir que ya van varias situaciones muy particulares que me toca vivir en los sueños y que creo inolvidables y que, antes de la primera taza de café, se esfuman para siempre. (Me consuela, en esos casos, la seguridad de que otras imágenes vendrán a reemplazar a aquellas, tan imprevistas como las que, con igual imprevisión, desaparecieron).
En este caso, estaba con varios amigos trabajando en la redacción de una revista que, por alguna razón, estaba ubicada en el Dakota Building. John Lennon estaba con nosotros, rasgando algunos acordes en la guitarra, tarareando melodías desconocidas (o al menos irreconocibles para mí) y actuando un poco como pelmazo, criticando casi todo lo que hacíamos. Pero era Lennon y le perdonábamos cualquier cosa. Cada tanto, deteníamos lo que estábamos haciendo para mirarlo y escucharlo con absoluta devoción. Él parecía enfrascado en sus cosas y no se interesaba demasiado por nuestra revista.
De pronto, mientras revisaba unas pruebas de imprenta de nuestro próximo número, caía en la cuenta de que era 7 de diciembre. Apartaba a algunos de mis amigos y, en voz muy baja, les comentaba: "¡Hoy es 7 de diciembre! ¿Se dan cuenta? ¡Mañana lo van a matar!" Como se saben estas cosas en los sueños, yo sabía no sólo que al día siguiente Mark Chapman iba a matar a Lennon, sino que también sabía que no había absolutamente nada que pudiéramos hacer para evitarlo. Así eran las cosas.
"¿Qué hacemos?" preguntaban mis amigos y me miraban como si yo pudiera dar alguna respuesta (supongo que, tratándose de mi sueño, no les faltaba razón). El tiempo se detuvo aún un poco más; yo miré a Lennon, que tocaba su guitarra vestido de blanco. Muy emocionado, les dije a mis amigos: "Disfrutemos que podemos pasar todo el día de hoy con él. Cantemos con él, escuchemos todo lo que nos diga y llevemos ese recuerdo con nosotros, todo lo que podamos."Me desperté y me sacudí la fina capa de melancolía que me había dejado el sueño.
Roll on, John.
miércoles, 11 de enero de 2017
bitácora de lectura
viernes, 6 de mayo de 2016
volver al futuro
Durante la charla que ofreció en el Salón Dorado del Teatro Colón el martes pasado, Brian Ferneyhough comparó la música con una máquina del tiempo: no sólo por la relación que toda obra mantiene con la temporalidad (la obra es, ella misma, tiempo, Schopenhauer dixit), sino también por el hecho de que una obra, siempre escuchada en tiempo presente, nos llega desde un pasado que está, a su vez, cargado de sus propios recuerdos. "Escribí mi tercer cuarteto en 1986, y esos treinta años que nos separan de él son hoy parte de la obra", dijo (o algo así, estoy citando de memoria). Pero hay más: en la medida en que las obras utilizan procedimientos que cargan en sí varios siglos de historia, cada obra se dispara en múltiples direcciones: un simple canon es ya, por el sólo hecho de ser un canon, un viaje al pasado. Toda tradición sería, así, una máquina del tiempo.
Pocas oportunidades mejores que la de la presentación del Cuarteto Arditti y la soprano Claron McFadden en el Teatro Colón para comprobar la teoría de Ferneyhough: en primer lugar se escucharon los cuartetos Tercero y Cuarto del compositor británico, mientras que la segunda parte estuvo dedicada al Segundo cuarteto de Arnold Schönberg. La relación entre la obra de Schönberg y el Cuarto cuarteto de Ferneyhough es explícita: una está construida sobre el modelo de la otra. La incorporación de la voz humana en ambas obras (versos de Pound reelaborados por Jackson Mac Low en un caso, dos poemas de Stefan George en el otro) es la característica común más evidente, pero el propio Ferneyhough aludió durante su conferencia a la enorme deuda que su obra mantiene con la de Schönberg.

La máquina del tiempo, entonces: en el concierto del Cuarteto Arditti en el Colón el martes pasado, la pieza de Schönberg ocupaba el lugar que, hace casi un siglo, ocupaba el lugar de Beethoven cuando la obra "nueva" era la de Schönberg. Nosotros escuchamos la obra nueva y escuchamos luego esa otra con la que, a un siglo de distancia, la primera dialoga. "Siento aire de otros planetas" cantaba Claron McFadden en el final del Segundo cuarteto de Schönberg, y eso era exactamente lo que estaba ocurriendo. Como el resplandor de las estrellas distantes (también máquinas del tiempo, a su manera), el aire que llenaba la sala del Teatro Colón había sido puesto en movimiento a casi un siglo de distancia.
sábado, 23 de abril de 2016
"good night, sweet prince"
El mundo recordó hoy los 400 años de la muerte de Shakespeare, pero la cita de aquí arriba está dedicada a otra muerte, más reciente y, a su modo, no menos significativa. Pueden encontrarse reseñas acerca de la vida y obra de Prince en casi todo portal musical que se precie, así que la idea de dedicarle aquí unas líneas al "morocho de Minneapolis" (así lo presentaban en la radio cuando lo descubrí, a principios de los '90, mientras descubría tantas otras cosas al mismo tiempo) tiene más el tono de la catarsis que de la crítica. Para eso están los blogs, a fin de cuentas.
Y es que Prince fue una presencia constante en mi aprendizaje musical. Ya sonaba cuando yo todavía no sabía caminar y mi madre sintonizaba la radio, y acompañó (aunque retrospectivamente sería más apropiado decir que disparó) mi despertar hormonal cuando en los canales de música empezó a rotar el video de "Cream" y ese indeleble sanguchito con dos morochas que hoy se ven tan noventas y que entonces me parecían la representación más acabada (ejem) del deseo.
Lo que más aprecio de Prince, lo que hará que me siga acompañando probablemente hasta que ya no pueda escuchar música, es que era absolutamente imposible seguirle el ritmo. Quiero decir: ya era bastante difícil estar al día con cada nuevo disco que salía (de hecho, hay muchos discos que apenas pude escuchar una vez, y otros que todavía no escuché). Pero no era solamente un caso de sobreproductividad: incluso cuando conseguía un disco en el momento mismo de su lanzamiento, la mayoría de las veces me encontraba con un desafío, cuando no con un enigma. El caso más dramático fue cuando, todavía bajo los efectos de Diamonds and Pearls y el disco del símbolo impronunciable (creo que de ese disco llegué a conocer de memoria hasta los díalogos que servían de separadores) hicimos con mi hermana las gestiones necesarias para obtener una de las pocas copias del Black album que llegaron a Buenos Aires en 1994. No entendimos nada de nada. Por lo que a nosotros respectaba, las leyendas sobre las resonancias satánicas del disco podían ser ciertas. Al poco tiempo lo cambiamos, quién sabe por qué disco hoy justamente olvidado (el presupuesto de entonces alcanzaba para un disco al mes, y tener uno que no invitara a ser escuchado una y otra vez era un despilfarro).
Por esa época también me entretenía leyendo cómo en todas las listas de los mejores discos de todos los tiempos prácticamente no había artista que no eligiera Sign 'o' the times, que entonces me parecía razonablemente bueno, pero del que no alcanzaba a captar por qué eran tantos los que decían que les había cambiado la vida. Para mí, Prince era fundamentalmente el de "Cream", el de "Kiss", el de "Money don't matter tonight", el de "Purple rain", el de "Sexy motherfucker", el de "The Continental", el de "Little red Corvette". Y, al poco tiempo, el de "Pussy control", el de "Gold". Pasaron literalmente años (años de aprendizaje, de otras músicas, de otras experiencias) para descubrir todas esas facetas que en una primera aproximación a una obra como la de Prince pueden pasar desapercibidas. Pasaron literalmente años para que descubriera el mundo contenido en Sign 'o' the times, que ahora yo también incluiría en esa lista de indispensables.
Lo increíble de la música de Prince es que no sólo tuve que aprender a escuchar para descubrir los tesoros escondidos en su catálogo, sino que en gran medida fue precisamente su música el motor para ese aprendizaje. Cada uno tendrá seguramente sus momentos preferidos en sus cuarenta años de carrera: como guitarrista (su solo en "While my guitar gently weeps" en el tributo a Harrison, su versión incendiaria de "Whole lotta love" en Las Vegas), como nemesis de Michael Jackson hacia fines de los '80 y comienzos de los '90 (todavía hoy hay quién discute quién era Batman y quién el Guasón en esa batalla; para mi no hay dudas), como compositor de hits de otros ("Nothing compares 2U", "When you were mine"), como improbable sex symbol (¿alguien escuchó entero Hollywood Affair, con Kim Basinger?), como actor, director, productor o adaptador de la Odisea.
Por eso, si tuviera que elegir un único disco que representara lo que significa Prince para mi, elegiría Musicology. Lo conseguí apenas salió en 2004, cautivado por el tema homónimo, por la atmósfera a la vez retro y de vanguardia que era también la del video correspondiente. En estos días de duelo, junto con Sign 'o' the times, es el disco que más escucho y cada vez encuentro más cosas para seguir escuchándolo. Ya desde el título tiene una especie de impulso didáctico, de enciclopedia musical, como si en él estuviera resumida no sólo su carrera, sino la de toda una tradición, que puede ser la del R&B pero que es también mucho más. Con una primera parte para bailar y una segunda para escuchar con atención, Musicology tiene todas las facetas de Prince: la que cautivó a Miles Davis (que dijo en su Autobiografía que Prince era el Duke Ellington de nuestro tiempo) en el swing que logra con Maceo Parker en la segunda mitad del disco; la del control freak que toca todos los instrumentos para que la música suene exactamente como él quiere que suene, en (los que tal vez sean los mejores temas del álbum) "Musicology" y "What do U want me 2 do?"; el desborde que coquetea con el glam y la ópera en la suite "The marrying kind" / "If eye was the man in Ur life" / "On the couch"; el misticismo ecologista en "Dear Mr. Man" (¡una chacona!).
Mientras escribo esto estoy escuchando The Gold Experience y de pronto, al final de "Endorphinmachine", me sorprende esa voz que anuncia (en español, para incrementar la sensación de irrealidad) "Prince está muerto, Prince está muerto".
Y todavía queda tanta música por escuchar.
lunes, 18 de abril de 2016
Fausto vs. Don Juan
En 1829, Christian Dietrich Grabbe publicó en Frankfurt el drama Don Juan und Faust, estrenado ese año en el Teatro de Detmold, en Westfalia. Cruzando los universos del Don Giovanni de Mozart y el Fausto de Goethe (a la manera de Batman vs. Superman, Alien vs. Depredador o la Liga de hombres extraordinarios; "¿cómo no se le ocurrió a Alan Moore?", preguntarán ustedes), la obra imagina a dos personajes legendarios compitiendo por un mismo objetivo: el amor de Doña Ana. – Y hablando de coincidencias, encuentro gracias a un artículo del amigo Thomas Ricklin que en la historia de Gerberto de Aurillac (a.k.a. Silvestre II, papa entre 999 y 1003) se cruzan ya la nigromancia, el pacto con el diablo y una estatua que habla desde el más allá. Todo tiene que ver con todo, al final, y no hay camino que no conduzca a la Edad Media.

La evocación de esta rareza (el texto completo original en alemán está disponible aquí) se debe a que en estos días Buenos Aires fue el escenario de otro encuentro entre Fausto y Don Juan: simultáneamente, el Teatro Colón ofreció la obra de Mozart y el Teatro Avenida, con producción de Buenos Aires Lírica, el Faust de Gounod. Las obras son, desde ya, muy distintas. En cierto modo, podría decirse que la maravillosamente elaborada pieza de Mozart y Da Ponte contrasta con lo unidimensional que por momentos parecen los personajes del libreto que Barbier y Carré imaginaron para Gounod. Pero, claro, eso ocurre en el papel. Cuando la obra cobra vida, lo que se despliega ante nuestros ojos se vuelve inesperado, no importa cuántas veces hayamos escuchado antes cada obra. Como nigromantes, los directores de las producciones son los encargados de reanimar los cuerpos en escena. – Y antes de que se enojen mis amigos cantantes: no estoy disminuyendo en nada la importancia de los intérpretes; es sólo que aquí me interesa poner la atención sobre esa visión general que da o intenta dar sentido a la totalidad de la obra.
A propósito: si alguien dudara de la importancia de esa mirada (todavía persiste cierta idea propia de la era de oro del disco, según la cual el aspecto dramático-visual de un espectáculo lírico es, en el mejor de los casos, una mera distracción y, en el peor, un obstáculo para el goce), las producciones de Don Giovanni und Faust de los últimos días pusieron de manifiesto por qué la dirección de escena es tan importante como la musical para que la obra cobre vida propia y no se convierta en uno de esos fallidos homúnculos que el Dr. Fausto intentaba conjurar en su laboratorio.
Me explico: una visión original (y unos intérpretes comprometidos con esa visión) hicieron de la obra de Gounod en el Avenida un espectáculo notable. Desde detalles geniales como la visión de Fausto en la primera escena (que recuerda la expresión del rostro de Tim Roth cuando Samuel L. Jackson le muestra el contenido de su maletín en la cantina de Pulp Fiction) hasta grandes escenas de conjunto (como la impresionante y pesadillesca secuencia en la iglesia), Faust era, en el escenario del Teatro Avenida, una obra mucho más interesante que en el papel o que en el disco. Desde ya, no sólo gracias a la producción de Pablo Maritano, sino también a la entrega del trío protagónico de Darío Schmunck, Marina Silva y Hernán Iturralde, a la orquesta dirigida por Javier Logioia Orbe, al coro y, en fin, a todos los involucrados en la apertura de temporada de Buenos Aires Lírica.
Lo contrario ocurrió en el Colón. La puesta de Emilio Sagi pareció despojar a los personajes de toda sutileza para transformarlos en criaturas unidimiensionales. Como si se confiara en que la obra se bastara a sí misma, o pudiera sostenerse únicamente gracias a los cantantes. Y al respecto: en diversas reseñas se criticó lo heterogéneo del elenco, con algunos puntos muy altos (el Don Giovanni de Erwin Schrott, fundamentalmente) y otros muy por debajo de lo que podía esperarse. Pero insisto en que, independientemente de la capacidad de los cantantes, la obra se resiente si no hay una visión de conjunto que pueda poner el esfuerzo de cada uno de ellos en un marco más amplio, en un "relato" (digamos) que otorgue sentido a la obra. Allí precisamente estaba la mayor carencia de este Don Giovanni: los personajes eran caricaturas que hacían sus movimientos en el vacío. No es que no hubiera ideas; es que esas ideas (el marco de un espejo acusador, comensales que ignoran que son el plato principal de la comida) aparecían y desaparecían más como notas al pie que como ejes del drama.
Los personajes, entonces: es curioso cómo en dos obras que llevan el nombre de sus respectivos "héroes" (las comillas son deliberadas), son finalmente las heroínas las que cargan el peso de la acción. Si Grabbe escribió Don Juan und Faust en el siglo XIX, hoy estaríamos más cerca de escribir un Doña Elvira y Margarita. Acerca de la importancia de Doña Elvira en el Don Giovanni mozartiano, me remito a los textos del compañero Kierkegaard que alguna vez publicamos en 51-9-10, la revista del Teatro Argentino de La Plata. En cuanto a Margarita, es conocida la anécdota según la cual algunos teatros alemanes presentan la ópera de Gounod con título femenino, supuestamente para subrayar el abismo que separa los valses de la ópera francesa de las brumas sapienciales de Goethe.
En cualquier caso, no sería la primera vez en que un nombre lanzado como invectiva es orgullosamente recuperado por la víctima como afirmación de una identidad. De modo que no está nada mal, al fin de cuentas, llamar Margarita al Fausto de Gounod. Es su tragedia la que presenciamos, no la de un Fausto que, cuando la obra termina, continuará junto a Mefistófeles sus aventuras por tabernas, aquelarres y viajes en el tiempo. Un Fausto que, al ver a Margarita en su celda, deja caer, cínicamente, un "¡Mató a su propio hijo!", como si ese hijo no fuera también el suyo. Una Margarita que tuvo que soportar que su hermano empleara su último aliento para maldecirla en base a una curiosa concepción del honor. O una sociedad que la hostiga cuando descubre en su vientre la marca de la violencia, y luego la condena a muerte por haber canalizado todo ese desprecio para dirigirlo contra ese hijo, contra sí misma. Que un compositor profundamente católico como Gounod haya decidido concluir su obra con el perdón celeste a esa madre infanticida no es el menor de los prodigios de la obra. Acaso allí se cruzan también Don Juan und Faust: en la gracia como tema, como misterio.
En cuanto a Don Giovanni, es claro que el personaje del título es el que ejerce la seducción sobre el público, del mismo modo en que el Guasón es siempre el polo magnético de todo Batman que se precie. Pero al fin de cuentas, la historia cuenta su perdición, y no importa cuán cuestionable sea el Batman de turno, en última instancia deberíamos desear que triunfe, aunque secretamente disfrutemos de cada golpe o risotada del villano. Digo esto porque en la producción del Colón los personajes parecían juzgados de antemano: rodeado de cínicos o estúpidos, Don Juan parecía ser castigado no por su mal comportamiento (violación, asesinato, abuso de autoridad), sino por su despreocupada autonomía. Desde ya, es una lectura posible de la obra. Pero exagerar los aspectos negativos de los supuestos héroes de la historia (el trío "noble" de Ana, Octavio y Elvira) le quita todo interés a una obra en la que ya desde el inicio se nos induce a tomar partido. El final de Don Giovanni es mucho menos interesante sin ese ligero malestar que provoca descubrir de pronto, como en una ráfaga, que debajo de un halo de nobleza se esconden también los monstruos. Si los monstruos están ya desde el comienzo, no hay drama posible; apenas una suma algebraica de arias y conjuntos, un tren fantasma.