martes, 28 de febrero de 2012

historias breves en tel aviv


Hace poco, mi hermana se lamentaba de esos escritores que, poseedores de un talento innegable, no se dedican a cultivarlo, por desinterés o pereza. No dio nombres, pero yo pensé de inmediato en Etgar Keret (Ramat Gan, Israel, 1967), al que la descripción parece venirle como anillo al dedo. Famoso por sus breves (a veces brevísimas) ficciones, no ha faltado el lector entusiasta que asegurara que, del conjunto de todas esas fugaces miradas a las vidas de sus personajes, uno podría obtener un fresco de una época que ameritara llamar "novela" a alguna de sus colecciones de relatos.

Pero no. No son novelas. Y, a veces, ni siquiera son cuentos breves o microrrelatos. La extensión del texto, la cantidad de caracteres (el número 140 es el que está de moda) no tienen nada que ver con el asunto. Más o menos extensos, los relatos de Keret la mayoría de las veces se interrumpen antes de llegar a desarrollarse, espejismos que desaparecen apenas estiramos la mano.

A veces el recurso es uno largamente probado por Borges o Stanislav Lem: un cuento en el que alguien describe brevemente el cuento de otro. Técnicamente, no se trata de relatos dentro de relatos, porque lo que el personaje nos ofrece no es un texto acabado, sino apenas un esbozo, la idea de un cuento que uno sólo puede imaginar, lo que queda de una ciudad después de un bombardeo.

En el caso de Keret, algunos de esos retazos son extraordinarios. Como ese universo en el que uno puede ver únicamente a las personas que ama, y un hombre comienza a preocuparse cuando, en un par de ocasiones, su esposa se tropieza con él. O ese futuro en el que los científicos descubrieron un nuevo método de reproducción humana que permite que, alcanzada una determinada edad x, cada individuo se divida en otros dos de edad x/2. Todos lo hacen, menos uno, que muere pasados los 80 años, para sorpresa de todos los jóvenes que lo rodean. Los dos esbozos aparecen en "Creative Writing", publicado en The New Yorker hace un par de meses.

Otros relatos, como "One Hundred Percent", publicado en LA Weekly en 2007, juegan con otro clásico recurso, a la manera del "There Are More Things" borgeano, del pozo de "El pozo y el péndulo", del mejor Lovecraft: el horror que permanece innominado. Otros horrores agazapados en sus relatos, en cambio, son más reconocibles. Habitante de Tel Aviv, varios de los cuentos de Etgar Keret se asoman a la cotidianeidad de una zona de guerra, a eso que podríamos llamar "inseguridad" en el sentido más estricto, si aquí la palabra no hubiese perdido todo rastro de sentido.

Acaso por su faceta de cineasta además de escritor, lo más parecido a Keret que tenemos por estas tierras podría ser el Alberto Fuguet de Sobredosis. Por la irrupción de una voz atravesada por las inflexiones de una generación inesperada, por el retrato de las zonas oscuras de una sociedad que se pretende sin fisuras pero a la que cada vez le resulta más difícil contener las erupciones internas que amenazan con descomponerla. Pero sólo por eso. En todo caso, lo que sí está claro es que, de un tiempo a esta parte, ya no es tan extraño ver a los escritores diversificando su campo de acción. Y así, Keret también es responsable de eso que ahora se llaman "novelas gráficas", que es la manera de llamar a las historietas con complejo de inferioridad.

La pregunta, entonces, es si esos relatos que a veces parecen escritos a las apuradas, con destellos de genio, podrían convertirse en otra cosa si su autor les concediera más tiempo y espacio para desarrollarse. O, dicho de otro modo, si lo de Keret es un recurso o una coartada.

Será cuestión de seguir leyendo.

sábado, 18 de febrero de 2012

canciones alemanas

Antes de que se pusiera de moda la imagen romántica del compositor torturado por la inspiración desbordante, visitado por las musas y, en casos de verdadero genio, atacado por alguna enfermedad capaz de consumir rápidamente el cuerpo para liberar aun más rápidamente al espíritu, la música era un oficio que podía transmitirse por vía familiar, como cualquier otro. La familia Bach, desde ya, es el primer ejemplo que viene a la mente, con el patriarca Juan Sebastián desperdigando por toda Europa a retoños de gran talento, capaces de llevar adelante la tradición familiar.

Otros clanes no tuvieron tanta suerte, en parte porque los tiempos ya no eran los mismos y, con el cambio de siglo (XVIII-XIX), las condiciones de creación, circulación y consumo de la música estaban cambiando definitivamente. Basta con revisar las últimas ramas del árbol genealógico de los Mozart para apreciar el crecimiento, apogeo y caída de todo un mundo, cuyo fin coincide, previsiblemente, con el nacimiento de uno nuevo. Así, Leopold Mozart, respetado docente, compositor e intérprete, es el padre del joven Wolfgang Amadeus, con el que el apellido alcanza el punto más alto que esa o cualquier familia podrían alcanzar en el campo musical. Y, finalmente, se destaca el hijo menor de Wolfgang Amadeus, Franz Xaver Mozart, al que, luego de la prematura muerte de su padre, su madre comenzaría a presentar en sociedad como Wolfgang Amadeus Jr., en un intento de aprovechar la relativa fama de ese nombre y aumentar en lo posible las estrechas arcas de la familia. Alumno de Antonio Salieri, que accedió a educar musicalmente al joven después de la muerte de su padre, Franz Xaver no tuvo hijos, lo cual lo convierte, literalmente, en el último de los Mozart.

Desde ya, Franz Xaver Mozart no alcanzó la fama de su padre, y si bien vivió muchos más años que él, no llegó a elaborar un catálogo de composiciones tan rico y variado como el de Wolfgang Amadeus. Fue, sin embargo, un reconocido intérprete de la obra de su padre, Kapellmeister honorario del Mozarteum de Salzburgo y autor de algunas piezas que merecen todavía integrar algunos programas de recitales y conciertos de cámara. Sus canciones, por caso, fueron recuperadas hace algunos años por la soprano Barbara Bonney y el pianista Malcolm Martineau en un hermoso disco, The Other Mozart (Decca), que repasa cronológicamente el corpus liederistico de Franz Xaver Wolfgang Amadeus Jr.

Curiosidades de la cronología, el hecho de que "el otro Mozart" haya nacido el mismo año de la muerte de su padre invita a imaginar una suerte de continuación de un legado. Sobre todo porque, al escuchar las canciones en el orden en el que las presenta el disco, uno puede, literalmente, apreciar el crecimiento del compositor, la progresiva oscuridad que va cubriendo la atmósfera de las piezas, desde la juvenil Romanza, Op. 12 (1908) hasta las geniales Drei Deutsche Lieder, Op. 27 (1820). Como si el Mozart Jr. hubiera alcanzado finalmente la madurez pasados los 30, la década que su padre apenas llegó a promediar.

En cuanto a los textos elegidos por Franz Xaver para sus Lieder, aparecen Schiller, Hölty, Grillparzer, varios anónimos y hasta traducciones de Rousseau y Byron. En todos ellos, la naturaleza es prácticamente omnipresente, sobre todo en las últimas canciones, escritas casi contemporáneamente al Freischütz de su primo Carl Maria von Weber y al primer gran ciclo de Franz Schubert, al que el último Mozart sobreviviría. Lo que se escucha en esas canciones, por debajo de la aparente candidez de algunas de sus límpidas líneas de canto, es el testimonio de alguien que vivió un traumático cambio de siglo desde el margen, una especie de Hamlet habituado a vivir entre fantasmas, consciente de que su existencia misma remitía a la del padre que él nunca conoció.

Franz Xaver Mozart vivió casi toda su vida profesional cerca de Lvov, en la actual Ucrania, porque allí tenía un puesto estable y podía estar cerca de la mujer que amaba. Ocasionalmente visitaba a su madre en Salzburgo. Tras el fracaso de su relación, y ya sin trabajo, se mudó a Viena en 1838. La ciudad no se parecía en nada a la que había conocido su padre. Ni siquiera era la misma de los funerales de Beethoven, celebrados en la década anterior. Comenzaban tiempos de revoluciones, y Franz Xaver Mozart no participó en ninguna.